dimecres, 18 de juny del 2008

JUSTINA (versión libre, reducida y mala de "Justine", del Marqués de Sade)


La vida de Justina no fue un camino de rosas, precisamente… Sus padres, campesinos de pocos recursos, apenas alcanzaban para llevar un plato de sopa a la mesa, a pesar de que trabajaban de sol a sol y acababan deslomados día sí, día también. Además, lo poco que ganaban iba a parar a los graneros del marqués, su amo el marqués.
A pesar de ello, sus padres le procuraron una buena educación en los valores cristianos, protegiéndola de todo lo malo que corría por el mundo, que era mucho, por esa época. Aunque no pudo acudir jamás a la escuela, Justina, así, creció pura e inocente.
Toda ella era virtud.
Ayudaba en las faenas de la casa y del campo alegremente, sin una sola queja ni pesar. Rezaba muy a menudo, y todos los días daba gracias a Dios por tener una vida tan llena y por haberle permitido gozar de este mundo tan maravilloso.
Cuando llegó a la adolescencia, Justina se transformó en una hermosísima muchacha, poseída por un halo de pureza indescifrable.
Ella no se apercibió de su propia transformación, aparte de los estrictamente físicos: seguía siendo esa niña vital, candorosa e inocente, feliz con cualquier cosa.
Pero sus padres no. Observando el cambio físico de su hija y conocedores de los vicios e imperfecciones del hombre, temieron por ella, puesto que con un cuerpo semejante despertaría todos los malos instintos a cualquiera que se fijara un poco en ella. Así que la sobreprotegían aún más, procurando que pasara desapercibida.
Afortunadamente, la casa donde habitaban estaba lejos de los núcleos urbanos: de esta manera era más sencillo tenerla controlada, libre de peligros y tentaciones.
Pero ocurrió la tragedia. Una tarde, los padres de Justine se habían adentrado en el bosque en busca de leña, dejando a la hermosa Justine en casa. Mientras estaban en plena faena recolectora, por el camino aparecieron a caballo un grupo de soldados alabarderos, los cuales, al ver a la madre de Justina agachada, con el culo en pompa, no dudaron un momento en apearse del caballo para beneficiársela. Su marido intentó defenderla, pero uno de los soldados, de un hachazo certero, le cortó la cabeza de cuajo.
Agarraron a la pobre mujer, la desnudaron violentamente y la violaron uno tras otro. Cuando acabaron, el mismo alabardero que cortó la cabeza al marido, hundió su espada en el cuello de la madre de Justina.
Y se alejaron de allí, entre sonoras risotadas.
Justina esperó en vano que sus padres regresaran. Los buscó desesperadamente por la espesura, en vano.
Al cabo de una semana de esperar, pensó que sus padres ya no volverían y se alejó de su hogar. Devota que era del Señor, pensó en acudir a un convento y dedicar su vida a la oración y esas cosas tan devotas y tan… Bueno, dejemos eso, que mis opiniones no vienen al caso.
No sabía dónde dirigirse, así que cogió el primer camino que le pareció. Un par de horas más tarde, se encontró con un hombre bien vestido, a caballo. Se quedó mirándolo, curiosa, pues no estaba habituada a ver gente. El caballero se paró también, sorprendido por aquella mirada. Sin mediar palabra, se apeó del caballo, agarró a Justina y allí mismo la violó. Cuando acabó, se ajustó sus vestidos, montó y se alejó sin más.
Justina, aturdida, pensó que lo que le acababa de pasar era una prueba que Dios le había puesto en el camino.
Siguió andando. Al poco divisó un grupo de campesinos arando un campo. Al verla, se abalanzaron sobre ella y la violaron de nuevo, uno detrás de otro.
Luego siguieron con sus quehaceres.
Justina, derrengada, se sentía extraña, pero siguió pensando que los caminos que llevan a Dios son inescrutables, y que aquello era otra prueba más.
Al cabo de dos días, divisó a lo lejos lo que le pareció un monasterio, o un convento.
Alborozada, se dirigió, andando a duras penas, pues la violó todo el que se la encontró, a la entrada del edificio.
Tenía grandes muros, y una puerta inmensa con un picaporte tan pesado que casi no podía con él. Llamó. La espera le pareció a Justina una eternidad, pero finalmente el portalón se abrió, chirriando escandalosamente.
Un monje orondo, de ojos diminutos y penetrantes, le hizo pasar, después de que ella le rogara que la acogiese, explicándole someramente sus penas y desgracias. El monje la acompañó amablemente al interior. Después de interminables pasadizos, la invitó a entrar en una habitación que estaba casi a oscuras. Al franquear Justina la puerta, ésta se cerró de golpe y se oyó una llave girar dentro la cerradura.
No me extenderé mucho con los detalles: después de pasarle por una ventanilla un cuenco con agua para lavarse un poco y otro con un poco de comida, entraron varios monjes y la volvieron a violar, como siempre, uno detrás de otro.
La convirtieron en su esclava sexual.
Así estuvo durante un tiempo, siendo objeto de los vicios y depravaciones de los llamados servidores de Dios.
Justina aceptó sumisa el papel que, según ella, el Señor le había reservado en la vida, pero empezaba a sentir que algo fallaba en todo aquello.
Al cabo de unos meses, la vigilancia de los monjes sobre ella menguó, pues casi ya era de la casa. Un buen día, al carcelero se le olvidó cerrar la puerta de su celda. Casi inconscientemente, Justina abrió la puerta y se alejó corriendo por los oscuros pasadizos del convento. Intentando que no la vieran y escondiéndose a cada ruido que oía, se vio finalmente ante una puerta.
La abrió y un fuerte resplandor le quemó los ojos. Cuando se acostumbraron a la luz, se dio cuenta de que estaba en el exterior del convento. Sin mirar atrás se alejó corriendo, adentrándose en el bosque y dejando a sus espaldas a aquellos monjes, indignos de vestir sus hábitos.




Corrió y caminó durante días y noches, sin apenas descansar ni comer, y escondiéndose de todo ser humano que pasara cerca de ella, visto el resultado que tenía su presencia ante los demás.
Una noche, después de muchos días huyendo de todo, no podía más, estaba totalmente derrengada. El cuerpo le pedía tumbarse a dormir, y no levantarse más. Llegó hasta un jardín muy florido, lleno de plantas de muy diversa índole: geranios, cactus, rosales, ficus, tomateras, moreras, y un sauce llorón.
Le pareció un sitio tranquilo y apacible, silencioso y seguro, y se acurrucó en el primer lugar que encontró.
Y allí sigue aún, descansando en el jardín de la casa de mi madre.