divendres, 19 de novembre del 2010

270.417 PASOS (del mar a Tost)



Premià y el mar.



Prólogo (1)

Mi padre, desde que se jubiló hace ya diez años (cómo pasan las nubes…), tiene en mente hacer el Camino de Santiago. Quizás antes también, pero como trabajaba mucho, llegaba siempre tarde a casa y hablaba poco por el cansancio y porque no es muy cotorro (más bien todo lo contrario), nadie sabía de sus anhelos y deseos secretos.

De hecho, hubo momentos en que llegué a pensar que no tenía nada de eso en su gran cabeza, que allí dentro sólo le cabía frases del tipo “hay que currar”.

También creía yo que, una vez jubilado, no sabría qué hacer con su vida y que, ya poniéndonos trágicos, podría sucederle lo que a muchos, que al año de dejar de trabajar le daría algo y se lo llevaría la Remedios Amaya, la que maneja la parca.

Me equivoqué en todo, como siempre. Menos mal, y que dure.

Ignasi (le llamaré así a partir de ya) tiene 75 años.

Una tarde recibió la visita de mi hermano Bernat, que vive en La Seu d’Urgell. Hablando hablando (poco, todo hay que decirlo, Bernat también abre la boca sólo lo imprescindible) Ignasi le comentó su idea de irse de peregrinaje.

- Me gustaría hacerlo, antes de que sea demasiado tarde.

- Si, mucho vas a hacer tú - respondió Bernat -; tú mucho decir y luego nada de nada. Además, ¿qué se te ha perdido a ti en el camino de Santiago? ¿A tu edad te ha entrado la vena mística?

Ignasi sonrió.

- No, no. Sólo me gustaría hacerlo.

- Y, digo yo… Si quieres andar, ¿por qué no haces otra cosa? Podrías ir desde aquí hasta Tost. Son 200 km, tampoco está mal, … Yo te acompaño.

Ignasi vive desde hace 47 años en Premià de Dalt, en el Maresme, entre Mataró y Barcelona, pero nació en Tost, un pueblo deshabitado desde hace más de cincuenta años, situado en el Alt Urgell, cerca de La Seu d’Urgell y Andorra.

La propuesta le atrajo, cómo no. Él siempre se ha considerado un tío de montaña y arraigado a sus orígenes, a pesar de vivir al lado del mar la mayor parte de su vida.

- Pues no es mala idea, no…- respondió Ignasi, pensativo.

Al cabo de un par de semanas, llamó a su hijo Bernat.

- Oye, aquello que hablamos el otro día, ¿Lo hacemos o qué?

- Vale. Ya puedes ir entrenándote. Se lo diré al Llorenç, seguro que también se apunta.

- ¿El Llorenç? No sé, con lo disperso que es, igual te dice que si, luego no se acuerda y cuando llegue el día de partir no puede.

El Llorenç en cuestión es otro hijo de Ignasi. Concretamente, el que escribe todo este rollo.


Tost y la iglesia de Sant Martí.

dimecres, 20 d’octubre del 2010

COMPAÑEROS DE VIAJE



Últimamente sólo hago que escuchar a Georges Brassens a todas horas, no sé qué coño me pasa. Así que, mientras decido qué de qué, no está de más que les ofrezca a todos ustedes (si es que hay alguien, y si no qué le vamos a a hacer) unos preciosos y magníficos minutos musicales, como antaño en la tele cuando algo se cascaba.

Esta es una versión en castellano de “Les Copains d’Abord”, de Brassens, cantada y traducida por Albert Garcia, un tipo al que no conocía y que hurgando hurgando y tal, buscando la letra de la canción, he sabido de él. Y no está nada mal.

Bueno, a mí me gusta. Y aquí toca en un bar, además.

Así que...

Un… Deux…Trois…


http://www.youtube.com/watch?v=zxsi061lKZc



Dedicada a mis amigos.

divendres, 3 de setembre del 2010

NOWHERE MAN


No es mi intención meterme con los que tienen uno (perdón por adelantado), pero siempre me ha parecido una tontería tener un hámster, qué quieren que les diga. Siempre está metido en una jaula, sólo come, duerme y corre y corre dentro de una rueda sin parar. ¿Dónde irá? O mejor, ¿dónde cree que irá? Cuando les veo hacer eso siempre me recuerdan al Nowhere Man, o a la frase aquella de "Eleanor Rigby":
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL COME FROM?
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL BELONG?


Nowhere Man, feliz de que hablen de él.
Cuando se cansa, se dedica a comer. Te mira con cara de nowhere man y traga sin cesar su alimento, pipas, cereales o lo que le echen. Bueno, no traga, los almacena en la boca, como si tuviera miedo que alguien se lo arrebatara. O quizás son acaparadores y egoístas, sin más. Tó pa mí, tó pa mí.
Y cuando acaban, a dormir. Y ya está. Ahí se acaba la vida del hámster enjaulado. Qué bonito y qué gracioso, ¿verdad?

Preferiría tener un lemming, sin duda. Al menos, cuando le da el punto, se suicida, según dice la leyenda.



Y encima son solidarios...
Pues, a pesar de todo, una vez tuvimos uno en casa, como no, ya no venía de un bicho más. Estaba en la cocina, dentro de una jaula, y hacía precisamente lo que acabo de contar antes: correr, comer y dormir, da igual el orden. De vez en cuando me acordaba que estaba allí – ¡anda, un hámster! -, lo observaba un minuto, si no dormía, y me iba.
Total, que nadie le hacía ni caso.
Nowhere man.

El gato era el único que le acechaba. Se tiraba un rato largo al lado de la jaula, mirándolo fijamente, como pensando: uy, el día que te pille, uy, el día que te pille... Como no salía, ni tan solo a buscar tabaco, finalmente al felino acechador se le hartaban los ojos de observar tanto y se iba a hacer sus cosas. O sea, a buscar un lugar para dormir.

Allí estuvo el hámster durante un tiempo. Un día, al volver a casa, me fijé en la jaula y vi que el roedor no estaba. Alarmado (bueno, tampoco mucho), lo busqué por todas partes y, finalmente, lo encontré debajo de un armario.
Del pobre animal sólo quedaba la piel, ni huesos ni nada más. Estaba aplastada, como si fuera una alfombra de piel de oso, pero en miniatura, y sin la cabeza.


Sucedáneo de alfombra de piel de oso, para no herir susceptibilidades.


Pobre… Puse la alfombrita sobre la palma de mi mano, me fui a la habitación de mis hermanas gemelas y la coloqué con cuidado debajo de la mesa del salón de la casa de la Barbie, antes de que ella y Ken volvieran de su sesión diaria de footing.

Así cualquiera mantiene la línea.

Salón de Cal Barbie, impresionantemente decorada.


Cuando Barbie y Ken volvieron a casa, vieron la alfombra allí dispuesta. En principio les gustó y se la quedaron, pero al cabo de unos días se cansaron y la tiraron a la basura.
Es que no era rosa, oigan.


Barbie, Ken y una amiguita. Qué calladito se lo tenían.
Ya digo yo, que las aparencias engañan...





divendres, 20 d’agost del 2010

LLAMP

“Llamp” significa rayo. Así se llamaba mi perro, uno de los muchos que tuvimos en casa. Era un pastor belga precioso, más alto que la media habitual en este tipo de raza, y tenía el pelo siempre brillante y sedoso, aunque no lo llevara limpio.

Cuando llegó a casa, tenía un año y medio, más o menos. Lo trajo mi padre (cosa rara), regalo de un colega del trabajo, el cual, supongo, no sabría qué hacer con él, pilló al señor P. con la defensa baja y se lo endilgó.

Al pobre Llamp lo habían educado fatal. Seguramente habría estado todo el tiempo atado y solo, o dentro de un piso, que para un perro grande viene a ser lo mismo. Su antiguo amo, además, lo había malcriado. Sólo como ejemplo, una vez entró con el perro a un supermercado y el animal se puso a jugar y destrozó medio establecimiento, ante las risas del dueño, que no hizo nada por evitarlo.

