divendres, 29 de maig del 2009

MADAME BUTTERFLY




Tiburcio se despertó temprano, como casi siempre. El día amaneció repleto de nubes, tapado, como cuando se te taponan las narices de vez en cuando. Se duchó rápidamente, cosa rarísima en él. El motivo de tal acontecimiento era que debía desplazarse hasta la ciudad a ver al notario para no se qué de una herencia. En su última visita le soltó tal bronca de lo guarro que iba que casi le da un infarto, al pobre Tiburcio.
Bueno, y al notario también, del hedor tiburcil.
Pues eso, que se duchó. Se arregló las uñas con una lima triangular de seis pulgadas, se afeitó después de tres meses, se peinó con el rastrillo de su tía abuela e incluso se lavó los dientes con un estropajo de níquel y jabón Lagarto.
Mientras se abotonaba su única camisa, de color blanco vainilla, acartonada después de reposar unos cuantos lustros en el baúl, miraba por la ventana medio distraído. En ese momento, apareció volando un tordo que se posó en el alféizar, soltando un truño excesivo para tan poco pájaro.
Le tocaba los pimientos esa visita y todo el trabajo previo que comportaba, sabía que lo de la herencia no podía ser nada que cambiara significativamente su vida; al fin y al cabo, por lo que sabía, sus ancestros no habían tenido mejor suerte que él, o sea que también eran unos pringados y poco podía esperarse de ellos. Pero, no obstante, y como dicen que la mierda trae suerte, tras recibir el impacto de la del inoportuno tordo decidió dar rienda suelta a su imaginación, pensando que quizás la fortuna se aliaría con él. Se desperezó, se sonó las narices ostentosamente -única herencia valiosa que había recibido de sus monteses antepasados- y tras lanzar un par de escalofriantes carrasperas se tumbó al sol para soñar un rato, antes de dirigirse a la parada para intentar colarse en algún autobús que le llevara a la ciudad.
Pero no pudo soñar nada, el del tercero segunda se puso a cantar “Madame Butterfly” a grito pelado, como cada día y, también como cada día, los demás vecinos lanzaron a su balcón piedras, tomates, huevos, chorizos, tuercas y melones; Tibur, incluso, subió hasta el alféizar de su ventana y le tiró el truño del tordo. Mediado el segundo acto, el dichoso cantante se calló.
Pero la lluvia ya había calado a todo el mundo. A todos menos a Tiburcio, quien se puso antes un traje de buzo, sabiendo lo que acarreaba que el vecino berreara.
- Cualquier día de estos me lo cargo-, pensó Tiburcio mientras se desprendía del disfraz.
Encima tuvo que pagar el billete de autobús, ya que el autobusero lo tenía clichado y no hubo manera de colarse.
Cuando llegó, tarde (el conductor, ya mayor, tenía incontinencia y tuvo que parar a orinar diecisiete veces), a la oficina del notario, éste ya se había largado. La secretaria, que ya se iba a comer con su tía Vicenta (la que vende chicles de menta) le dijo a Tiburcio que su jefe acababa de irse a pasar la ITV de su boa constrictor, que ya no podía esperarle más -qué falta de seriedad tiene usted, Don Tiburcio, pero me alegro mucho que se haya lavado, no sabe lo que vomité la ultima vez, vaya tufo que desprendía, oiga-, y que le había dejado una carta y un sobre cuadrado –firme aquí, conforme lo ha recibido-.
Le dio las gracias -se podía haber guardado los comentarios, señora Gertru, déle recuerdos a la pesada de su tía, y dígale que es una carera, qué es eso de que un chicle de menta cueste dos euros, carera, más que carera- y se alejó calle abajo, mientras abría el sobre. Era una carta escrita a mano con una letra muy cuidada. Decía así:
“Estimado sobrino:
Qué falta de seriedad llegar tarde a la lectura de mi testamento, y más cuando eres el único heredero. He pensado en desheredarte y dárselo todo a la PPZP (Plataforma Pro Zapatos de Plataforma), pero finalmente me ha tirado más la sangre, qué le vamos a hacer.
Supongo que no debes tener ni idea de que yo existía (porque ya se me llevó la Parca), pero soy tu tío Matías, que lo sepas, el hermano de tu padre. Hace muchos años tuve que huir del país huyendo de la justicia porque dejé monórquido a un hombre en un arrebato celoso-sexual (si no sabes qué significa consulta al María Moliner o lee la biografía no autorizada de Franco y entenderás), me instalé en Honduras y de allí no me he movido hasta que me han metido en una caja de pino pintada de fucsia. Tu padre no quiso saber jamás nada de mí, ni él ni nadie; imagino que jamás te hablaría de que tenía un hermano”.
Pues no, Tiburcio no tenía ni idea. Además, su padre nunca le había dirigido la palabra: era mudo.
“Como nunca me casé ni he tenido descendencia te dejo todas mis pertenencias porque me da la gana. Siento que no tenga más que ofrecerte, siempre he sido un fiestero y lo que gané cantando óperas en cabarets vestido de diva me lo fundí. Sólo me ha quedado este paquetito, que es para ti. Es mi joya más preciada, le tengo mucho cariño. Cuídalo con esmero, por favor.
Bueno, pues ya está. Que me he muerto.
Cuídate mucho, majo.
Un abrazo muy fuerte desde el limbo, que no existe.

Tuyo para siempre,

tu tío Matías.

Pd: Por cierto, qué cabronazo tu padre, mira que ponerte ese nombre…”.

