dijous, 26 de març del 2009

CANDI & BLAS


Blas era mi vecino, pared con pared. Yo había alquilado un piso en el barrio del Gas, donde vivían la mayoría de mis amigos. Era la época joven fiestera, uno se puede imaginar lo que se cocía en casa. Lo compartía con dos más, el Yemen y el Juanma, ya que mi sueldo no daba para pagar el alquiler yo solo.
Mi puerta era el tercero segunda. La de Blas, el tercero tercera. Era repartidor de donuts. El tipo se dedicaba también a hacer trapicheos de hachís, lo cual a todos nosotros nos iba de perlas.


Camello. Obsérvese los dientes marrones, de tanto fumar porros...

Un camello en tu propia planta, vaya lujo. Ni el propio Maradona gozó de tal privilegio.

Blas era más bien alto, de chata nariz, de la que habitualmente le colgaban mocos que retiraba estratégicamente de vez en cuando con ruidosos sonidos nasales (bueno, eso fue luego, cuando se cambió de droga), y vivía con su pareja, la Candelaria, una mujer delgada con cara de loca, que daba miedo e iba vestida extremadamente mal. Perdón, de manera extremada, que queda más fino. Era funcionaria de prisiones en Wad-Ras, la cárcel de mujeres de Barcelona –una vez salió en las noticias, disfrazada con una peluca rubia, por un parto de una reclusa, sin asistencia médica, a pelo, que tuvo lugar una noche en la prisión. Según parece, ella era la que estaba de guardia-. No la veíamos mucho, aunque sí escuchábamos su voz de vez en cuando.
Sus gritos, más bien.
Y no eran por follar, qué va. Cuando en mi casa no había sarao, algo no demasiado habitual, y había silencio, se oían de vez en cuando las peleas entre la Candi y el Blas, siempre a grito pelado, berridos mezclados con ruidos de objetos que se rompían, golpes en las paredes, portazos y esas cosas.
Nosotros no hacíamos mucho caso. De hecho, más bien nos daba la risa.
Entré un par de veces en aquel piso (normalmente era él quien nos hacía la visita comercial). Estaba todo hecho un desastre, la mugre campaba encantada a sus anchas. Estaba mucho peor que el nuestro, que ya era decir. Pero no me quiero extender en lo guarros que eran: sólo diré, a modo de muestra, que los ceniceros los vaciaban directamente en el suelo.
Una tarde-noche nos encontrábamos Raúl (q.e.p.d) y yo sentados en la barra del Musical, nuestro bar habitual y punto de reunión. No había nadie más, aparte del Vicente, el dueño, detrás de la barra. Supongo que sonaban los Kool & The Gang de los cojones, o los Earth, Wind & Fire, para variar.
Sigue pinchando lo mismo, el muy paliza.
Entró Blas.
- Hombre, Blas, qué haces, cómo te va la vida-, le preguntó Raúl.
- Pues ya ves, aquí a pedirme un bocata, que hoy no he comido nada, y estoy harto de tanto donut.
- No me extraña, seguro que los odias, de tanto verlos-, tercié yo.
- Ya te digo… Vicente, hazme un bocata de lomo con queso, y me pones una cerveza-, dijo mientras se sentaba en un taburete, algo alejado de nosotros.
Seguimos Raúl y yo con nuestros quehaceres, o sea, dejar pasar el tiempo, fumando un cigarro, mirando al suelo, a la ventana, al Blas, al Vicente, a la rubia que pasaba delante de la puerta del bar, etc. De vez en cuando comentábamos alguna cosa, más que nada por decir algo.
Hacíamos lo mismo, más o menos, que los ancianos que miran las obras.
Al Blas le sirvieron el bocata y empezó a comer.
Al cabo de pocos minutos, apareció la Candi en la puerta del bar, en posición antidisturbios pero sin porra:
- ¡Ah, estás aquí, hijo de la gran puta!
Se dirigió a Blas con paso decidido y le arreó una bofetada en la cara que le lanzó el bocadillo a la otra punta del bar.




- ¡Mamón!¡Cabronazo!¿No te he dicho esta mañana que no tenía llaves de casa? Me cago en la puta, llevo dos horas en la calle llamando para que me abras!¡Y aquí el señorito comiendo tranquilamente!-, escupió la Candelaria, fuera de si.
Raúl, el Vicente y yo nos quedamos absortos, quietecitos, sin saber qué hacer. Igual a la Candelaria le daba por pegarnos también.
Mientras ella seguía despotricando, el Blas no dijo nada. Se mesó la mejilla, se levantó del taburete y fue a recoger el bocadillo desparramado por el bar, lo arregló como pudo y lo volvió a dejar en el plato. Luego se dirigió a la Candi y la cogió por el brazo:
- Anda, vamos pa fuera.
Nosotros nos quedamos de pasta de boniato, sin decir nada por la emocionante visión de aquel espectáculo.
Al cabo de cinco minutos volvió el Blas. Sin decir palabra, volvió a sentarse en el taburete y se acabó el bocadillo. Qué guarro.

El bocata, antes de volar por los aires.

Supongo que el Blas se llevó a la Candelaria a una esquina y, antes de darle las llaves, le arreó unos cuantos guantazos. Apuesto una caja de quintos a que ocurrió exactamente eso.



Como bien se puede apreciar, se amaban con locura.