dimarts, 22 de juny del 2010

LA ROJA

- La Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja...
- ¡Qué pesaos!
- ¡Al final , harán que me vuelva de derechas!

También podía haber dicho: ah, si, esa región donde hacen mucho vino, pero me ha salido así, mira...

dilluns, 7 de juny del 2010

EL BARBERO







No me gusta nada ir a cortarme el pelo. Años ha, cuando tenía más que ahora (mecagüen todo), éste había llegado a pasarse más de un año sin oler unas tijeras, hasta el punto que la madre de un amigo me decía, con su habitual gracia de Alcalá de Guadaíra, que un barbero se estaba muriendo de hambre. En la barbería, peluquería, salón de belleza o como se le quiera llamar, me aburro, pero sobretodo estoy incómodo. Me siento observado con tanto espejo, siempre tienen el mismo tipo de lectura (que leo, lo reconozco, algo hay que hacer), y me parece el centro de cotilleos del barrio. Eso vale tanto para peluquerías de señoras como de caballeros, incluso para las unisex. Las de perros, apuesto a que también (y en vez del Hola!, deben tener el Guau!, donde Rin-tin-tín, o Lassie, nos muestran su fastuosa caseta dorada). Luego, cuando te toca sentarse en la silla eléctrica esa, te plantas ante el espejo y tienes que estar todo el rato ante ti mismo, sin poderte mover, mirándote el careto, viendo lo feo que quedas con el pelo ahora peinado con raya, ahora echado hacia un lado, ahora echado hacia delante, como hacen algunos para disimular su calva... En fin, que uno se acaba hartando de su propia persona (aunque a veces, para eso, no hace falta cortarse el pelo). Ah, y no hablemos de estar en la obligación de darle vidilla al peluquero con sus preguntas y opiniones diversas. Pero bueno, Sue lo expresa muchísimo mejor que yo en su entrada (http://exploralmas.blogspot.com/2010/05/me-myself-and-hairdresser.html), que recomiendo, así que iré al grano sobre lo que quiero contar.




Al grano es un decir, claro...






Como a veces me entra el punto bienhechor, últimamente tengo tendencia a meterme en las barberías de esas de toda la vida, las clásicas, las del cilindro giratorio con la bandera francesa, que ya casi no se ven. Me dan la sensación que están a punto de cerrar, por obsoletas, así que intento alargarles de alguna manera su existencia. ¿Cómo? Pues entrando a que me rapen, cómo iba a ser (no les iba a montar una pizzería...).
Hacía unos días observé, pasando por delante en moto, que había una barbería de esas cerca de casa.
Ya la tengo, pensé.
Así que un sábado por la mañana salí de casa y, después de desayunar los pertinentes huevos con chorizo de los sábados matutinos, me dirigí hacia allí. Como no sabía exactamente a qué altura estaba de la calle, empecé por abajo y fui subiendo. A tres travesías divisé una barbería. Hacía esquina, como la otra que había visto el otro día, pero no era la misma, aunque se le parecía mucho: porticones de madera de color gris tristón, y unas letras en el cristal que decían: Barbería Pepe.
Como me daba lo mismo una que otra, me dispuse a entrar, no sin antes observar desde fuera cuánta gente había.
Sólo una persona, calva, a la que estaban arreglando sus cuatro pelillos. La espera sería corta. Perfecto. Entré, pues.
La habitación no medía más de 10 m2. En un rincón había dos sillas de sky barato de color indefinido, más gastadas que unos zapatos de explorador del siglo XIX en Siberia. Al lado, una mesita baja con cuatro periódicos gratuitos y un Marca del año del copón bendito. Mirando a una de las paredes se encontraban dos sillones para la faena de rigor, con el maldito espejo. En las estanterías, enclastadas en el vidrio, habían varios frascos de colonia Brummel, Floyd y similares, todos ellos con las etiquetas descoloridas, como si no se hubieran movido de allí desde el año 1962.
En otro rincón había otra pequeña estantería con una planta medio mustia, metida en una lata de melocotón en almíbar pintada de verde chillón, y un pequeño transistor como el que tenía mi madre en la cocina cuando yo era pequeño (sigue teniendo uno similar), cuando escuchaba a la Montserrat Fortuny a toda pastilla. En la radio de la barbería sonaba Juanito Valderrama (supongo), también a toda leche.