Como en casa éramos Dios y su madre (siete hermanos, gatos, perros, etc), pues ya no venía de un animal más.

Mi madre tenía, y sigue teniendo, un don con los animales. Parecía Jesucristo con lo de “dejad que los niños se acerquen a mí” (frase que siempre me ha parecido sospechosa), pero con perros. Y con gatos, patos, loros, periquitos, tortugas y lo que se le pusiera por delante. Ella lo sabía y, por supuesto, disfrutaba con ello.

Pero con Llamp no podía tanto. Era violento, además de estar como una cabra, y mordía a todo el que no conociera. Antes, cuando se sacaban a pasear a los perros, se les dejaba sueltos, sin correa, y el animal más contento que unas pascuas. Eso es lo que hacía yo, ya de noche cerrada: abría la puerta de casa y Llamp, como una centella (cómo no) se largaba a galope tendido, y yo tras él, para evitar que le hincara los colmillos al primero con el que se topara. A mí, dentro de lo que había, me obedecía bastante, aunque alguna vez no pude evitar algún que otro muerdo, como se podrá comprobar más adelante.

Dentro de casa, sin embargo, se mostraba de lo más tranquilo y cariñoso, y no daba ningún problema, al contrario. Con nosotros era muy bueno, se dejaba hacer trastadas y no se revolvía apenas. Tampoco se llevaba mal con los gatos, a los de casa los respetaba (otra cosa era si veía alguno por la calle). Lo que no soportaba el Llamp era estar atado en el patio. Lo hacíamos básicamente porque saltaba al del vecino y le destrozaba las plantas. En el nuestro había cipreses separadores, aparte de la valla, se encaramaba a ellos y saltaba al jardín de la Rosalía. Pero no sabía, o no podía, volver a su redil, y ladraba y ladraba y ladraba, era insoportable incluso para nosotros. La Rosalía, que tenía una parada de pollos en la Boquería de Barcelona y sólo venía los fines de semana, le dejaba las llaves a un vecino de la calle de abajo para que le cuidara el jardín.

Y cuando el Llamp se colaba en él, había que ir a pedirle que nos dejara abrir para recuperarlo, porque él no iba a hacerlo, por supuesto. Se arriesgaba a una buena dentellada en la rabadilla.

Una noche, ya bien entrada ella, me tocó pedir las llaves del patio de la Rosalía. El Llamp llevaba ahí todo el santo día, en casa no llegó nadie hasta la noche, y estaba deseperado y relleno de mala leche, el pobre.

Abrí la puerta de la parte de atrás. Estaba todo muy oscuro, no se veía un pimiento. El animal, que se encontraba en la otra punta del patio, oyó el ruido del cerrojo y corrió hacia la puerta ladrando como un poseso, dispuestísimo a atacar. Se abalanzó sobre mí y, cuando ya iba a hincarme los colmillos en la yugular, me reconoció y saltó al suelo.

Menudo susto me pegué.

Cerré la puerta, entré al perro en el patio de casa y le arreé unas cuantas patadas y una buena bronca, de lo nervioso que me puse. El Llamp no se revolvió, ni mucho menos. Creo que entendió perfectamente (no era gay, no, malpensados), se dejó atar a la cadena y se metió en la caseta él solito sin decir ni guau.

Así que la mayor parte del día se lo tiraba atado a una cadena. Continuaba ladrando al menor ruido, pero al menos no se iba de picos pardos a casa de la Rosalía.


Un día mi madre, no sé de dónde lo sacó, trajo un pato a casa, y lo dejó en el patio, claro. Dentro de casa lo hubiera puesto todo perdido.

Sólo le faltaba el pato, al pobre perro. Aquél se pasaba el día pateándose (y nunca mejor dicho) el patio, soltando sus cuás cuás cada dos por tres. Era gracioso y simpático, el tío. Tan gracioso que se acercaba hasta el límite del diámetro que daba la cadena y se quedaba quieto. De esta manera, tenía al Llamp a tres pulgadas de él.

El pastor belga se volvía loco. Tiraba y tiraba de la cadena, pero no llegaba hasta el pato de las narices, y se desesperaba, y ladraba hasta quedarse ronco.

El pato, le llamaremos Cabroncete a partir de ya, ni se inmutaba. Se quedaba allí de pie, incluso llegaba a sentarse. Luego, cuando se hartaba, se alejaba tranquilamente con sus cuacuás a otra parte, dejando al pobre Llamp con un palmo de hocicos.

Cabroncete era, realmente, un cabroncete.

Hasta que… un día volví del colegio y salí al patio. El Llamp estaba tumbado en el suelo, tranquilamente. Parecía relajado y satisfecho. A su lado había unas cuantas plumas de pato esparcidas, un pico de pato, unas patas de pato y unas vísceras de pato.

El Llamp se había vengado de Cabroncete.

¿Qué pasó? Pues pasó que el perro era más listo que el pato: se colocó al límite del diámetro de la cadena. ¿Al límite? Casi. Se tiró unos centímetros hacia atrás, y se sentó a esperar a que se acercara Cabroncete a darle la vara. Cuándo éste se colocó hasta donde creía que podía estar sin que el perro le alcanzara, el Llamp lo agarró por el cuello y lo destrozó cruelmente.

Por eso se le veía feliz., al Llamp.

De nada le sirvió a Cabroncete haberse hecho cuáquero unos días antes.

Un domingo por la tarde, días después, vinieron unos amigos míos a casa. Uno de ellos era muy bruto, y siempre se las daba de muy macho. Se puso a jugar con el Llamp en el patio, a lo bestia, y lo atolondró tanto que al final, el perro se giró y soltó un mordisco que fue a parar a la cabeza de una de mis hermanas, que pasaba por allí. Casi le clava los colmillos en la sien. Mi padre, furioso y entre lágrimas, cargó con C. en brazos y se la llevó corriendo al hospital.

Si le da en la sien, mi hermana no lo cuenta. Cuando volvió, más tarde, mi padre dijo que, si en ese momento hubiera tenido su escopeta a mano (había sido cazador), le hubiera pegado allí mismo dos tiros al perro, aunque éste no tuviera toda la culpa.

La gota que colmó el vaso con el pobre Llamp fue un jueves por la noche. Como casi cada día, abrí la puerta de casa y salí con él a la calle para que paseara. De sopetón, a lo lejos, divisó una sombra que se movía y corrió raudo hacia ella. Yo fui tras él, gritándole que parara, pero no me hizo ni caso: llegó y le pegó un mordisco en el culo a dicha sombra, que resultó ser una pensionista. Le hizo poca cosa, pero se cagó en mis muertos veinte veces y en el perro aún más, y dijo que nos iba a denunciar.

No tuvo tiempo, pobre señora, murió el fin de semana siguiente en un accidente de autocar del Imserso, en Huesca.

A la semana siguiente, cuando volví del colegio, Llamp ya no estaba.

Mi madre lo había llevado a sacrificar al veterinario.

Me dio muchísima pena.


Pero bueno, al cabo de unos días, al vecino de enfrente le pedimos su perro porque siempre lo veíamos solo y, finalmente, nos lo regaló.

El Tort, un setter inglés.



dimarts, 10 d’agost del 2010

UN CUADRO



Mi amiga Araceli ha tenido la amabilidad de escribir algo sobre este cuadro que pinté (y que, por cierto, no está acabado, para variar). El resultado es esta pequeña joya:
Verdad que si?

dimecres, 28 de juliol del 2010

SEGURETAS

Guardia jurado de principios de siglo XX. Cuidao...

