divendres, 24 de juliol del 2009

LA SIJA

La ouija, SIJA en castellano.




El otro día, leyendo un cuento de Miguel Baquero, “El Éter” (trata de una disparatada sesión espiritista) recordé que, en mis años mozos, también hice mis pinitos en estas tonterías. Ya se sabe, es época de experimentaciones y de estar receptivo a todo.
En mi calle sólo vivíamos todo el año nosotros. Era una calle sin salida, con casitas una junto a la otra (nada de adosadas, eso es otra cosa), muy tranquila. El resto de las casas eran segunda residencia, venían de Barcelona a pasar el fin de semana y las vacaciones.
O sea, que yo sólo tenía pandilla los findes (pobrecito). Y en verano, claro.
Félix era uno de los veraneantes, vivía a dos casas de la mía. Tres años mayor que yo, tenía más experiencia en todo y sabía más de todo (o no, pero yo lo creía), así que siempre me interesaba todo lo que dijese o hiciese.
Un día nos propuso hacer una sesión de espiritismo en su casa, ya que sus padres no estaban. Nos apuntamos el Raúl (el hijo de Carlos Giménez, el gran dibujante de cómics), que vivía cerca, el Joan el gordo (le llamábamos así porque lo estaba, y para diferenciarlo de otro Joan) y el Marcel, uno al que le olía el sudor de mala manera, algo horroroso, sin adjetivo posible. En su casa no se podía entrar, lo juro. Todos olían igual.
Y creo que no había nadie más.
Llegó la noche señalada. Nos sentamos todos alrededor de la mesa redonda que había en el salón. En un trozo de cartulina dibujamos las letras del abecedario, el sí, el no, los números y toda la parafernalia, rodeando al vaso Duralex que usamos aquel día.

Apagamos las luces.
Después de los prolegómenos y las explicaciones pertinentes de Félix sobre el funcionamiento del tema, y tras reírnos nerviosamente un buen rato al intentar concentrarnos, nos lo tomamos más en serio.
Los cinco con el dedo encima del culo del vaso Duralex, mirándolo fíjamente.
Allí no se movía nadie, de pura concentración. Y el vaso, menos.
Pasó un buen rato y no ocurría nada de nada. Durante todo este tiempo, Félix no paraba de decir, en susurros:
- Si estás aquí, ves al sí. Si estás aquí, ves al sí. Si estás aquí, ves al sí.
Nada de “Oh, espíritu bienaventurado, muéstrate y deléitanos con tu presencia deslizándote hacia el sí” ni frases pomposas y peliculeras.
Si estás aquí ves al sí, y punto.
Pero allí todo seguía quieto. Incluso el tiempo se detuvo un poco.
Ya nos estábamos empezando a impacientar, a relajarnos y a no creernos nada de todo ese rollo, cuando…
- Si estás aquí ves al sí.
Y el Duralex, lentamente, fue al sí.
Nos quedamos sorprendidos y también temerosos, aunque más de uno pensó que era uno de nosotros el que movía el vaso con su dedo.
- Lo mueves tú?
- Yo no.
- Yo menos.
- Yo tampoco, lo juro por mi madre.
- Callaros, coño -dijo Félix, dirigiéndose al vaso,- ¿cuál es tu nombre?
- Pues Duralex, cómo se va a llamar…- comenté yo.
Félix me miró con cara de pocos amigos.
- Tú, gracioso, poca broma con esto. Y si es un espíritu malo?
Una de las historias que corría por ahí sobre las sesiones espiritistas era que de vez en cuando se presentaba un espíritu malvado, de esos que se habían quedado entre Pinto y Valdemoro, que te podía liar la del pulpo: quedarse en la casa, mover objetos, hacer ruidos… Como en las películas, vamos.
- Vale, vale, ya me callo-, respondí. La verdad es que tenía un poco de miedo, como todos los demás.
El espíritu en cuestión empezó poco a poco a responder nuestras preguntas. Al cabo de poco Félix le preguntó:
- ¿Eres un espíritu malo?
No contestó.
- ¿Te molesta alguno de nosotros?
Duralex entonces se movió hacia donde estaba Marcel.
- ¿No te gusta Marcel?
Duralex se le acercó aún más.
Félix observó a Marcel, que estaba aterrorizado, y vio que de su cuello colgaba una medalla de la Virgen del Loreto (a dónde me meto), o de alguna otra, de oro.
- ¿Es la medalla, lo que te molesta? Quítatela, Marcel. Déjala encima de la mesa.
Marcel, tembloroso, obedeció sin perder tiempo.
Fue depositar la medalla en la mesa cuando Duralex, sin ayuda de nadie, se abalanzó sobre ella y la empujó fuera de la mesa, cayendo al suelo. El vaso se detuvo en el borde.
Vaya susto que nos pegamos, madre mía.
Pero ahí no acabó todo.

Marcel, de súbito, puso los ojos en blanco, agachó la cabeza y empezó a soltar ruidos extraños, como si hiciera gárgaras y pequeños ronquidos:
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr….
- ¡Marcel! ¡Marcel! ¿Qué te pasa?
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr…. -, respondió.
Entonces levantó la cabeza, se tiró hacia atrás, abrió los brazos en plan Jesucristo y con la boca abierta los ruidos que salían de ella aumentaron considerablemente.
Joan el Gordo, Raúl, Félix y yo nos quedamos paralizados, sudorosos, sin saber qué hacer.
Mientras tanto, Marcel, a lo suyo:
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr… Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr….-, pero ya a lo bestia.
Parecía que estuviera sintonizando Radio Pirineos. Sólo le faltó echar espuma por la boca.
Finalmente, Félix reaccionó, abrió las luces y la puerta de par en par y le soltó un par de guantazos al pobre Marcel, el cual al momento dejó de hacer el burro y se quedó como dormido, aunque respiraba aceleradamente.
Poco a poco el ritmo cardíaco de Marcel recuperó a la normalidad, volvió en sí.
No se acordaba de nada.
Lo recogimos todo, rompimos el puto Duralex y cada uno se fue a su casa, cagados de miedo.
Cuando llegué a la mía, le pedí a mi hermana mayor que me dejara dormir con ella. A regañadientes, aceptó.
- Nunca más - me dijo enfadada (siempre estaba enfadada, y lo sigue estando) al día siguiente -, te mueves más que la cola del Prosit.
Prosit era nuestro perro, un pointer muy simpático, siempre estaba contento.
No como mi hermana.