dissabte, 28 de juliol del 2007

Jacinto se fue a la guerra

Jacinto se fue a la guerra. Básicamente lo hizo porque era soldado profesional, estaba haciendo la mili en el momento de la profesionalización del ejército y como no tenía trabajo en su pueblo se alistó para poder comer y ganarse unos dinerillos, Además se le daba muy bien pegar tortazos y pelearse, cuando era pequeño repartía que no veas, y cuando empezó a frecuentar las discos montaba una bulla sábado sí, sábado también.

En el ejército no lo aceptaron a la primera, ya que Jacinto era un poco corto y no superó los tests psicológicos. Pero como no se cubrieron las expectativas de alistamiento, ya que el que piensa un poquito pues no se alista al ejército ni a demás cuerpos represores, tuvieron que bajar el nivel, y así, al cabo de cuatro o cinco exámenes suspendidos y gracias también a su tesón, por fin pudo Jacinto entrar en el ejército.

Jacinto se sintió feliz. Había logrado realizar su sueño. Siempre le habían atraído los uniformes y los desfiles, todos allí como borregos haciendo los mismos movimientos y las mismas tonterías. Quizá venía todo de cuando en el pueblo hacía de pastor de las ovejas de su tío, hasta que éste se hartó de tanto balido y tanta hostia y las vendió todas, quedándose Jacinto sin trabajo.
Al haber hecho ya la instrucción, en seguida le dieron un destino, entrando como soldado raso en la compañía de zapadores, esos que buscan minas. Jacinto eligió este cuerpo porque le recordó de cuando buscaba trufas con el cerdo amaestrado de su tío, hasta que éste se hartó de tanto cochino y tanta hostia y se lo vendió, quedándose Jacinto sin trabajo.
Pero como no había nada que zapar en el cuartel se pasaba el día en la cantina militar poniéndose como los ninjas de anís Chinchón, pues no había mucho que hacer allí aparte de aburrirse y limpiar las armas y esas cosas. De vez en cuando los mandos montaban un desfilillo y entonces Jacinto se ponía más contento aún que con el anís, y hasta era feliz y todo.
Otras veces, para distraerse, ya que no se iba a poner a empezar a leer con la edad que tenía, se liaba a piños con los compañeros de armas, tan listos como Jacinto por lo menos, y como todo quedaba entre ellos y además el sargento también le daba al Chinchón que no veas y a veces incluso hasta participaba en las hostias, pues todo quedaba en agua de borrajas.
Un día estaba Jacinto en la cantina copa de anís en jarra, evidentemente, cuando vio por el telediario a un señor vestido de negro con bigote, con la bandera del país detrás. Decía que su país iba a entrar en la guerra de Irak para ayudar a los USA a derrotar el terrorismo y para derrocar a a la dictadura de Sadam Husein. Jacinto se preguntó quién coño era ese tío tan bajito con cara de mala leche perenne, y quién era también Irak, Sadam y Husein. En seguida se enteró, ya que toda la cantina, o sea el grueso de la compañía (todos estaban en el bar dándole al Chinchón), empezó a saltar y a dar gritos de alegría, y le contaron a Jacinto que iban a entrar en combate en un país muy lejano llamado Irak, y que iban a pelear contra los moros, como en los tiempos de la Reconquista. Jacinto no tenía ni idea de quién coño era la Reconquista esa, pero le pareció bien, como Dios cuando creó el mundo.
Aquel día de celebración Jacinto pilló una de las bolingas más imponentes de su vida.
Tras unos cuantos días de recuperación post-etílica y de preparación del viaje, al fin partieron en busca de su objetivo, que aún no sabían dónde estaba. La despe fue muy emotiva, las madres llorando por sus hijos que se van al frente, etc, etc. Jacinto, como no tenía padres (su padre se murió de una pedrada accidental que nunca se supo de dónde vino y su madre de una intoxicación de setas) el tema sentimental le daba lo mismo, pero se quedó maravillado con la escena. Era clavadita a las despedidas de las películas de guerra que veía de pequeñito y de no tan pequeñito, y casi se le saltan las lágrimas.
Finalmente, después de toda la parafernalia lagrimal, se montó la compañía entera en un avión Hércules hecho polvo y partieron en pos de su destino.

Fin del capítulo I.

Felipe Pringao detective privao (cap. V)

EL CASO DE LA BANDERA DE MONTJUICH (con hache).