Me dan mucha rabia los uniformes. Me refiero a los de los cuerpos represores, no a los de las colegialas, por ejemplo, o a los de los bomberos. Me da igual que sean de la guardia civil, del ejército, de la guardia urbana, de los mossos, de la gendarmerie, de la Ertzaintza o de los bobbies de Londres. Todos son cuerpos represores, básicamente. Por el sólo hecho de que les den una pistola, una porra, esposas y toda la parafernalia ya se sienten superiores a los demás, se creen por encima del bien y del mal. La razón principal de todo esto es, supongo, que tienen la potestad legal de usar la fuerza, si se tercia. El resto de las personas, a callar, que te meto.
El ejemplo más claro son los antidisturbios: les ordenan que peguen y ellos, hala, a porrazo limpio a diestro y siniestro. Si casualmente pasa la madre, la cascan también.
- Pero, hijo mío, ¿cómo puedes haber pegado a tu madre? Me han cosido cuarenta puntos en la cabeza por tus porrazos!
- No haber estado allí, mamá, a mí qué me cuentas. El curro é el curro, y yo soy mu pofesioná. Sluurp, sluurp…- responde el hijo mientras se come la sopa, preparada amorosamente por su madre.

Pues bien, de un tiempo a esta parte (aunque de hecho los primeros son de mediados del siglo XIX, creo. Se crearon para vigilar los latifundios) ha aparecido otro cuerpo represor. No tiene rango de policía, pero el objetivo viene a ser el mismo: controlar al personal.
Me refiero a los seguretas.

Miércoles:
A media mañana se ha puesto a llover, y he aprovechado para dejar la moto en el mecánico para que me mire un ruido raro que suena desde hace días. Por tanto, he ido andando hasta la estación, a coger el tren. Me siento en la plataforma, como siempre. Hay un perro suelto que va deambulando por el vagón, levantando la cabeza, olisqueando, mirando hacia el exterior a cada momento. Supongo que necesitará aire, estará harto de olores enlatados. Parece un perro de presa, de esos catalogados como peligrosos, pero se le ve muy tranquilo. Es muy bonito, me gusta. Su amo está detrás de mí, al final del vagón. Nadie se queja, cosa rara.
Al cabo de dos o tres paradas, entra la pareja de seguretas. Se colocan de pie, en la misma plataforma donde yo estoy. Vaya, hombre, ¿no había más sitio en el tren?
Van con todo el equipo reglamentario: pistola reglamentaria, cartuchera reglamentaria con muchas balas, bien a la vista de todo el mundo, como los vaqueros, porra reglamentaria de medio metro de largo, esposas reglamentarias en la parte de atrás, walkie-talkie reglamentarios, guantes reglamentarios, chaleco reglamentario amarillo pistacho, pantalones reglamentarios negros con bolsillos laterales y botas reglamentarias de media caña, colocadas al estilo antidisturbios, con los pantalones por dentro. Todo muy profesional y reglamentario.


El más alto de los dos es puro nervio. No para de observar a todo el mundo ni de moverse: mueve las manos continuamente, como si fuera a desenfundar, cosa que afortunadamente no hace, aunque seguro que se muere de ganas. El otro es más bajito y pausado. Los dos van con el pelo muy corto. Se han encontrado, en la misma plataforma, a un compañero que se va a casa, a descansar. Viene de doblar turno.
- Jo, colegas, estoy hecho polvo, no he dormido casi en dos días.
- ¿Y cómo ha ido la cosa?¿Has tenido problemas?
- No, poca cosa, sólo en San Andrés de Llavaneras, uno que… Pero nada de especial, lo que pasa es que son muchas horas seguidas.
Traducen hasta los topónimos. Normal, después de todo, pienso, ya que todos los seguretas hablan en castellano, ninguno en catalán. Me gustaría saber la razón.
En ese momento el perro, que se ha vuelto a levantar, pasa delante de ellos y hace lo mismo que antes. El segureta alto lo mira fijamente, como para arrearle un guantazo, e indaga con la vista a quién pertenece. Descubre quién es el dueño, y le grita desde lejos:
- ¡Eh tú, el perro tiene que ir con correa y con bozal!
El amo, que está detrás de mi, unos metros más allá, no se inmuta y le responde:
- Este no hace nada, es muy manso.
- Ya, pero las normas son las normas, y tiene que llevar bozal y correa.
Ha cambiado el orden para no repetirse y parecer más listo.
La voz trasera no se inmuta y le contesta:
- Pavo, que te estoy diciendo que es muy manso…
- Y qué si es manso, que te estoy diciendo que las normas son las normas. Además, éste es de raza peligrosa, y las normas son las normas.
- Jo, qué pesao- murmura el dueño- No todos los perros son iguales, joder… Que éste no hace nada!
Parece que la cosa va a ir a mayores, el segureta cada vez hace más ademanes de desenfundar, pero no. El perro le pasa por delante, lo observa y le dice a su compañero:
- Es guapo, eh? Siempre me ha gustado tener uno de estos.
- Si que mola, si. Mira qué mandíbulas, y qué cuello. Te mete un bocao y te arranca la cabeza.
El compañero que no está de servicio asiente con la cabeza y sonríe:
- Vaya que si te la arranca…
Me bajo en la siguiente estación. También se baja el perro, su amo y el colega de los seguretas.
- Venga, tío, que descanses!
- Vaya que no, ahora mismo en cuanto llegue me tiro a la cama en plancha. Nos vemos.
Bajamos las escaleras. El del perro y el segureta, delante de mí, charlan animadamente sobre lo chulo que es el animal, aunque no lleve correa ni bozal.

Jueves:
La moto sigue en el mecánico, y subo el tren de nuevo. Me siento en la plataforma. En la siguiente parada, sube la misma pareja de seguretas. Vaya… El más bajito está charlando con un amigo cachetas que marca bíceps. Todo el vagón los escucha, evidentemente:
- Pos sí, tío, ya hablaré con el encargao y seguro que te encuentra alguna cosa.
- Gracias, estaría de puta madre.
- A más, ya te conozco y le puedo hablar bien de ti y tal, sé que si hay problemas no te achantas y si hay que repartir no tienes manías…
- Pues no, pa qué te voy a engañar, si hay que dar se da y punto, pa eso estamos.
- Espera, que lo llamo ahora mismo, qué coño…
Saca el móvil y marca un número: pi-pi-pi-pi-pi…
- Ya verás, colega, como hay suerte… ¿J.? Hola, soy P. G., de aquí de la línea de la costa, sabes quién soy, ¿no? Mira, te llamo para comentarte que, como el otro día te oí decir que necesitabas personal, yo tengo un amigo que lo haría de puta madre, es un tío de confianza, está preparao, quiero decir que si hay que ponerse duro se pone, no se corta ni ná… A más, ya ha trabajao en esto, sabe de qué va la historia. (…) Si, si, claro que es de confianza, le conozco de hace tiempo y es de fiar (…) Vale, vale, pues le digo que se pase mañana por la oficina y que pregunte por ti. Ya verás como te sirve. Venga, muchas gracias, J., hasta luego.
Como he dicho antes, se ha enterado todo el vagón. La cara del futuro segureta rebosa de felicidad. Afortunadamente, llego a mi destino y me bajo. Menos mal.

Viernes:
La moto de las narices aún no está lista. Sigo viajando en tren. Me siento en la plataforma. En la siguiente parada, vuelve a subir la misma pareja. Joder…
Me cambio de vagón.
Empiezo a creer en la mala suerte.

Esto no es mío, pero ya me vale.

dimecres, 14 de juliol del 2010

LA ENFERMERA

A Antonio, un mal día, le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Le ingresaron rápidamente en el hospital, debido a lo avanzado de su enfermedad. Antonio prohibió tajantemente a su familia más directa comentar nada a nadie al respecto, hasta que el diagnóstico fuera lo más claro y definitivo posible.

Cuando el médico le comunicó su próximo fin, Antonio permitió a su esposa que comunicara la mala noticia a quien le pudiera interesar.