Este es mi barbero, me dije.
- Hola, bon dia! ¿Que me cortaría el pelo?
El hombre, sin apenas girarse, le sacó la bata al que estaba atendiendo y le dijo:
- Bueno, Antonio, ta quedao bien, eh? Hala, bueno, hasta la prósima!
Mientras casi lo echaba, no me di cuenta de cuánto le cobró. Sería poca cosa.
- Buenos días, siéntese, por favor, por favor! ¿Qué va a ser?
Pensé en pedirle una caña.
- Pues que me corte el pelo, que ya toca.
- Mu bien, señor. Vamos pallá- exclamó mientra me colocaba el capote barberil. Apretó tanto el cierre del cuello que casi me ahoga.
No me lavó el pelo y tampoco lo humedeció. Así, a pelo, y nunca mejor dicho.
El barbero tendría sobre los sesenta años, era pequeño, bajito. Rectifico: era bajísimo. Sentado, yo le sacaba casi un palmo.
- ¿Lo quiere muy corto, señor?
Esta es la frase que jamás quiero que me pregunten, pero lo hace todo el mundo. Y yo qué sé...
- Pues... Hombre, un poco sí, que se acerca el verano, y con el casco, como voy en moto...
El barbero sacó las tijeras y empezó a cortar, sin lavar ni mojarme el pelo:
- ¡Si, si, si, el verano, la moto!¡Irá usté más fresquito! ¡Si, si, si, ya llega el veranito!
El hombre parecía nervioso, aunque en realidad era así.
- Es usté del barrio? ¿Vive por aquí cerca?
Ya empezamos con las preguntitas...
- No. Bueno, sí y no, hace poco que me he mudado aquí, pero no soy de Mataró, mi familia vive en Premià. Aunque me lo conozco bastante todo esto, estudié once años aquí, en los Salesianos. En fin, que soy de la comarca, vaya.
Ya le estaba dando demasiada información. Serían los huevos con chorizo, que me pondrían parlanchín.
- Ah, en los Salesianos, sí, sí, sí. Mu grande el colegio, si, si, si...
Tchak, tchak, tchak, y yo, mientras, mirando las prehistóricas botellas de colonia.
- ¿Usté tiene coche, señor?
- Pues no, ahora no, no lo necesito. Además, en este barrio cuesta mucho encontrar aparcamiento, y con la moto lo tengo mucho más fácil.
- Si, si, si, la moto, si, va mu bien la moto, y se va más fresquito, si, si. Mu grande los Salesianos, si, si, si...
Y dale, con repetirlo todo...
Tchak tchak tchak... Hasta las tijeras, se repetían.
Cuando ya casi había terminado, me ofreció un cigarro:
- ¿Usté fuma?
- Pues si.
Abrió un cajoncito y sacó un paquete de Nobel, en el que sólo quedaba un pitillo.
- Tenga, fume usté, fume, fume, fume.
¿Un Nobel? Venga ya.
- Deje, deje, que sólo le queda uno. Fúmese uno de los míos, que me quedan más.
El barbero cerró y guardó rápidamente su cajetilla, y me aceptó un Winston. Me dio fuego y luego encendió el suyo.
El cigarro le quedaba grande.
- Está mu bueno esta tabaco, mu bueno, mu bueno, mu bueno.
- Si, bueno, está bien, es un Winston.
Entonces miró las estanterías:
- ¿Quiere que le ponga un poco de colonia? Le dejará buen olor, y a más irá fresquito fresquito fresquito...
¿Colonia en el pelo? Bueno, ya puestos, total...
- Vale, pero Brummel no. Mejor Floyd, que me gusta más.
En realidad me daba lo mismo, pero el frasco era más bonito. Lo abrió y me echó casi media botella, el muy bruto. Luego me pasó el secador un poco.
Finalmente, acabó, me hizo mirar con un espejo de mano lo bien que me había cortado el pelo y yo le contesté que si, que vale, que correcto.
Me levanté y me metí la mano en el bolsillo para pagarle:
-¡Pues ya está! ¿Qué le debo?
- Dieciocho euros.
- ¿Cómo dice?
- Dieciocho euros, dieciocho, dieciocho.
Jodeeer. Saqué un billete de veinte y me devolvió el cambio. Le iba a dar propina su p...
- Muy bien. Pues gracias, adiós.
- Adiós adiós adiós.

Cuando ya estuve fuera, me dio por reír.
- ¡Dieciocho euros! ¡La madre que lo parió! ¡Y parecía tonto el tío!

Son esos momentos en que crees que tienes cara de primo.

Y me fui a tomar una caña al Lorena 2, a ver si se me quitaba.