El hombre entró a saco en mi despacho. El muy bestia casi se carga el marco de la puerta del portazo que pegó. Estaba gordo, muy gordo, sudaba como un cerdo, llevaba bigotillo fino, gafas de sol de ésas que te reflejan el careto y el pelo engominado y peinado hacia atrás. A pesar de tamaña estampa me mantuve impasible, observándolo detenidamente, y en un plis plas decidí que me daba muy mal rollo.
Pero que mucho.
Me empezó a soltar su perorata gritando y gesticulando como un energúmeno, expulsando capellanes por toda la oficina. Le dije que si no bajaba la voz le iba a atender su prima, que a mí no me gritaba ni Dios… José Antonio Alcázar, que así se llamaba el tipo, me replicó que él era muy macho y que su hombría implícita le impedía bajar el volumen, con lo cual y a la vista de que casi estaba en números rojos le indiqué que saliera al pasillo y desde ahí me gritara lo que le diera la gana.
José Antonio Alcázar era, como se dice vulgarmente, un facha. Hijo de legionario que sirvió junto a Franco en África, participó en la División Azul como manicura del general Muñoz-Grandes y fue condecorado por el mismísimo perro de Hitler con la Cruz de Hierro de primera clase por salvar a su perro, miembro de Falange, Fuerza Nueva, Triple A, amigo personal de Blas Piñar, Ynestrilllas padre, Milans del Bosch y demás elementos.
Una monja, vamos…
Me contó que, tras la muerte del Glorioso Caudillo, España había caído irremediablemente en el abismo judeo-masónico, la amenaza marxista y el infierno comunista; ellos, los salvadores de la patria, habíanse visto obligados a refugiarse en sus nostalgias de los tiempos aquellos en que la madre patria funcionaba como Dios manda. José Antonio Alcázar padecía, según decía, una profunda depresión desde hacía ya veinticinco años, mitigada por los recuerdos y objetos recopilados durante tantos lustros de bienestar y progreso: sables, espadas, uniformes de la guerra, discos de piedra con el “Cara al Sol” interpretado por el mismísimo Serrano Suñer (q.e.p.n.d.), discursos de Franco en directo, etc, etc…
Y la bandera, la joya de la colección, el estandarte rojigualdo de la verdad suprema con el Águila de San Juan al frente, que presidió toda ufana ella el desfile de la Victoria de Barcelona, en 1939.
Pues bien, ésta había desaparecido.
Me pidió, gritando, claro, que por el amor de Cristo Rey la recuperara, ya que si no fallecería de pena o haría alguna tontería, pues no podía sonarse sin otra cosa que no fuera su bandera querida, su reliquia, su amor…
Le referí mis honorarios, y aceptó y yo acepté a mi pesar, pero sólo si me pagaba en duros del rey, no de Franco, a lo cual, a regañadientes dio su consentimiento…
Me puse en seguida manos a la obra: el primer paso era infiltrarme en los grupos fascistas de marras: frecuenté el Valle de los Caídos, la Casa del Legionario, me afilié a La Falange, entablé amistad con el hijoputa del Ynestrillas hijo e incluso me aprendí de memoria el “Caralsol”, además de dejarme bigotiyo y llevar gafas oscuras…
Joder, lo que hay que hacer por la pasta!!
Pero todos los esfuerzos realizados no me conducían a ninguna parte, ya imaginaba que lo tenía crudo pero no tanto, ni una maldita pista: Estos cabrones son impenetrables, caramba…
Un día, harto ya, me acerqué al Museo Militar de Montjuich(con hache); quizá allí supieran algo. Los bedeles de estos lugares, como cobran una miseria, se dejan untar con una facilidad pasmosa, y me dediqué a ello, claro.
Y bueno, tras varias untadas, la encontré: En la sala llamada del Movimiento allí estaba, en primera fila, como si recordara tiempos pretéritos: El bedel, un tipo de Frejenal de la Sierra según me dijo, me contó que el tal Ynestrillas se la vendió al director del museo por 1000 duros de Franco. El tío se la había robado a un compañero de ideales, un coleccionista fanático de símbolos y demás chorradas franquistas.
Ese compañero era, en efecto, José Antonio Alcázar…
Y como no tenía ya más dinero para sobornos, y estando solos, pues quién coño iba a ir a un museo como éste, le metí cuatro hostias al bedel, dejándolo estabornido al instante, y me agencié la bandera en un tiquitaque.
Y me fui tranquilamente ya que sabía que no podían denunciarme por robar un objeto ya robado (cosa que no es cierta, pero bueno, teóricamente si…)
Quién roba a un ladrón tiene 100 años de perdón, dicen.

(Tampoco me creo nada, pero aquí acaba este capítulo).

Ah, le pasé el trapo de los huevos al Alcázar, mi cliente, cobré y todo, y afortunadamente no lo he vuelto a ver, pero me temo que no tardará en aparecérseme.
Es la putada de ser detective privao, que siempre tienes estas sensaciones tontas.