José, su mejor amigo, fue el primero que acudió al hospital. Se conocían desde niños, eran lápiz y papel.

- Hola, Antonio.

- Hostia, José… ¿Qué coño haces aquí?

- Pues nada, pasaba por aquí y me dije… Tu mujer me lo ha dicho y he venido, ¿qué coño quieres que haga? Tú harías lo mismo, ¿no?

Antonio sonrió:

- No sé, no sé. Depende, si no tuviera nada mejor que hacer, igual sí…

- Ya, vale, capullo, que eres un capullo. ¿Pero es verdad o no?-, respondió José.

- Si, si, tío. La estoy palmando, te lo juro.

José se quedó mudo. Antonio no.

- Qué quieres, es la vida. Unos vienen, otros se van.

- Joder… No somos nadie.

Antonio se tiró un cuesco.

.- Para lo que me queda en el convento, me cago dentro.

- Si, del polvo venimos y en polvo nos convertiremos.

- Ya estamos,,, Fue tan corta la desdicha…

- La vida son cuatro días…

- Hay que joderse…

- Si, es lu qui hay.

Al oir esto último, Rosa, la enfermera que acababa de entrar, echó a José de la habitación con cajas destempladas.

En el hospital todos creían que Rosa cumplía las normas de manera demasiado estricta.

Además, Antonio no fumó en su vida.

dimarts, 13 de juliol del 2010

dimarts, 22 de juny del 2010

LA ROJA

- La Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja...
- ¡Qué pesaos!
- ¡Al final , harán que me vuelva de derechas!

También podía haber dicho: ah, si, esa región donde hacen mucho vino, pero me ha salido así, mira...

dilluns, 7 de juny del 2010

EL BARBERO







No me gusta nada ir a cortarme el pelo. Años ha, cuando tenía más que ahora (mecagüen todo), éste había llegado a pasarse más de un año sin oler unas tijeras, hasta el punto que la madre de un amigo me decía, con su habitual gracia de Alcalá de Guadaíra, que un barbero se estaba muriendo de hambre. En la barbería, peluquería, salón de belleza o como se le quiera llamar, me aburro, pero sobretodo estoy incómodo. Me siento observado con tanto espejo, siempre tienen el mismo tipo de lectura (que leo, lo reconozco, algo hay que hacer), y me parece el centro de cotilleos del barrio. Eso vale tanto para peluquerías de señoras como de caballeros, incluso para las unisex. Las de perros, apuesto a que también (y en vez del Hola!, deben tener el Guau!, donde Rin-tin-tín, o Lassie, nos muestran su fastuosa caseta dorada). Luego, cuando te toca sentarse en la silla eléctrica esa, te plantas ante el espejo y tienes que estar todo el rato ante ti mismo, sin poderte mover, mirándote el careto, viendo lo feo que quedas con el pelo ahora peinado con raya, ahora echado hacia un lado, ahora echado hacia delante, como hacen algunos para disimular su calva... En fin, que uno se acaba hartando de su propia persona (aunque a veces, para eso, no hace falta cortarse el pelo). Ah, y no hablemos de estar en la obligación de darle vidilla al peluquero con sus preguntas y opiniones diversas. Pero bueno, Sue lo expresa muchísimo mejor que yo en su entrada (http://exploralmas.blogspot.com/2010/05/me-myself-and-hairdresser.html), que recomiendo, así que iré al grano sobre lo que quiero contar.




Al grano es un decir, claro...






Como a veces me entra el punto bienhechor, últimamente tengo tendencia a meterme en las barberías de esas de toda la vida, las clásicas, las del cilindro giratorio con la bandera francesa, que ya casi no se ven. Me dan la sensación que están a punto de cerrar, por obsoletas, así que intento alargarles de alguna manera su existencia. ¿Cómo? Pues entrando a que me rapen, cómo iba a ser (no les iba a montar una pizzería...).
Hacía unos días observé, pasando por delante en moto, que había una barbería de esas cerca de casa.
Ya la tengo, pensé.
Así que un sábado por la mañana salí de casa y, después de desayunar los pertinentes huevos con chorizo de los sábados matutinos, me dirigí hacia allí. Como no sabía exactamente a qué altura estaba de la calle, empecé por abajo y fui subiendo. A tres travesías divisé una barbería. Hacía esquina, como la otra que había visto el otro día, pero no era la misma, aunque se le parecía mucho: porticones de madera de color gris tristón, y unas letras en el cristal que decían: Barbería Pepe.
Como me daba lo mismo una que otra, me dispuse a entrar, no sin antes observar desde fuera cuánta gente había.
Sólo una persona, calva, a la que estaban arreglando sus cuatro pelillos. La espera sería corta. Perfecto. Entré, pues.
La habitación no medía más de 10 m2. En un rincón había dos sillas de sky barato de color indefinido, más gastadas que unos zapatos de explorador del siglo XIX en Siberia. Al lado, una mesita baja con cuatro periódicos gratuitos y un Marca del año del copón bendito. Mirando a una de las paredes se encontraban dos sillones para la faena de rigor, con el maldito espejo. En las estanterías, enclastadas en el vidrio, habían varios frascos de colonia Brummel, Floyd y similares, todos ellos con las etiquetas descoloridas, como si no se hubieran movido de allí desde el año 1962.
En otro rincón había otra pequeña estantería con una planta medio mustia, metida en una lata de melocotón en almíbar pintada de verde chillón, y un pequeño transistor como el que tenía mi madre en la cocina cuando yo era pequeño (sigue teniendo uno similar), cuando escuchaba a la Montserrat Fortuny a toda pastilla. En la radio de la barbería sonaba Juanito Valderrama (supongo), también a toda leche.







Este es mi barbero, me dije.
- Hola, bon dia! ¿Que me cortaría el pelo?
El hombre, sin apenas girarse, le sacó la bata al que estaba atendiendo y le dijo:
- Bueno, Antonio, ta quedao bien, eh? Hala, bueno, hasta la prósima!
Mientras casi lo echaba, no me di cuenta de cuánto le cobró. Sería poca cosa.
- Buenos días, siéntese, por favor, por favor! ¿Qué va a ser?
Pensé en pedirle una caña.
- Pues que me corte el pelo, que ya toca.
- Mu bien, señor. Vamos pallá- exclamó mientra me colocaba el capote barberil. Apretó tanto el cierre del cuello que casi me ahoga.
No me lavó el pelo y tampoco lo humedeció. Así, a pelo, y nunca mejor dicho.
El barbero tendría sobre los sesenta años, era pequeño, bajito. Rectifico: era bajísimo. Sentado, yo le sacaba casi un palmo.
- ¿Lo quiere muy corto, señor?
Esta es la frase que jamás quiero que me pregunten, pero lo hace todo el mundo. Y yo qué sé...
- Pues... Hombre, un poco sí, que se acerca el verano, y con el casco, como voy en moto...
El barbero sacó las tijeras y empezó a cortar, sin lavar ni mojarme el pelo:
- ¡Si, si, si, el verano, la moto!¡Irá usté más fresquito! ¡Si, si, si, ya llega el veranito!
El hombre parecía nervioso, aunque en realidad era así.
- Es usté del barrio? ¿Vive por aquí cerca?
Ya empezamos con las preguntitas...
- No. Bueno, sí y no, hace poco que me he mudado aquí, pero no soy de Mataró, mi familia vive en Premià. Aunque me lo conozco bastante todo esto, estudié once años aquí, en los Salesianos. En fin, que soy de la comarca, vaya.
Ya le estaba dando demasiada información. Serían los huevos con chorizo, que me pondrían parlanchín.
- Ah, en los Salesianos, sí, sí, sí. Mu grande el colegio, si, si, si...
Tchak, tchak, tchak, y yo, mientras, mirando las prehistóricas botellas de colonia.
- ¿Usté tiene coche, señor?
- Pues no, ahora no, no lo necesito. Además, en este barrio cuesta mucho encontrar aparcamiento, y con la moto lo tengo mucho más fácil.
- Si, si, si, la moto, si, va mu bien la moto, y se va más fresquito, si, si. Mu grande los Salesianos, si, si, si...
Y dale, con repetirlo todo...
Tchak tchak tchak... Hasta las tijeras, se repetían.
Cuando ya casi había terminado, me ofreció un cigarro:
- ¿Usté fuma?
- Pues si.
Abrió un cajoncito y sacó un paquete de Nobel, en el que sólo quedaba un pitillo.
- Tenga, fume usté, fume, fume, fume.
¿Un Nobel? Venga ya.
- Deje, deje, que sólo le queda uno. Fúmese uno de los míos, que me quedan más.
El barbero cerró y guardó rápidamente su cajetilla, y me aceptó un Winston. Me dio fuego y luego encendió el suyo.
El cigarro le quedaba grande.
- Está mu bueno esta tabaco, mu bueno, mu bueno, mu bueno.
- Si, bueno, está bien, es un Winston.
Entonces miró las estanterías:
- ¿Quiere que le ponga un poco de colonia? Le dejará buen olor, y a más irá fresquito fresquito fresquito...
¿Colonia en el pelo? Bueno, ya puestos, total...
- Vale, pero Brummel no. Mejor Floyd, que me gusta más.
En realidad me daba lo mismo, pero el frasco era más bonito. Lo abrió y me echó casi media botella, el muy bruto. Luego me pasó el secador un poco.
Finalmente, acabó, me hizo mirar con un espejo de mano lo bien que me había cortado el pelo y yo le contesté que si, que vale, que correcto.
Me levanté y me metí la mano en el bolsillo para pagarle:
-¡Pues ya está! ¿Qué le debo?
- Dieciocho euros.
- ¿Cómo dice?
- Dieciocho euros, dieciocho, dieciocho.
Jodeeer. Saqué un billete de veinte y me devolvió el cambio. Le iba a dar propina su p...
- Muy bien. Pues gracias, adiós.
- Adiós adiós adiós.

