dijous, 30 d’octubre del 2008

LA OSA HVALA



Hace muchos muchos años un oso mordió a un cazador en la Val d’Aran. Hacía poco que este animal se había reintroducido en el Pirineu con ejemplares traídos de Eslovenia; este programa, avalado por el gobierno francés, la Unión Europea y la Generalitat, era motivo de fuerte controversia en el valle y en el resto de la cordillera. Por un lado estaban los ecologistas y la opinión pública en general, que estaban a favor de la medida, y en el bando contrario se alineaba la mayoría de la población que vivía en la zona donde habitaba el oso, por los daños materiales, económicos y personales que pudiera ocasionar.
Dicho incidente provocó que el gobierno de la Val d’Aran, desoyendo órdenes superiores, organizara batidas para atrapar al animal y trasladarlo a espacios protegidos, lejos del mundanal ruido y de la actividad del hombre. Un zoo encubierto, vaya.
Debido a la orografía pirenaica, localizar a la osa en cuestión (era una osa, de nombre Hvala) era arduo y complicado, a pesar de contar con los más sistemas de búsqueda más modernos.
Un buen día, semanas después del mordisco en cuestión, un miembro de una de las cuadrillas, Bertomeu Llach, de profesión panadero en Montaut, se topó con la osa Hvala en un claro del bosque, cerca de Canejan. Asustadísimo, se quedó quieto como una estatua, mientras, muy despacio, colocaba en posición el rifle, cargado con dardos narcóticos para abatir al plantígrado. Hvala, por su parte, no se apercibió de la presencia de Bartomeu debido al viento en contra (los osos tienen un olfato finísimo), y siguió a lo suyo hasta que un golpe de aire le acercó el olor humano del panadero.
Éste ya tenía el rifle a punto de disparar. Hvala se giró hacia Bertomeu, que estaba paralizado por el terror e incapaz de mover un dedo, ni tan solo apretar el gatillo.
De golpe, la osa se levantó sobre sus dos patas traseras (con las delanteras hubiera tenido más gracia), miró al cielo, cerró los ojos y…
Y se puso a cantar:
“Perquè ningú no em contarà els seus somnis
perquè és tot urgent i res no s'acaba
perquè el que em pugues dir ja ho duu el diari
perquè ja ens veurem, que no tinc temps ara

M'invente sol un amic per parlar
per recordar records, velles històries
per retrobar el que a ciutat es perd
entre els neons, el tràfec i les boires

Passege avui fent esforç de memòria
sobre l'asfalt impassible i negrós:
la voluntat d'arrels, molt més present
que la nostàlgia d'origen fosc

El verd suau dels pins llepats de pluja
la justa llum que em fa palpar les hores
la veu del vent, oh música oblidada
el gust salat de la vida i la mar

Perquè ningú no em contarà els seus somnis
perquè és tot urgent i res no s'acaba
perquè el que em pugues dir ja ho duu el diari
perquè ja ens veurem, que no tinc temps ara


M'invente sol un amic per parlar
per recordar records, velles històries
per retrobar el que a ciutat es perd
entre els neons, el tràfec i les boires


Jo sé que algú em pot dir que no m'adapte
que em costa molt de perdre el dialecte
que no m'esforce gens a assimilar-me
que no vull oblidar que sóc de poble


Que vaig idealitzant la meua infància
que passa a molta gent a la trentena
que tot això no té cap importància
que el món és fet de gent de tota mena

Perquè ningú no em contarà els seus somnis
passege avui fent esforç de memòria:
el verd suau dels pins llepats de pluja
m'invente sol un amic per parlaaaaaaaaaaaaaaaaar”


