dimecres, 2 de juliol del 2008

IBN JALDUN



Ibn Jaldun era un tipo curioso. Le encantaba contar historias frente al fuego, en una noche estrellada con las siluetas de camellos y palmeras y esas cosas habituales del desierto. Tenía mucha imaginación el tío, y ese derroche de imágenes que brotaban continuamente de su mente necesitaba sacarlos a la luz, compartirlos con el mundo y la peña…
El problema que tenia Ibn Jaldun para satisfacer sus necesidades, no perentorias en este caso, sino más profundas, era que no tenia a nadie a quien contarle nada: vivía en el desierto, más solo que la una el pobre, cuidando cuatro cabras raquíticas que comían arena y algún hierbajo que otro y poco más, y que le daban el mínimo sustento y tal, leche, huevos y carne.
Bueno, huevos, ahora que pienso, pues no.
Eso sí, de vez en cuando una gallina voladora transeúnte (especie poco conocida, desgraciadamente ya extinguida) se apiadaba del pobre Ibn Jaldun y le lanzaba desde el aire un huevo, para que lo disfrutara a su antojo. La gran mayoría de veces el huevo se rompía y se freía al momento, e Ibn Jadun se lo tenía que comer todo lleno de arena, pero no le importaba, puesto que el crunch crunch que sonaba le recordaba a una vez, la única, en que comió paella.
Otras veces, pocas, tenia suerte y el huevo no se rompía: entonces Ibn Jaldun hacía un agujerito en la cáscara, metía una pajita y se bebía el huevo cual piña colada del desierto.
Sin hielo…
Cabe decir que la gallina voladora transeúnte que se enrollaba ( figuradamente) con Ibn Jaldun era siempre la misma, pues por norma esta desconocida especie de ave tenía mucha mala leche. Seguramente fue por eso por lo que se acabo extinguiendo, por borde.
Un buen día, paseando al atardecer, cuando el desierto se vuelve rojizo, rojizo, como cuando escancias una botella de vino rosado en una copa de cristal evanescente, Ibn Jaldun se sentía estupendamente: contemplando aquellas maravillosas puestas de sol, para él eran los mejores momentos del día, bueno, éstos y cuando se fumaba el trusqui de antes de dormirse.
Que no lo liaba él, por cierto. En sus largas noches en el desierto, con tanto tiempo disponible, se dedicó a enseñar a una de sus cabras, la mas espabilada de las que poseía, a como liar un cañardo. con el tiempo, Jacinta, que así se llamaba la cabra en cuestión, bueno, así la llamaba Ibn Jaldun, se convirtió en una experta en el arte de liar.

Llegó a atreverse con un tres papeles y todo.
Para una cabra no está del todo mal…
El problema vino después, cuando a Jacinta le dio por fumar también, y le gustó tanto que se propasó con el tema, y ya se sabe lo que pasa cuando uno se propasa.
Ahí si que Ibn Jaldun tuvo un problema serio.