dimecres, 18 de febrer del 2009

EL CONDE DE MESTELLER


(O "Compte amb el conte del comte", en catalán)

El otro día fallecí. No, hombre, no, que es broma. Si no, de qué iba a poder contar lo que voy a escribir para todo ser que se tome la molestia de encontrar y leer mis papeles póstumos, que dejaré un día de estos en una baúl enterrado en el centro exacto del cráter del Ngorongoro.

Me encontraba, hace unos días en casa, tumbado en un sofá estilo Luis XVIII, herencia de mi bisabuelo, el también conde de Mesteller. No era uno de mis mejores días, realmente. Estaba muy deprimido, un día de aquellos en que no encuentras sentido a tu vida ni a la de nadie y todo te parece mal y hubieras o hubieses preferido no despertarte jamás.
Bueno, jamás jamás no, pero unos días sin pensar me hubieran ido de perlas.
Así me sentía, la vida es una mierda y todo eso. Ustedes se preguntarán, con cierta razón: cómo es posible que un conde como yo se pueda sentir tan tan hecho polvo, con el nivel social que tengo (y con la felicidad que, supuestamente, es consustancial a mi elevada posición) y con la vida económicamente solucionada? Pues que sepan, señoras y caballeros, que los condes también sufren , también tienen su corazoncito, y también, de vez en cuando , se sienten unos desgraciados.
Sea por un grano en la espalda, sea por un huevo frito mal hecho por mi sirvienta, sea porque a unos de mis caballos hoy no le apetece el forraje, sea porque mi zapato izquierdo se ha ensuciado por una deposición de paloma caída del cielo, sea por…
Mas iré al grano, al grano de pus, ese que tengo en la espalda.
Después de compadecerme de mí mismo unas cuantas horas, me harté y decidí ahogar mis penas en vino. Descorché con calma una botella de Saint-Émilion, reserva especial del 65, que por cierto vale un huevo, brindé conmigo mismo por mi depresión y me la casqué de un solo trago. Al momento, ya animadillo, abrí otra, aunque ésta me la bebí más xino-xano, como dicen en Catalunya.
Iba ya por la quinta botella, todas de ese magnífico caldo que es el Saint-Émilion, Bordeaux para más señas, y de ánimo empezaba a sentirme bastante mejor. Así que, evidentemente, me bebí dos más.
Por fin me sentía estupendamente. La euforia embriagadora que me embargaba transformó mi pensamiento en un torrente de confianza absoluta en mí mismo, sintiéndome capaz de cualquier cosa.
El vino me habia dado alas.
¿He dicho alas? Recordé que, cuando era un condito, siempre pensaba en volar. Quería volar. Veía a los mirlos y a las gaviotas mecerse al son del viento y les tenía una envidia que te cagas. Continuamente me preguntaba: ¿por qué no yo puedo volar como un pájaro?.
Ya de mayor acepté que eso era imposible pero, en aquel momento, mi percepción de las cosas era muy diferente de lo habitual.
Por eso decidí tirarme por la ventana, a echarme un vuelo por los dominios de mis posesiones. Subí a la torre del homenaje de mi suntuosa mansión, balanceándome y chocando contra las paredes debido a mi estado enolero. Me subí a duras penas sobre una almena y aspiré el viento fresco que por allí paseaba tranquilamente. Miré hacia abajo y, cosa extraña en mí, no sentí vértigo.
Y me lancé al vacío en forma de abanico, aún estando convencido de que me iba a arrear un tortazo monumental. No fue así como ocurrió: me dio por agitar las alas, digo, los brazos, y a escasos centímetros del suelo remonté el vuelo cual águila perdicera. Preso del delirio y de una inmensa felicidad, ascendí y ascendí aprovechando las térmicas, como los buitres leonados. Hacía un frío bestial, pero con mi bolinguez apenas lo notaba.
En eso estaba, gozando como un niño con mi nueva situación, cuando vi que se acercaba, volando también, un tren de cercanías. Sorprendido, le hice una señal y se detuvo ante mí. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla, abrió las puertas y me gritó:
- ¡Suba, conde de Mesteller!
Yo ya estaba un poco fatigado de tanto aletear, así que le obedecí y subí al tren. El conductor me contó que hacía el trayecto hasta Matadepera, y que se sentía muy feliz de tener un conde a su vera. Agradecido por el cumplido, dejé que besara mi mano, pero sin lengua. Le di conversación un rato. El hombre no paraba de hablar y era un poco pesado, pero me cayó bien.
Me cayó tan bien que me caí por la ventana, o me tiré, no me acuerdo demasiado. Volví a agitar las alas, pero aquello ya no funcionaba. Pero curiosamente, la caída no fue en picado, sino que me fui balanceando dulcemente, como una hoja de parra. Y claro, con la sensación de que me estuvieran acunando, me quedé profundamente dormido.
Desperté acurrucado en un banco del parc Güell. Me desperecé, y como hablo perfectamente el inglés, exclamé: ¡Well!, me levanté, salí de allí y volví a casa en un taxi.
Ya en mi humilde hogar, me apeteció un vinito para rememorar lo sucedido, pero no encontré más botellas, me las había bebido todas.
Tuve que conformarme con un mísero Trina de manzana, indigno de alguien de tan alta categoría social como yo, el conde de Mesteller.
Por esta razón no me acuerdo mucho de lo sucedido, todo quedó borroso dentro de mi mente, y tal vez los hechos reales estén un poco cambiados.
Bueno, ¿y qué? ¿Pasa algo?
A todo esto, lo que sí recuerdo es un verso de Miguel de Cervantes:

“El vino demasiado,
Ni guarda secreto
Ni cumple palabra”.

A lo que yo añadiría:

“Ni nada recuerda
Y la bodega
Vacía se le queda”