Cuando acabó, volvió a ponerse a cuatro patas y continuó con sus quehaceres anteriores, haciendo caso omiso de la presencia de Bertomeu Llach.
Si ya fue mayúscula la sorpresa de encontrarse frente a Hvala, aquello ya fue la repera. ¡Una osa cantante!¡Y encima cantaba de maravilla¡ A Raimon (el autor de la canción) hubiera llorado de la emoción. Sus ojos y oídos no daban crédito a lo sucedido. Bajó el rifle, se lo colocó a la espalda y bajó corriendo al valle a dar la buena nueva.
- ¿Pero tú que vas borracho o qué?
- ¿Has comido setas?
- Bertomeu, ¿no deberías ir al médico?
Frases como éstas y mucho peores tuvo que escuchar Bertomeu en Montaut. A pesar de ello, él insistió e insistió ante todo el mundo de que aquello que contaba era absolutamente cierto, per ma mare que en el cel sia. La noticia llegó a oídos del Síndic d’Aran, que lo llamó a su hermoso despacho. Tanto fue la tenacidad de Bertomeu con su relato, que el mandamás aranés decidió acompañarlo él mismo hasta el lugar donde se había topado con Hvala.
Por increíble que parezca, la osa seguía allí, tan campante. Al verlos, realizó la misma maniobra: se alzó y se puso a cantar, sólo que esta vez se arrancó con “Summertime”, de Georges Gershwin.
El Síndic rompió a llorar de la emoción. Jamás había oído cantar a nadie así, y menos a un oso. Cuando Hvala acabó su cante, los dos hombres se retiraron, intentando no perturbar a aquel animal tan peculiar.
En cuanto llegó a Vielha, convocó al gobierno con carácter de urgencia y, después de unas cuantas comilonas y demás decidieron suspender la búsqueda y captura de cualquier oso que se encontrara en la Val d’Aran, y crearon disposiciones urgentes para proteger a los plantígrados, promoviendo este hecho diferencial como reclamo turístico.
Y así fue como el oso, en este hermoso valle pirenaico, nunca más fue motivo de polémica, y vivió tranquilo y en su hábitat natural, sin apenas injerencias humanas.
Hvala, por su parte, continuó con su vida normal, cantando cuando le apetecía, tuvo hijos, a los que les inculcó el arte del canto (nada de óperas, que daña los abetos), y sus descendientes continuaron con la tradición.
La Val d’Aran se convirtió, gracias al oso y al turismo, en una próspera y rica comarca, envidia de los vecinos
Actualmente, si uno pasea por el bosque aranés, es frecuente escuchar a lo lejos, o no tan lejos, la melodía de, por ejemplo, “Soon forget”, de Pearl Jam.

Que ser un plantígrado no está reñido con el buen gusto.




Vielha, 32 de marzo de 2069.

dimecres, 29 d’octubre del 2008

ASUN Y EL CAMBIO DE HORARIO


El lunes, Asun apareció vestida impoluta con su prístina bata blanca, perdón, encajada en ella (seguro que tiene un calzador de batas, si no ya no entiendo nada), con sus labios mal pintados de rojo carmín, su habitual peinado del día de la tortilla aderezado con las pinzas que se acostumbra a olvidar en el pelo y sus prehistóricas zapatillas del 39, también blancas, con agujeritos.
- ¡Hola bona tardaaaaaaaaaaaaaaaaa!-, dijo, en un alarde de originalidad.
Yo sonreí y respondí:
- Coño, Asun, qué haces por aquí? Si aún no son las dos…
El reloj marcaba la una.
- Uy, si que es pronto, si…
Teresa, una de las compañeras de trabajo, le espetó:
- No sabes que este sábado se ha cambiado la hora?
Asun puso una de sus caras de circunstancias, como haciéndose la tonta, y mirando al suelo dijo:
- Ah, ah… Pues no sé, no me he enterado, no he visto la tele este fin de semana.
Eso era mentira.
- Pues encima he cogido un taxi, que llegaba tarde…
Escondimos nuestras caras tras el fichero, para no molestar. Asun es muy tacaña, pero susceptible aún lo es más. Mucho más. Como los corsos (según Astérix), pero a lo grande.

