divendres, 3 de setembre del 2010

NOWHERE MAN


No es mi intención meterme con los que tienen uno (perdón por adelantado), pero siempre me ha parecido una tontería tener un hámster, qué quieren que les diga. Siempre está metido en una jaula, sólo come, duerme y corre y corre dentro de una rueda sin parar. ¿Dónde irá? O mejor, ¿dónde cree que irá? Cuando les veo hacer eso siempre me recuerdan al Nowhere Man, o a la frase aquella de "Eleanor Rigby":
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL COME FROM?
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL BELONG?


Nowhere Man, feliz de que hablen de él.
Cuando se cansa, se dedica a comer. Te mira con cara de nowhere man y traga sin cesar su alimento, pipas, cereales o lo que le echen. Bueno, no traga, los almacena en la boca, como si tuviera miedo que alguien se lo arrebatara. O quizás son acaparadores y egoístas, sin más. Tó pa mí, tó pa mí.
Y cuando acaban, a dormir. Y ya está. Ahí se acaba la vida del hámster enjaulado. Qué bonito y qué gracioso, ¿verdad?

Preferiría tener un lemming, sin duda. Al menos, cuando le da el punto, se suicida, según dice la leyenda.



Y encima son solidarios...
Pues, a pesar de todo, una vez tuvimos uno en casa, como no, ya no venía de un bicho más. Estaba en la cocina, dentro de una jaula, y hacía precisamente lo que acabo de contar antes: correr, comer y dormir, da igual el orden. De vez en cuando me acordaba que estaba allí – ¡anda, un hámster! -, lo observaba un minuto, si no dormía, y me iba.
Total, que nadie le hacía ni caso.
Nowhere man.

El gato era el único que le acechaba. Se tiraba un rato largo al lado de la jaula, mirándolo fijamente, como pensando: uy, el día que te pille, uy, el día que te pille... Como no salía, ni tan solo a buscar tabaco, finalmente al felino acechador se le hartaban los ojos de observar tanto y se iba a hacer sus cosas. O sea, a buscar un lugar para dormir.

Allí estuvo el hámster durante un tiempo. Un día, al volver a casa, me fijé en la jaula y vi que el roedor no estaba. Alarmado (bueno, tampoco mucho), lo busqué por todas partes y, finalmente, lo encontré debajo de un armario.
Del pobre animal sólo quedaba la piel, ni huesos ni nada más. Estaba aplastada, como si fuera una alfombra de piel de oso, pero en miniatura, y sin la cabeza.


Sucedáneo de alfombra de piel de oso, para no herir susceptibilidades.


Pobre… Puse la alfombrita sobre la palma de mi mano, me fui a la habitación de mis hermanas gemelas y la coloqué con cuidado debajo de la mesa del salón de la casa de la Barbie, antes de que ella y Ken volvieran de su sesión diaria de footing.

Así cualquiera mantiene la línea.

Salón de Cal Barbie, impresionantemente decorada.


Cuando Barbie y Ken volvieron a casa, vieron la alfombra allí dispuesta. En principio les gustó y se la quedaron, pero al cabo de unos días se cansaron y la tiraron a la basura.
Es que no era rosa, oigan.


Barbie, Ken y una amiguita. Qué calladito se lo tenían.
Ya digo yo, que las aparencias engañan...