Cuando ya estuve fuera, me dio por reír.
- ¡Dieciocho euros! ¡La madre que lo parió! ¡Y parecía tonto el tío!

Son esos momentos en que crees que tienes cara de primo.

Y me fui a tomar una caña al Lorena 2, a ver si se me quitaba.


dijous, 6 de maig del 2010

KOWALSKI

Este no es Kowalski, es el hijoputa de Leopoldo.


Últimamente noto que me falta tiempo, el día debería tener treinta y dos horas. Claro que entonces habría que reordenar las semanas, los meses, los años y quién sabe si un lustro (esa medida de tiempo tan pulcra y aseada) acabaría teniendo siete años en vez de cinco. Y dudo muy mucho que esto se hiciera sólo porque a mí me fuera mejor la cosa. Aunque, realmente, la razón verdadera de mi queja no es otra que mi propia dispersión, a lo que no voy a entrar porque no me da la gana, con saberlo y aceptarlo (no siempre), de momento ya me vale.

Es lo que hay.

También leo menos que antes. Y encima, no se me ocurre nada mejor que agarrar tochanas (tochos, ladrillos) de mil páginas, con lo cual, con los pocos momentos en que me paro a leer (cinco minutos por causas perentorias y otros cinco por la noche, antes de que caiga redondo), el libro se alarga y se alarga y no lo acabo ni harto vino.

Aún así, parece que estoy llegando al final del último que llevo entre manos: “El fantasma del rey Leopoldo”, de Adam Hochschild. Es una horrenda exposición de las atrocidades cometidas en el Congo por parte del rey de Bélgica, que se empeñó en poseer una colonia a toda costa y que, después de buscarla por todos los continentes habidos y por haber, la encontró en África, y los demás jerifaltes europeos se la concedieron en la Conferencia de Berlín en 1885, cuando se repartieron el pastel mundial. Las consecuencias de esta decisión, a la vista están.

Así, Leopoldo creó, a través de asociaciones humanitarias fantasmas (era él mismo), el Estado Libre del Congo. Su finca particular, que, por cierto, no pisó jamás, a pesar de embolsarse más de 132.000 millones de euros al cambio actual, hasta que la cedió en 1908 al Estado belga, obligado por las circunstancias (el cual siguió funcionando igual que con el rey, hasta que el caucho dejó de ser negocio).

Es un libro durísimo y triste, que te hace perder la fe (?) en la raza humana y tal, pero es muy aconsejable si uno quiere tener conciencia de lo que el hombre es capaz de hacer. Aunque hay que tener estómago, para leérselo.

Lo más curioso e hipócrita (sobretodo eso) de toda esta historia, es que el genocidio cometido en el Congo fue conocido y denunciado por las demás potencias, cuando hubieron de rendirse a la evidencia. Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Alemania, entre otros países, organizaron grandes campañas en contra de Leopoldo, mientras ellos mismos seguían haciendo exactamente lo mismo en sus propias colonias: esclavismo encubierto, exterminio de pueblos enteros, torturas inimaginables… Todo en aras del buen negocio y el mejor dinero.

Sin embargo, no todo el libro es horripilante: hay una anécdota graciosísima, y es esta la verdadera razón por lo que escribo esto. Ni dispersión, ni Congo ni pollas en vinagre.

KOWALSKI.

Este tipo, Henry Kowalski, que se hacía pasar por llamar coronel sin haber hecho la carrera militar, era un picapleitos sensacionalista estadounidense que se encargaba de defender a mafiosos, y pillaba todo aquel caso que le pudiera dar notoriedad. Y era muy bueno, en lo suyo. Pesaba más de ciento cincuenta kilos, de tanto que comía el tío; eran famosos los banquetes que celebraba, sobretodo por la cantidad. Más o menos como Luis XIV (bueno, no tanto, lo de éste es para escribir otro post). También padecía de narcolepsia, esa enfermedad que te deja dormido en cualquier parte y sin previo aviso. En más de una ocasión se durmió durante un juicio, aunque eso no era problema para él: cuando se despertaba continuaba con el caso como si nada, o aún lo hacía mejor.

(No sé si fue así, pero me da la sensación que Charles Laughton basó su personaje en “Testigo de cargo”, donde hace de abogado defensor de Tyrone Power, en Kowalski. Y el físico ya lo llevaba puesto).

En una ocasión, Kowalski tuvo un litigio en el que el acusado era Wyatt Earp, el famoso sheriff y pistolero, el del duelo de OK Corral contra los hermanos Clanton. Earp, un tipo mitificado en exceso por la leyenda del Far West, era en realidad tan hijoputa como cualquier hijoputa, y tenía mucha mala leche. Era de gatillo fácil (me encanta esta frase). Así, cuando tuvo enfrente como acusador a Kowalski, le amenazó de muerte.

Un día se toparon en un local. Empezaron a discutir violentamente, hasta que a Wyatt Earp se le cruzaron los cables del todo y arrastró, como pudo, a Kowalski hasta los lavabos. Allí le acorraló contra la pared y sacó el revólver, encañonando al pobre abogado y dispuesto a volarle la cabeza.



Wyatt Earp, con su habitual cara de mala hostia

Entonces, a Kowalski, en ese preciso momento, le dio el ataque de narcolepsia y se quedó frito (de dormido, no de muerto) de sopetón, desplomándose encima de Wyatt Earp, quien le aguantó a duras penas para no quedar aplastado por el excesivo peso del abogado.
Al cabo de poco salió Earp de los servicios, iracundo, y gritó:
- ¿Cómo voy a matar a un tipo que se queda dormido cuando le encañonan en su cara?

Y así quedó la cosa. No sé cómo acabó el juicio, pero posiblemente Earp fue absuelto de cargos.

