dilluns, 15 d’octubre del 2007

La Conversión

Venancio era ateo. Lo había sido casi desde que nació, pues sus padres y toda su familia cercana eran de lo más izquierdoso y escéptico. Ni se le bautizó, y se le educó en otro tipo de valores morales y éticos, sin un Dios de por medio.
Así le educaron y así fue creciendo, sin pisar jamás una iglesia. Razonaba los problemas mundanos y no tan mundanos desde un punto de vista racional, empírico e incluso científico; en su mente no tenían cabida motivos o razones espirituales, ni explicaciones inexplicables al estilo misterio de la Santísima Trinidad, que no la entiende ni el mismo Dios.
Así funcionaba Venancio, y no le iba mal la vida, precisamente.
Hasta que, mira por dónde, mientras se dirigía hacia el bar a tomarse su quinto después del trabajo, como hacía cada tarde, a Venancio se le apareció la Virgen en la esquina de la mercería. Como lo oyen. La mismísima Virgen del Loreto.
“A dónde me meto”, pensó Venancio.
La aparición le dijo con voz solemne que abrazara la causa del Señor , pues Dios existía realmente, y como Venancio, a pesar de su sorpresa, no se lo acababa de creer, la Virgen llamó a Dios, y éste, ni corto ni perezoso, se presentó allí, en la esquina de la mercería.
Dios le hizo una demostración de milagros y le llenó la cabeza con palabras y música celestial, hasta que finalmente Venancio se convenció de que Dios existía realmente.
Éste y la Virgen del Loreto desaparecieron de la esquina de la mercería, satisfechos de haber convertido a un descreído, y dejando al pobre Venancio sumido en la total incertidumbre.
“De modo que Dios existe… Y este Dios permite, en su infinita sabiduría y misericordia, que existan guerras, hambre, catástrofes naturales, torturas, asesinatos, genocidios y no sé cuantas cosas más”…
“Pues vaya mierda”, pensó Venancio.
Así que se fue al tren y se tiró a la vía, en el preciso momento en que pasaba el expreso de Shangai.