Felipe Pringao detective privao (cap. IV)

Era una mañana brumosa, brumosa, triste, de pinícula inglesa… Había estado lloviendo durante seis días, sin apenas asomar el sol, y el viento soplaba con fuerza, salpicando con fuerza la lluvia contra los cristales de la ventana de mi oficina. Ello hacía que pensara en otra cosa parecida, pero no me apetecía ir al lavabo… Me había dejado influir por este tiempo de perros, y mi moral estaba cada vez más por los suelos. Además la noche anterior me dopé, así que tenía el bajón y encima no pude apenas pegar ojo.
Y me sentía solo. Muy solo. Hacía una semana por lo menos que nadie aparecía por la oficina y el teléfono apenas había sonado: sólo un capullo llamó a las cinco de la mañana y se había equivocado de número. Encima. La soledad me oprimía y mucho, así que resolví contratar una secretaria, al menos me haría compañía. También me podía comprar un loro, pero me hacía más gracia una chati.
Es la verdad.
Así que llamé al periódico para poner un anuncio de trabajo: “Se necesita secre, a poder ser de muy buen ver, para agencia de detective privao. No imprescindible experiencia. InteresadAs llamar al 555 3104”.
Puse los pieses sobre la mesa, encendí un cigarrito, me serví un whisky (esta vez un Dimple) y esperé.
Quién dijo que me sentía solo? Yo, no? Pues me equivoqué: Al día siguiente se me llenó la oficina de mujeres. La cola llegaba hasta el Prica, situado a cuatro kilómetros: En un solo día entrevisté a 2752 posibles secretarias, acabé reventado; no sabía yo que hubiera tanto paro, caramba.
Debería empezar a leer algún periódico un día de éstos…
Por fin me decidí y contraté a la candidata número 1432: Se llamaba Fátima Tabaco, pero no fumaba. La seleccioné porque estaba que te cagas, para qué me voy a engañar a mí mismo. También porque sabía contar historias, como la Scherezade ésa de las Mil y Una Noches, y con eso ya tenía suficiente.
Además aceptó las condiciones económicas sin rechistar, y eso que era un asco de salario. Le dije que la esperaba mañana mismo, a las nueve en punto.
Las nueve en cuestión y Fátima Tabaco, mi nueva secretaria, aún no había aparecido… Bueno, pensé, con este tiempo puede haberse retrasado, es normal. Pero llegaron las diez, las once, las doce, la una y unas cuantas más, y yo seguía esperando…
Ya empezaba a estar hasta… Hasta que, a las diez de la noche, al fin, sonó el teléfono. Una voz de cazalla habló al otro lado del hilo. Me decía ésta que si quería volver a ver viva a mi nueva secretaria, Fátima Tabaco, que por cierto no fumaba, debería llevar un maletín de color fucsia con medio millón a la esquina de la calle SanBenito Puto con la Avenida San Millán de los Cogollos, y que esperara allí.
Le respondí que vaya putada que me estaba haciendo, con el tiempo que hacía fuera. El cazalla me contestó que él ya se había empapado, y que no había para tanto, y que yo mismo: Tenía media hora justa para estar en el punto acordado.
Y colgó.
Me pregunté que qué me importaba a mí que el tío se hubiera mojado, y muy a pesar mío me dirigí al coche con un maletín de color fucsia pintado con plastidecor. Quién iba a comprar algo así? Yo no, desde luego, faltaría más. Y tuve suerte que aún me quedaba pasta de la herencia en palanca, y más tuvo Fátima Tabaco de que yo la tuviera.
Ya me estoy liando…
En fin, cagándome en todo me dirigí andando, sin paraguas, al punto acordado, calándome hasta los huesos. De la que caía apenas sabía qué dirección tomaba, pero al final conseguí llegar a tiempo a la esquina de marras. Y allí no había nadie.
Bueno, si, estaba yo, el listo. Lo que sí había era una nota escrita con spray en la pared que decía: “Ahora dirígete al barrio del Copón, a la calle General Tufillo, esquina Taladro. Y ojito que te estamos vigilando”. Estaba yo que trinaba ya y seguía lloviendo a capazos, pero me fui pallá.
Cuando llegué a General Tufillo tampoco había nadie, y encima no encontré ni un solo taxi, cosa normal en el Copón, y más lloviendo a mares. Otra nota pintada en la pared decía así: “Pareces un bacalao remojao, matao. Vete ahora a la calle Chicle esquina Pegadolsa y espera. Y recuerda que te estamos controlando”. De allí de nuevo me enviaron al paseo del Cepillo , de ahí a la calle Deshollinador de Boston, y de ésta a la calle La Madre que me Parió.
Tampoco aparecía nadie, así que, harto ya de ir arriba y abajo, saqué un rotulador del bolsillo y escribí en la pared de la esquina: “Mira, tío… Por mi como si te la machacas con un martillo pilón y luego te tiras al Nilo en forma de abanico, cual martín pescador. A Fátima Tabaco le dices que lo siento mucho pero que se pida un cigarro antes de que la matéis, y que se lo fume, claro. Hala, que te den morcilla, cabrón, que eres un cabrón”.
Y me fui a mi casa, mojado pero tranquilo. Si una secretaria me tenía que dar problemas antes de empezar a trabajar, era mejor no tenerla, me dije. Además, seguramente no la matarían, pues estaba muy buena. Y había conservado el dinero, o sea que me daba lo mismo.
Lo único que saqué de toda esta historia fue un catarro sobrenatural que me dejó la voz de gangoso durante un mes y la nariz ejerciendo de grifo.
Incluso sopesé cambiarme temporalmente el nombre: Felipe pringao detective mojao, pero al final lo dejé correr.