En cuanto a Kowalski, y de ahí viene su relación con el Congo, fue contratado por Leopoldo de Bélgica, en uno de sus múltiples intentos de poner a la opinión pública a su favor, algo que consiguió durante muchos años, ya que pagaba estupendamente. La lista de sobornados que tenía en nómina era interminable. Así, Kowalski trabajó para el rey, ocultando y tergiversando pruebas en contra del monarca y sobre lo que ocurría realmente en el Congo, publicando escritos positivos hacia su persona, hacia su pretendida causa humanitaria y destrozando con calumnias a los defensores de la justicia en la colonia belga. Y así fue durante un tiempo, hasta que Leopoldo ya no creyó pertinente necesitar sus servicios y dejó de pagarle.

Kowalski, al ver que se evaporaba de sus manos una magnífica fuente de ingresos, intentó infructuosamente volver a trabajar para él con cartas halagadoras, loando y suplicando volver al redil de Leopoldo. Mas éste no hizo ni puto caso.

Finalmente, despechado, Kowalski reunió toda la información que poseía sobre la barbarie en la finca real, que era mucha, y se la vendió a Randolph Hearst, el magnate de la prensa (aquél que vivía en una inmensa mansión llamada “Rosebud”: se dice que le puso ese nombre porque así llamaba él al coño de Marion Davies, su amante), el cual no tardó nada en publicarlo en sus medios, con el consiguiente escándalo que se formó. Ese fue el principio del fin de Leopoldo.

Bueno, sólo del fin de su buena suerte, pues murió tranquilamente en su palacio de Laeken, forrado hasta las cejas gracias a las vidas de, se calcula, así a bote pronto, diez millones de personas de nada.

Una minucia.


Pd: en cuanto acabe el libro, fijo que me paso al Mortadelo por una larga temporada.

dilluns, 19 d’abril del 2010

ALBINO


"El albino sólo come peras y bebe vino blanco".

Tazio di Belloni, científico y antropólogo italiano (1627-1694).

divendres, 16 d’abril del 2010

SONRÍO

Joan es mi amigo. Tiene ochenta y cinco años, me lleva cuarenta. Le conocí hace quince años o más, cuando, ya jubilado, colaboraba como redactor y mente pensante en la agencia donde aún sigo trabajando.
Y sigue viniendo, pero ya sólo a desayunar y a leerse La Vanguardia, periódico burgués, de derechas, catalanista, católico, apostólico y romano. Como él, vaya.
(Esto de “romano” nunca lo he acabado de comprender: jamás le he visto vestido de centurión).
- Te caerá muy bien, ya verás-, dijo Jordi, mi amigo y jefe .
Tenía toda la razón. Joan es un gran lector, conversador, discutidor y poseedor de una vasta cultura general, pero no es nada pedante. Como a mí me gusta saber, y también discutir, congeniamos en seguida.
Durante muchos años he ido a su casa a comer, a hacer la sobremesa, a visitarle, a hacer unas partiditas de ajedrez (siempre me gana)... Otras veces, simplemente quedábamos en cualquier bar para tomarnos unas cervezas, o unos whiskies, y ya se sabe que el alcohol siempre es una buena excusa para tener una conversación interesante.
Claro que depende con quién.
Actualmente nos vemos menos, ya no voy tanto a su casa, entre que no tengo tiempo y que su ex-mujer… Bueno, eso no viene al caso, ahora, que me pongo malo.
El martes comí con él, después de bastante tiempo. Jordi también acudió.
Joan fumaba un paquete diario de Ducados, hasta que el año pasado pilló una neumonía, le ingresaron en el hospital unos días y aprovechó para dejarlo, después de toda una vida con humo. Pero lo que es beber, sigue bebiendo y sin problemas, aunque un poco menos.
Cuando llegué, tarde como siempre, ellos ya iban por el J&B (con tres cubitos, por favor, y en vaso de tubo). Pedí sólo un plato para poder incorporarme rápidamente a la tertulia.
- Con un arroz a la cubana ya hago, gracias. Y me quita el plátano.
- No, si plátano no ponemos.
- Mejor.


Tiro recto que ya me voy por los cencerros de Úbeda.
En un momento de la conversación, le dije:
- Oye, Joan, cuando te cambies de coche me lo dices, ¿eh?, que me lo quedo.
Se lo había regalado mi hermana. Primero me lo ofreció a mí, pero como no lo necesitaba, se lo comentó a él: tenía un Opel Calibra del año de la picor que le daba muchos problemas, y le costaba mucho entrar en él. Más que sentarse, se acostaba al volante.
Así que aceptó la oferta. Un Astra familiar de color verde pino.
- Vale. Eso está hecho. Te lo dejo en herencia.
- Joan, no empecemos a decir tonterías.
- Tengo cáncer- dijo con toda tranquilidad, mientras meneaba los cubitos de su vaso de tubo.
Hacía un par de meses que me comentó que no se encontraba bien, y que le tenían que hacer unas pruebas.
- Bueno, tengo un tumor en el colon, me lo tienen que extraer. La semana que viene tengo hora con el anestesista: supongo que en tres semanas, más o menos, me operarán.
- Joder… Pero ya sabes si es bueno o malo?
- No, pero ya me preparo para lo peor. Total, ya tengo unos años y todo lo que sea de más pues bienvenido sea. Y si no, nada, se acabó y adiós muy buenas.
- Por favor, Joan, venga, no te pases, que aún tienes cuerda para rato- respondí, por decir algo.
- Mira, Llorenç- exclamó con voz firme -: no te voy a negar que tengo miedo, pero supongo que tengo fe… Aunque tengo mis dudas –y ya sé qué estás pensando- pero sí, tengo fe, o como lo quieras llamar, y creo que estoy preparado para lo que pueda venir.
He tenido una vida larga, he conocido a mucha gente, tengo una buena familia… Ejem, bueno, una parte de ella, la otra mejor dejarlo correr… Pero en general no me puedo quejar. Y sobretodo, os he conocido a vosotros. Sois mis amigos, unos amigos maravillosos, y estoy muy orgulloso y contento de ello.
Jordi y yo no sabíamos qué decir.
- Es así!! –“és així” es su muletilla favorita- ¡Ya me puedo morir tranquilo!-concluyó, dándole un último trago a su whisky en vaso de tubo. Con tres cubitos, por favor.
Me entró la congoja emotiva. Antes de la cosa pasara a mayores, le dije:
- Bueno, Joan, para ya. Cállate un rato, anda. ¿Quieres otro whisky?
- ¡Pues claro que si!-exclamó divertido.

Le operan el próximo martes.


divendres, 26 de març del 2010

diumenge, 14 de març del 2010

UN GATO EN EL BOLSO





- Tengo malas noticias-, dijo Claire al ponerse al teléfono.
Kurt ya estaba acostumbrado a que sus conversaciones con su novia empezaran de esta manera. Siempre malas o buenas noticias, aunque habitualmente eran pequeños detalles sin demasiada importancia, que daban vidilla a la rutina cotidiana.
Pero aquella mañana Kurt sabía que había algo más.
- La Chinchette, ¿verdad?
- Si. Está en las últimas.
- Vaya, lo siento muchísimo. ¿Y tú cómo estás?
- Bien, bien. Bueno, es ley de vida, qué le vamos a hacer. Luego, cuando cierre a mediodía, iré a ver cómo está. Ya he quedado de acuerdo con el veterinario: a las nueve de la noche irá a administrarle la definitiva, según cómo la vea. Ya te contaré.
- Vale. Dime cosas. Te quiero mucho.
- Si, ya, y yo. Hasta luego.