Tiburcio volvió a colocar la carta en el sobre y se sentó en un banco del parque que estaba a orillas del río. Así que tenía un tío cabaretero que cantaba óperas. Pues qué bien. Miró el paquete. Estaba envuelto en papel de periódico, un ejemplar de “El Clarinete de Tegucigalpa” de 1994, página 47, la de cultura y espectáculos. Enmarcada con rotulador rojo, había una fotografía de un tipo perfectamente maquillado cantando en un escenario, vestido de Turandot. Tiburcio pensó que se trataría de su tío Matías.
El paquete tenía forma de disco de vinilo. Lo abrió y, efectivamente, era un disco, pero de piedra, por el peso. Una ópera. “Madame Butterfly”, de Giacomo Puccini, con Geraldine Farrar y Enrico Caruso. La portada tenía fecha de 1912. Realmente, era una joya, pero al heredero el bel canto más bien se la barnizaba.
- Mecagüen mi tío-, rezongó Tibur con una mueca de desagrado: se acababa de acordar del maldito vecino del tercero segunda-, ¿no tenía otro disco?-.
Sacó el disco de la funda. Ya estaba haciendo la pose del discóbolo de Mirón (sin desnudarse) para lanzarlo al río lo más lejos posible, cuando se detuvo. Se le acababa de ocurrir algo. Guardó el disco, lo volvió a empaquetar y se marchó a su casa a grandes pasos.
Al cabo de cinco minutos se acordó de que vivía a cuarenta y cinco kilómetros de allí, se dio la vuelta y se dirigió a la parada de autobús.
- Mira que llego a ser imbécil…
Cuando llegó, se fue directo a ver al vecino. Llamó. Al minuto abrió el vecino, el cual, al verle, se cubrió la cara con manos y brazos, pensando que le iba a dar la del pulpo.
- No, hombre, no, que no te voy a pegar, estate tranquilo. Sólo te quiero enseñar una cosa- le dijo Tibur, tranquilizándole.
Sacó el disco de la bolsa que llevaba y, sin abrirlo, se lo alargó al vecino.
- Ábrelo, anda.
Éste miró la pagina del periódico, extrañado, y abrió el paquete. Al ver el interior los ojos se le agrandaron como pelotas de tenis, y empezó a llorar como un niño, dando besos al disco sin parar.
- Qué, te gusta, eh?
El vecino miró a Tibur con ojos llorosos, asintiendo. La emoción que le embargaba le impedía articular palabra.
- Pues es tuyo. Te lo regalo.
Al decir esto, Plácido, que así se llamaba el vecino, se abalanzó sobre él, cubriéndole de besos por todas partes de la cabeza.
- Bueno, bueno, bueno, que no hay para tanto-, exclamó Tiburcio, intentando desembarazarse de aquel ataque amoroso-; además, te lo regalo, de acuerdo, pero con una condición.
Plácido se separó de mí, secándose las lágrimas.
- Lo que quieras, Tibur, lo que quieras. Snif, snif… Por esta maravilla hago lo que haga falta. Lo que sea –dijo, mirando la portada con ojos de enamorado.
Tiburcio sonrió.
- Bueno, no te preocupes, no voy a solicitarte favores sexuales. Y si no te importara, tampoco. Sólo quiero pedirte que te cambies de piso. Que te largues de aquí, vaya.
El vecino me miró sorprendido.
- Lo siento, pero es que no te aguantamos más, colega. Cualquier día alguno de nosotros hará una desgracia contigo. Vete con tu cante a otra parte, anda. Lo digo por tu bien, Plácido, de verdad.
Eso era mentira: Tiburcio lo hacía para no arrancarle la cabeza él mismo.
Observó durante un buen rato el disco, lo acarició, lo olfateó, lo sopesó, se lo llevó al corazón, miró los surcos, los contó uno por uno… Sólo le faltó lamerlo.
Al fin, Plácido levantó la cabeza y dijo:
- De acuerdo.
El semblante de Tibur resplandeció de alegría, pero le arrebató el disco de “Madame Butterfly”.
- Muy bien. Pues cuando te vayas, pasa por casa a recogerlo.
Y se marchó, henchido de honda satisfacción, como dice uno que no pega ni sello.
A los dos días, Plácido llamó a la puerta de Tiburcio.
- Vengo a recoger el disco. Me voy a vivir a Sierra Morena, he encontrado una casa que está en el V pino y allí podré cantar lo que me dé la gana.
Pobre fauna autóctona, pensó Tibur.
- Me parece perfecto. Toma. Le he sacado el polvo y todo, para que veas.
- Muchas gracias - respondió el vecino, de nuevo extasiado-. Pues nada, adiós.
- Nada nada, las gracias a mi tío Matías. Adiós, chato, buen viaje y que te vaya bien en tu nueva vida.
Cuando se marchó, Tibur vio como Plácido se alejaba en un camión de mudanzas, más contento que unas pascuas, cantando el aria "Un bél di vedremo".
Los demás vecinos habían salido a la calle al ver el camión y al cantante dentro de él, y no entendían qué es lo que estaba ocurriendo. Tiburcio bajó y les explicó lo sucedido con pelos y señales. Éstos se alegraron muchísimo y le felicitaron efusivamente: incluso le mantearon y todo.
Y le nombraron, por unánime unanimidad, presidente de la calle y de su escalera.
- Joder, pues no sé qué es peor -protestó Tibur-; si lo sé no le regalo el disco.