
El genio, con sus vergüenzas al aire, se acercó a un anticuario para vender la lámpara, pues necesitaba dinero para comprarse unos gallumbos. Entonces pensó: “qué gilipollas soy, antes podía haber pedido un deseo para mí mismo, como un poco de dinero para dietas y gastos varios, joder. Ahora me da pena desprenderme de mi antiguo hogar”. Con tantos años allí encerrado le había cogido cariño, a la dichosa lámpara.
El anticuario hizo como que no veía la desfachatez impúdica de aquel tipo, ya que aquella oferta le pareció un posible negocio. Le compró la lámpara a un precio irrisorio, aunque a Bernardo, el antiguo genio, le pareció bien, pues antes había pasado por una tienda de gallumbos y aquello le daba para un par de ellos.
La mujer de la tienda, al ver entrar a aquel hombre de esa guisa, soltó un alarido de estupor, escándalo y vergüenza, y se escondió en la trastienda, donde guardaban todas las bragas. La otra dependienta, más joven, liberal y mujer de mundo, sonrió (vete a saber porqué) y le vendió dos calzoncillos, uno mil rayas y el otro verde pistacho, tipo boxer.
Horrorosos los dos, por cierto.
Pero como Bernardo, fuera de su lámpara, no se enteraba de nada, pagó y salió ufano a la calle luciendo sus gallumbos nuevos de trinca.
Cruzó la calle sin mirar (no tenía esa costumbre) y claro, en ese momento pasó el camión del butano a toda pastilla, aplastando al antiguo genio. Al conductor le acababan de llamar desde la clínica, su mujer había dado a luz y se iba pitando hacia allí, a celebrar más superpoblación en el mundo.
Al pobre Bernardo no le dio ni tiempo de pensar: “joder, si lo sé me quedo en la lámpara”.
La dependienta más joven salió al oir el golpe y al ver aquello lloró desconsoladamente, pues había visto algo en el genio difícil de ver en otros hombres.
El destino no le dio tiempo a comprobar nada...
“Jo”, pensó la mujer mientras se enjugaba las copiosas lágrimas con unas bragas de manga larga.
El anticuario hizo como que no veía la desfachatez impúdica de aquel tipo, ya que aquella oferta le pareció un posible negocio. Le compró la lámpara a un precio irrisorio, aunque a Bernardo, el antiguo genio, le pareció bien, pues antes había pasado por una tienda de gallumbos y aquello le daba para un par de ellos.
La mujer de la tienda, al ver entrar a aquel hombre de esa guisa, soltó un alarido de estupor, escándalo y vergüenza, y se escondió en la trastienda, donde guardaban todas las bragas. La otra dependienta, más joven, liberal y mujer de mundo, sonrió (vete a saber porqué) y le vendió dos calzoncillos, uno mil rayas y el otro verde pistacho, tipo boxer.
Horrorosos los dos, por cierto.
Pero como Bernardo, fuera de su lámpara, no se enteraba de nada, pagó y salió ufano a la calle luciendo sus gallumbos nuevos de trinca.
Cruzó la calle sin mirar (no tenía esa costumbre) y claro, en ese momento pasó el camión del butano a toda pastilla, aplastando al antiguo genio. Al conductor le acababan de llamar desde la clínica, su mujer había dado a luz y se iba pitando hacia allí, a celebrar más superpoblación en el mundo.
Al pobre Bernardo no le dio ni tiempo de pensar: “joder, si lo sé me quedo en la lámpara”.
La dependienta más joven salió al oir el golpe y al ver aquello lloró desconsoladamente, pues había visto algo en el genio difícil de ver en otros hombres.
El destino no le dio tiempo a comprobar nada...
“Jo”, pensó la mujer mientras se enjugaba las copiosas lágrimas con unas bragas de manga larga.