Por la tarde, Claire llamó a Kurt:
- Ya está. La Chinchette ha muerto.
- No sé qué decir... Ha ido todo muy rápido...
- Pues si. El otro día le detectaron el maldito cáncer y ya ves, cuatro días que ha durado la pobre. En fin...
Kurt pensó que a continuación pronunciaría la consabida frase: “no somos nadie”, pero no, afortunadamente. Claire dijo esto otro:
- Hay que reconocer que la vida tiene su vis cómica.
- ¿A qué te refieres?
- He colocado el cuerpo en una bolsa de plástico, pero como me daba cosa llevarla así por la calle, la he metido dentro del bolso. Y no veas cómo pesaba...
- ¿En el bolso? ¡Jajaja!
- Si, si. Y cuando he llegado al trabajo, mi jefe, sin dejar que me quitara el abrigo ni nada, me ha pedido que atienda a un cliente indeciso.

- Vale, pues toma, guárdame el bolso ahí detrás.
- Joder, si que pesa esto... ¿Pero qué llevas aquí dentro?
- Luego te lo cuento, Peter, luego... Hola, qué tal! Qué es lo que está usted buscando exactamente?- digo, girándome hacia el cliente.
- Hola, pues... Busco algún libro de novela negra, donde hayan muchas muertes, si pudiera ser.
(Si quieres te enseño el bolso y te inspiras, pienso).
- ¿Ah, ya... ¿Algún autor en concreto? ¿Qué acostumbra usted a leer?¿Dashiell Hammet?¿James Ellroy?¿Simenon?
- No sé, no leo mucho, más bien veo películas, veo muchas películas. Me encanta Tarantino, es el mejor. Mi preferida es “Pulp Fiction”. Y bueno, querría leerme alguna novela de este estilo.
- Muy bien. Creo que tengo lo que busca- saco un libro de una estantería de la derecha-: “El poder de las tinieblas”, de John Connolly. Es el segundo de la serie del detective Charlie Parker; es bestial, se acojonará vivo. Aquí el malo es el más malo que uno se pueda encontrar: es el diablo en persona.

(http://www.youtube.com/watch?v=9bLzez2DLxY)

El cliente agarra el libro , le da la vuelta, lo acaricia...
- Le va a encantar, se lo aseguro.
- Vale, me lo quedo.

- Esto ha sido como besar el muerto, digo, el santo- dijo Kurt, jocoso.
Claire rió con ganas.
- Si, y que lo digas, Bueno, a las penas puñaladas, que se suele decir. Voy a dónde ha metido Peter a la pobre Chinchette. Cuando vaya para casa te llamo.
- Vale. Te quiero.
- Ya, y yo, qué te pensabas. Hasta luego.



Hacía poco que Claire y Kurt vivían juntos, y los tres gatos de ella aún vivían en su antigua casa. Bueno, realmente, sólo quedaban dos: Théo, un precioso gato de color zanahoria, había muerto hacía pocos meses, y lo habían enterrado en plena montaña, en los Alpes, en una finca perdida propiedad de la família de Kurt(*).
Sólo quedaban Otto y Chinchette. Bueno, Chinchette ya no.
Kurt abrió el congelador, sacó todo lo que había dentro y lo dejó como los chorros del oro. Colocó los alimentos en la estantería de arriba y la otra la dejó vacía, con espacio suficiente.


Por la noche, Claire llegó a casa sudorosa.
- Anda que no pesa esto! Menos mal que he pillado a tiempo el autobús...- masculló sonriente, mientras dejaba el bolso encima de la mesa del comedor.
- Mira...- dijo Kurt, abriendo la puerta del congelador.
- ¡Haaaala, qué bien! Eres un monstruo.
Claire sacó del bolso una caja de zapatos.
- No veas, Kurt, la historia para meter a la Chinchette aquí dentro. Se lo he contado a Peter, no he tenido más remedio, y después de la sorpresa me ha ayudado a cambiarla de de lugar, que con el rigor mortis no había manera.


- Creeck!

- Vaya, Claire, lo siento. Creo que le he partido una pata, intentando meterla dentro de la caja...
- No te preocupes, ya no viene de aquí. ¿Así cabe, no? Pues ya está bien.


- No, si lo que a ti no te pase...- rió Kurt.
Colocó la caja en el congelador. Claire dijo:
- Perfecto. De a quí a dos semanas la enterraremos al lado de Théo. Estarán bien.
- Pues claro.

Al la mañana siguiente, Kurt dormía profundamente, tenía fiesta. Claire, antes de salir de casa, le susurró al oído:
- Para comer tienes salchichas en el congelador. Te quiero mucho- dijo, dándole unos cuantos besos en las mejillas.
- Mmmm... Vale, gracias. Ya, y yo, qué te pensabas...- y Kurt, sonriente y feliz, se giró hacia el lado contrario.

Aquel día, Kurt comió, de menú, en el Deux Mille, una estupenda brasserie cercana a su casa.

