divendres, 17 d’octubre del 2008

... Y MI PRIMO SE SUICIDÓ


Esto es Sauvanyà, el pueblo más bonito y más alejado del municipio de la Ribera d'Urgellet, donde no vive nadie desde hace muchos años. Para entrar en la iglesia hay que pisar las tumbas del jardín, que hace las veces de cementerio.

La Borda, la casa donde nació mi abuela Pepeta (la otra) se encuentra al otro lado del Segre, casi enfrente de Cal Maties, donde nació mi padre, entre el Pla de Sant Tirs y Organyà (Alt Urgell). Es realidad no se trata de una casa, sino de una mansión del siglo XV o XVI, según me contaron. Tiene más de cuarenta habitaciones, capilla, establos, una gran era (no sé cómo se dice en castellano), buenas tierras cerca del río y no sé cuántas cosas más. Perteneció a un señorón de Barcelona que no subía nunca, ya que antes era una verdadera odisea, viajar hasta allí: se podía tardar tranquilamente, en carro, una semanita.
Finalmente vendieron la finca a los masovers (tampoco sé cómo se dice en castellano), o sea, a la familia de mi abuela, supongo que a finales del siglo XIX.
Creo que a la familia de mi abuela les gustaba el siglo XIX. Sus costumbres eran de esa época: se levantaban al alba y se encerraban al caer el sol, como antes. Trabajaban la tierra como antes, aunque tenían un tractor. Cuatro cerdos, gallinas, algún pato, conejos, y doce vacas, a las que el marido de la sobrina de mi abuela cepillaba cada tarde antes de ordeñarlas: ¿dónde se ha visto que las vacas se cepillen?.
En todo caso, será un toro, el que se cepilla a las vacas.
Cuando íbamos, muy de tarde en tarde, con mi madre a hacerles una visita, era como meterse en la máquina del tiempo. Sólo ocupaban una cuarta parte de la casa. Las paredes estaban pintadas de marrón oscuro, sin apenas muebles, y como no abrían las luces te creaba un sentimiento de soledad e inquietud. Nunca entré en las habitaciones, pero supongo que serían igual de austeras.
Hacían vida en la cocina. Se sentaban todos alrededor de la estufa-cocina, de hierro macizo, y allí pasaban el tiempo, después de cenar, silenciosos, antes de irse a dormir: el hermano de mi abuela, Josep Llach, su mujer, Maria Solé, vestida de negro con pañuelo negro, la cual, una vez casada, nunca jamás volvió a salir de La Borda, ni tan solo para ir a visitar a su cuñada Pepeta, que vivía a cien metros (bueno, sí, salió una vez, pero ya muerta); su hija Carmeta, su marido (el del cepillo), y los hijos de éstos, Carme, Josep y Pilar.
Nuestras visitas eran todo un acontecimiento: atravesando casi a tientas el pasillo, llegábamos hasta la cocina, donde nos recibían por todo lo alto: un plato con galletas María Fontaneda y un vino blanco dentro de una botella de Anís del Mono sin la etiqueta, tan antigua que era casi opaca.
Allí hablábamos del tiempo y poca cosa más. Bueno, en realidad sólo hablaba mi madre, ellos no es que fueran muy dicharacheros…
Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo subíamos a casa de mis abuelos la primera quincena de septiembre, ante de empezar el colegio. Como mi tía era la maestra de los Hostalets, aprovechaba y nos daba clases a todos los primos, de unos y de otros, y a todo crío que estuviera por allí. En total, quince o veinte niños.
Los de La Borda también iban. Eran un poco raros, la verdad, tímidos, y no parecían muy espabilados. El Josep era el más apocado de los dos (Pilar aún no había nacido), tenía cara de pena, hablaba poco, se relacionaba menos y, encima, mi tía la profe le metía la bronca porque no se enteraba de nada.
Aunque mi tía Montse nos pegaba la bronca a todos, sin excepción, no es porque le tuviera manía. Recuerdo una niña que entraba a clase torcida, andaba hacia un lado, no sé si por el peso de los libros en la cartera o qué, pero gracias a los gritos de mi tía y al miedo que le daba estoy convencido que que hoy anda como una grulla, de tan recta que va.
Creo que, después de la infancia, no volví a ver a mi primo Josep. Si acaso, en alguna boda, comunión, o algún día de Navidad.
Al cabo de unos años, cuando yo ya me había ido de casa a buscarme la vida, me llamó mi madre, diciéndome que el Josep se había suicidado. Cogió una escopeta de caza, la cargó (claro), se dirigió a la parte de atrás del pajar.
Se metió el cañón en la boca y disparó. Según parece, no lo hizo muy bien, y sufrió bastante, antes de morir.
Encontraron una nota que el Josep había escrito, que decía, entre otras cosas, que la vida que allí llevaban no era vida, y que no había estado nunca con una mujer.
Y que se vendieran la casa.
Tenía veintidós años.
Al cabo de un tiempo, la familia vendió La Borda a un andorrano, que aún la está restaurando, y se fue a vivir a una casita en La Seu d’Urgell.



Y supongo que deben seguir allí, alrededor del fuego…