dilluns, 12 de novembre del 2007

LUCRECIO

Lo de Lucrecio tuvo cojones. Anteayer se levantó de buena mañana para ir a trabajar, como cada día, y, después de andar tres cuartos de hora, cuando llegó al metro se dio cuenta de que se había olvidado la cartera y no llevaba dinero. Para no volver a su casa, mendigó un poco por la estación, y al cabo de poco consiguió el suficiente dinero para comprarse un billete. Lucrecio, viendo que le había ido bien la cosa, siguió mendigando un rato más hasta que tuvo para conseguir un abono múltiple.
Ya iba a pedir a la peña para una lavadora, cuande se acordó de que llegaba tarde al trabajo.
Así que se subió al vagon a toda prisa. Mientras pensaba en lo que le iba a contar a su jefe, entre Urquinaona y Arc de Triomf de golpe se paró el metro y se fue la luz. El vagón estaba a rebosar, pero Lucrecio, hombre práctico, se las apañó para buscarse un rinconcillo y quedarse dormido, pues tenía un sueño del copón.
Cuando ya estaba en el limbo (y eso que ya no existe), alguien le despertó de una hostia en la cara. Lucrecio, sobresaltado, miró y miró y por mucho que miró no vio nada: aún no había vuelto la luz, y el vagón seguía parado. Mientras sopesaba si liarse a guantazos a oscuras o qué, porque no veía otra opción, la electricidad volvió, y con ella también la luz, y el metro reanudó su marcha.
Lucrecio se lo pensó mejor, le daba apuro montar un cirio en el metro, con tanta gente y a esas horas. En la siguiente parada se apeó.
Lucrecio pensó entonces que en coche llegaría antes. Pero sólo tenía un abono múltiple y eso no servía para un taxi, así que recordó lo bueno que era mendigando y se puso a ello en plena plaça Catalunya. Realmente se le daba bien, pues recaudó en media hora el triple que un fontanero en ocho, que ya es decir, y ya estaba pensando en la decoración de cuando tuviera su chalet cuando, para variar, pasaron por allí los mozos, quienes iban a ser…
Tal como estaba previsto, se lo llevaron a comisaría, y tras prestar declaración le dejaron ir, no sin antes mendigarle diez euros al sargento para coger el autobús y comerse un bocadillo de chistorra.
Como aún tenía el abono múltiple, Lucrecio se guardó los diez euros y se fue andando a casa. Estaba a un par de horas, pero ya no tenía prisa. De vez en cuando, por el camino, pedía un poco, así para distraerse, y con la tontería cuando llegó al barrio tenía más de cincuenta euros en palanca.
Y pensó, mirando el dinero, que había descubierto su vocación, y que mañana ya vería qué hacer.
Entonces Lucrecio entró en el bar, donde estábamos toda la peña, pagó unas cuantas rondas y entre quintos, risa y más quintos nos contó esta historia.
No sé si vio qué hacer al día siguiente. Aún no se ha levantado.

CARTA A UN JOVEN ESPAÑOL

Queridísimo Ceferino:
He releído más de cincuenta veces tu carta, y una y otra vez he debido rendirme a mis impulsos más primarios y libidinosos, hasta llegar irremediablemente al éxtasis más profundo.
Llevo cincuenta y extraño es que no haya ídoseme la cuenta.
Esta situación resolverse debe con la mayor celeridad posible en aras de nuestra salud, caballo mío. Mi ansia es tal que no se detendrá hasta que tres semanas enteras cabalguemos juntos, sinténdome ensartada por tu trabuco ardoroso.
Es tal mi desesperación que si, llevado por tu ímpetu animal, llegara tu ariete a reventarme los cuencos de los ojos, mi dicha sería igual de placentera, y no me importaría en absoluto pasar a formar parte del mundo de las tinieblas, siempre que tu poderoso cilindro me engatillara igualmente cuantos turnos fueran posibles.
Ansiosa y chorreante te esperaré con todo abierto, incluso la ventana, mañana al anochecer, veinte minutos después de que háyase puesto el sol.
Y, sobretodo, no te olvides, mi macho español, acudir a la cita acompañado de nuestra amada bandera rojigualda, para envolvernos en ella mientras fornicamos salvajemente, como buenos católicos que somos.
Y que lleve el águila de San Juan, pues eso ya me desata del todo.

Tuya que jadea,

María José Aznar, doncella del Reino de España.