dimecres, 24 de febrer del 2010

TIENES LA SOPA FRÍA


- Tienes la sopa fría.
Tomás escuchaba esta frase todos los días de labios de su mujer, mientras ésta recogía su propio plato. Ella lo decía con sorna, ya se había acostumbrado a que su marido llegara siempre una hora tarde a la mesa. Aunque a veces lo deseara, tampoco se atrevía a regañarle, se arriesgaba a una catarata de improperios.
Tomás se sentaba y sólo abría la boca para tomarse la maldita sopa helada.
Y todo por culpa del aparcamiento.
Todos los días, desde que se mudaron a aquel barrio, hacía ya varios años, le ocurría la misma historia. Una vez terminada su jornada laboral volvía a su casa, y se pasaba una hora larga dando vueltas hasta encontrar un lugar donde aparcar. Era un barrio densamente poblado y, evidentemente, había exceso de automóviles. Hasta que instalaron la zona azul y la grúa empezó a arruinar con esmero a los habitantes del barrio, aún se podía estacionar sin demasiados problemas; incluso, si no había aparcamiento, se podía dejar el coche encima de la acera y no pasaba nada.
Todo esto cambió poco antes de que Tomás Expósito y Gertrudis Gómez compraran el piso. Qué mala suerte.
Por eso la sopa siempre estaba fría.
- Tienes la sopa fría.
Con el tiempo, la madre de Gertru se trasladó a vivir a casa de su hija. A Tomás sólo le faltaba esto. Su suegra, Merche, en el mismo techo.
Ésta, una vez se instaló y se sintió cómoda en su nuevo hogar, empezó a martirizarle con sus comentarios sarcásticos. Como si no tuviera bastante con el suplicio de no poder aparcar, encima debía aguantar también a la señora Merche.
La ironía le gustaba, pero el sarcasmo era algo que Tomás apenas soportaba, y de su suegra aún menos.
La batería de puyas y reproches solapados fue en aumento con el tiempo, y entre una cosa y otra, Tomás ya no podía más.
La gota exasperada que colmó el vaso fue una frase que, como se vio más tarde, resultó de lo más desafortunada, sobretodo para la señora Merche. Un día, mientras Tomás comía en silencio la maldita sopa fría, su suegra le soltó:
- Qué, Tomasín (¡encima le llamaba así!)… ¿Cuándo vas a decidirte a tener un hijo? Porque no os oigo por las noches, la verdad. Ahora que, igual eres estéril…
- ¡Mamá! ¡Por favor!- protestó Gertru desde la cocina.
Tomás no abrió la boca. Dejó la cuchara en la mesa, se levantó, cogió el abrigo y salió de casa dando un portazo.
- Hija, qué susceptible llega a ser tu marido…- refunfuñó la señora Merche.
Gertrudis Gómez miró a su madre casi malamente:
- Joder, mamá, ¿tanto te cuesta aguantarte de soltar por la boca la primera tontería que se te pasa por la cabeza? Si es que siempre estás igual...
Tomás tenía que hacer algo, aquello no podía continuar así. Necesitaba un plan, así que se fue a pensar al bar de la esquina.
Pasadas las once, volvió a casa, contento por más de un motivo. Si decir nada a nadie, ni tan siquiera al gato, se acostó y se durmió con una sonrisa.
Ya tenía su plan.
Al día siguiente el humor y la actitud de Tomás cambió completamente. Se volvió hablador, amable, sonriente y muy solícito, sobretodo con su suegra Merche. Ésta estaba descolocada, no sabía qué pensar. “Mmmmm, qué rica está esta sopa!”, exclamaba él con alborozo, aunque la sopa de marras seguía congelada; “deje, deje, señora Merche, ya le lavo yo los platos”, decía, cuando no había tocado una pica en su vida; “hoy le acompaño al mercado; ya le llevo yo el carrito, que usted ya no está para esos trotes: ande, déme, déme”, y la señora Merche se quedaba sin palabras, mientras Tomás le agarraba el carrito de la compra, le abría la puerta del piso y llamaba al ascensor mientras ofrecía a su suegra su sonrisa más radiante.
Gertrudis, su esposa, también andaba algo escamada, pero como era de observar mucho y hablar poco, no decía apenas nada.
- Este Tomás...- musitaba para sus adentros de vez en cuando.
Pasaron los días, y Tomás continuaba con su nueva personalidad. La señora Merche bajó la guardia, con el tiempo, incluso le empezó a coger cierto aprecio a su yerno, y se mostraba más alegre y simpática.
- Por el camino verde que lleva a la ermitaaaaaaaaa...-.
- Esto sí que es raro, mi madre cantando mientras barre. Lo nunca visto-, pensaba Gertru, atónita.
Un sábado, de buena mañana, la señora Merche se dispuso, con su carrito de la compra a cuadros escoceses del clan de los McPherson, a ir al mercado. Tomás se había levantado incluso antes que ella, y había preparado un buen desayuno para ambos.
- Ande, señora Merche, que esta tostada con mermelada de arándanos está para morirse... Coma, coma...
- Jiji, tú lo que quieres es que me cebe más y que me suba el colesterol, canallín-, respondía la suegra mientras hincaba el diente a la tostada.
Cundo acabaron de desayunar, Tomás cogió el carrito escocés:
- Venga, señora Merche, que le acompaño al mercado.
Abrió la puerta del piso, mientras su suegra se ponía el abrigo, y llamó al ascensor. Cuando llegó éste al rellano lo atrancó, y simuló que no funcionaba.
- Vaya, lo siento mucho, señora Merche, pero el ascensor no va bien; está encallado, maldita sea. Habrá que llamar a los de las averías. Pero bueno, no se preocupe, que sólo son dos pisos. Vaya bajando con cuidado, que ya voy. Y agárrese bien de la barandilla, no se me vaya a caer.
La suegra obedeció, y se dispuso a bajar por las escaleras cautelosamente.
Llegó el momento.
Tomás, que se encontraba a espaldas de ella, simuló tropezar y la empujó violentamente hacia abajo.
-¡Uuuaaaahh!
La señora Merche rodó durante veinticinco escalones, hasta que se detuvo, inerte, en el rellano.
- ¡Señora Merche! ¡Señora Merche! ¡Dios mío! ¡Gertru!¡Gertru!¡Corre, de prisa, llama a una ambulancia, tu madre se ha caído por les escaleras!
Mientras bajaba corriendo a atender a su suegra y su mujer telefoneaba al 061, Tomás rezaba para que no muriera.
- Esperemos que no la palme, si no me jode el invento-, pensó.
La jugada le salió redonda: la señora Merche se rompió unas cuantas vértebras producto de la caída; en consecuencia, quedó parapléjica, postrada en silla de ruedas para el resto de su vida, y sin poder apenas articular palabra. Por consiguiente, Tomás fue al ayuntamiento y solicitó un aparcamiento para minusválidos delante del portal de su bloque de pisos.
Después del pertinente papeleo, al cabo de poco vinieron los operarios municipales, pintaron unas líneas amarillas delante de su casa y colocaron el distintivo de minusválido, además de la señal. En ésta se podía ver con letras bien grandes: 7669-DNS, la matrícula del coche de Tomás.






A pesar de que tuvo que hacer modificaciones para que a su suegra se la pudiera acomodar en el auto, y que periódicamente debía llevarla al hospital, Tomás estaba radiante. Se acabaron los problemas de aparcamiento y de tomar siempre la sopa fría.
Y de señora Merche, ya puestos.
La que no lo tenía tan claro era Gertrudis. No entendía aquel lejano cambio repentino de humor de su marido, ni tampoco que, después del accidente de su suegra, a quien él parecía que apreciaba mucho, continuara feliz y risueño. Además, misteriosamente, se olvidó de lavar los platos, de retirar la mesa y de ir al mercado.
Todo volvía a ser como antes, sólo que con la señora Merche parapléjica, de la que se cuidaba únicamente Gertrudis.
- Tomás, podrías ayudarme con mi madre de vez en cuando, ¿no te parece?
- Es tu madre, Gertru… Además, me parece que violentaría su intimidad, aunque no hable y no sepamos si nos escucha o no. ¿Comprendes?
- Bueno, visto así… Pero yo…
- Perdona, luego hablamos, ¿de acuerdo? Tengo que ir a lavar al coche –se excusó, mirando su automóvil desde el balcón.
En pocos días, la señora Merche perdió toda su fortaleza física y mental. Se iba apagando poco a poco. No obstante, cuando Tomás pasaba cerca de ella, su mirada se transformaba en rabia y odio, y parecía que quería musitar algo, pero no lograba decir nada, se quedaba en el intento.
A veces, a Tomás le parecía que ella sabía que él era el culpable de su situación. Gertru también recelaba, pero no tenía pruebas y optaba por el silencio.
Una tarde en que Gertrudis se encontraba de compras, Tomás estaba en casa, en compañía de su suegra. Observaba distraído una corrida de toros que ponían en la tele; ya estaba a punto de dormirse cuando…
- Vous avez la soupe froide.
Tomás se despertó de golpe.
- ¡Anda, si la suegra habla! ¡Y en francés!
La señora Merche ladeó la cabeza hacia él, como buenamente pudo:
- Je sais que tu as été, porc maudit… Celle-ci tu me la paies…
Tomás se rascó la cabeza, mientras se levantaba del sofá:
- No tengo ni idea de lo que está diciendo. Se ha vuelto loca, la pobre…
Al cabo de un rato, Gertrudis volvió de la compra. Tomás no le dijo que su madre había hablado.
- Gertru, ahora que ya has llegado, salgo. Voy a lavar el coche.
- Le vas a quitar la pintura, de tanto lavarlo-, contestó.
Cuando Tomás se fue, Gertrudis se dirigió al lavadero y sacó la ropa de la lavadora para tenderla.
- Mamá, vuelvo enseguida, voy arriba a la terraza a tender la ropa.
En cuanto desapareció por la puerta, la señora Merche, sacando movilidad de no se sabe dónde, movió las ruedas de la silla y se acercó al balcón. Era verano, y el ventanal estaba abierto. Haciendo un supremo esfuerzo, se agarró a la baranda, se encaramó como pudo y se lanzó al vacío, cayendo encima del coche de Tomás, que lo estaba lavando.
Murió en el acto. Y casi también su yerno, del susto que se pegó.
El coche quedó destrozado: siniestro total.
Al cabo de dos días, saliendo del tanatorio, Tomás le preguntó a su mujer:
- Oye, Gertru… ¿tu madre sabía hablar francés?
- No -, respondió ella con sequedad.
Al morir la señora Merche, y como ya no había coche, el ayuntamiento retiró el aparcamiento exclusivo a Tomás. Ahora tenía que coger el transporte público, llegaba cada noche a las quinientas, y la sopa continuaba fría.
Un buen día, al volver a casa, se encontró con que no había sopa. Ni sopa ni nada de nada. Tan sólo una nota. Era de Gertrudis.
La abrió y la leyó:
“Vous avez la soupe froide, hijo de la gran puta. Estéril, más que estéril.
Hasta nunca”.