dijous, 12 de març del 2009

COTTON


No soy nostálgico; en todo caso, sólo de recuerdos.
De rimembars. Según dicen, tengo una cierta memoria. Como mínimo, tres neuronas haylas. Una para recordar, otra para olvidar. La última, para elegir qué recuerdo o qué olvido. Gara. La primera y la tercera neurona, pues, me permiten acordarme de cuando me levantaba a las putas seis de la mañana para ir al cole. No sé en otras escuelas, pero en los Salesianos de Mataró el BUP empezaba a las ocho de la mañana, tócate los cojones. Supongo que los otros BUPes también iniciaban las clases a la misma hora, pero eso mi tercera neurona no ha decidido aún si debo recordarlo o no, así que yo qué sé.
Antes me costaba un huevo levantarme. Siempre me ha sido muy difícil irme a dormir pronto: nunca antes de las once de la noche. Me quedaba (y me me suelo quedar aún) leyendo, dibujando, o dispersándome (mi gran especialidad), hasta bien tarde.
Así que, de buena mañana, pasaba lo que pasaba.
En la mesita de noche tenía un transistor pequeñito, como los que tenían a su lado las señoras haciendo calceta mientras escuchaban el consultorio de la Montserrat Fortuny a las once y media de la mañana. Por cierto, la sintonía del programa era una canción de Glen Miller. Preciosa.
La tengo por ahí.
Cuando sonaba el despertador, encendía la radio y me hacía el “ronso” (el remolón) un ratito. Siempre tenía sintonizada la misma emisora, creo que era Radio 80, o el nombre que tenía antes. Pinchaban como ahora, clásicos del pop y del rock, aunque de vez en cuando, en esa época, ponían otras cosas.
Sobre las seis y media siempre sonaban los Golpes Bajos. Cuando los oía me levantaba, aún con el sueño subido. Me alegraba el día. Me sentaba en la cama, bostezaba, me desperezaba, mientras oía el bajo cantar: Bum-bum-bum-bum, bum-bum-bum-bum, y entonces aparecía la voz del Coppini, melancólica, de dormido como yo, y decía el tío: - El azul del mar inunda mis ojoooos… Era el momento de levantarse y balancearse al ritmo de la música, cansinamente, esquivando a mi desordenada habitación. No me iba a la ducha hasta que no acababa la canción.
Luego, deprisa y corriendo, me peleaba con el agua y el jabón, me vestía y me iba zumbando para no perder el autobús del Casas. Mientras corría hacia la parada, iba tarareando y jadeando a la vez: - Seguro que algún día, cansado y a-arf-aburrido, encontrarás a-a alguien de buen pare-arf-ceeer…
A veces lo perdía, el autobús.
En el Casas me quedaba frito, durmiendo con las rocas donde se estrellan sus enojos y la falta de lírica imperante. El bus no te dejaba a la puerta del colegio, había que andar un rato. Yo subía por la calle Isern, con el frío y el viento en contra (de vez en cuando lluvia, pero eso me gustaba) mientras mi cabeza sólo hacía que darle vuelta a la melodía: - Las ratas corren por la penumbra del callejón, tu madre baja con el cesto y saludaaaa-, cantaba, y me entraba el aire mañanero en la boca.
En el cole llegaba antes de que abrieran las aulas. Yo llegaba media hora antes, y me sentaba en las escalinatas del vestíbulo. Como apenas había nadie y esa hora no se habla mucho me apalancaba en un escalón y apoyaba la cabeza en la escalinata, y normalmente me volvía a quedar dormido mientras cantaba para mis adentros: - Seguro que ha acabado tu jersey de cotton, puedes esbozar una sonrisa blanca y puraaaaa-; me quedaba roque de nuevo y pensaba en la razón por la cual el Coppini este decía “cotton” y no algodón.
Me recobraba de mis ensoñaciones (si antes no lo hacía antes algún compañero de clase) el padre Laborda, el coordinador. Me daba una patadita o media colleja y me decía:
- Pubill, en las escaleras no se duerme. Para eso, la cama.
Y yo me despertaba de sopetón y pensaba: -Vale, pero… Trabajo de banquero bien retribuido, y tu madre con anteojos volverá a tejeeeeer-, y subía a clase.
Qué bueno, Germán Coppini.