Después de procesar la situación, a Asun le cambió la cara y se sentó en un rincón, al lado de la ventana y, según me contaron al día siguiente, no se movió de allí en toda la tarde.

(Me tapo la boca, que me parto y no queda bien).

dimarts, 28 d’octubre del 2008

LA URRACA Y EL ARCO IRIS



El otro día salió el sol.
Ya sé que no eso no es nada reseñable, de hecho sale todos los días (sería curioso, como mínimo, que un día no amaneciera, verdad?). Pero es que estaba lloviendo también, algo que, aunque no tan habitual como la salida diaria del sol, también es un hecho frecuente (aunque cada vez menos).
Pues bien, después de llover toda la noche (y de despertarme por una maldita gotera que apareció en la habitación), me lavé y acicalé con esmero, cosa rara en mí, y salí de casa.
Llovía a mares, a océanos, a ríos, a cataratas, a lagos, pero no me importaba, me gusta la lluvia. Me dirigí al coche, calándome hasta los huesos. Tras quince minutos de viaje aparqué en el descampado donde suelo hacerlo todos los días, a unos cientos de pasos del trabajo. Supongo que serán unos cientos, vaya, tampoco los he contado nunca.
Al bajar del coche, seguía lloviendo, pero con menos virulencia. En ese momento apareció también el sol, luciendo en todo su esplendor. Me quedé observando el espectáculo unos momentos, me daba igual si llegaba tarde, entre otras cosas porque casi siempre lo hacía. La lluvia resbalaba en mi cara, brindándome una sensación de frescura y pureza.
Así que me alegré el alma, hala.
Ya me iba a ir hacia mi lugar de trabajo cuando apareció un arco iris, así de sopetón. Me quedé extasiado observándolo, hacía muchísimo tiempo que no veía ninguno y se me quedaron los ojos clavados en él, pensando en el camino parabólico que surcaba hacia el cielo, y que luego descendía. Me preguntaba qué vista tan maravillosa se divisaría desde las alturas, y a qué lugar nos llevaría el final del arco iris.
Mientras pasaban por mi mente estos pensamientos y continuaba mojándome sin apenas apercibirme de ello, oí una voz a mis espaldas:
-Ahora verás cómo sale otro arco iris.
Me giré, y no vi a nadie. Qué extraño, pensé, hubiera jurado oir una voz
-Eh, que estoy aquí abajo, a tus pies, y vigila con pisarme.
Miré hacia el suelo y lo que vi me dejó parado... Me estaba hablando una urraca (Pica pica)!! La veía cada mañana al aparcar en el solar, a ella y a su compañera, me encantaba observarlas, tan curiosas, de un lado a otro, brincando de rama en rama, buscando no se sabe qué. Pero aquello me dejó casi sin poder articular palabra.
-Pero... Tú... Tú hablas?
-No, ha sido la colilla ésta que está aquí en el suelo, no te digo… ¿A ti qué te parece? ¿Ves a alguien más?
Miré a mi alrededor y, efectivamente, tan sólo estábamos ella y yo.
-¿Y tu compañera? He observado que siempre váis juntas en todas partes.
La urraca abrió el pico y dijo:
-Si, es cierto, nos queremos mucho y no nos separamos jamás, pero es que mi urraco (es un macho, que lo sepas) ha tenido que ir al ayuntamiento para empadronarnos.
-No me digas!! Las urracas también tienen que hacer papeleo?
-Buff!! Si tú supieras... Con esta tendencia de quererlo regular todo, al final no podremos ni volar libremente. La semana pasada vinieron los municipales a nuestro nido, y entre otras cosas, nos dijeron que teníamos quince días para empadronarnos, so pena de tener que abandonar nuestro querido hogar.
-Jo, pues si que está mal el patio...
-Mira si está fatal el tema que nos han obligado a llevar encima una bolsita de plástico para recoger nuestros excrementos, imagina la dificultad cuando estás en el aire, cagas y al momento tienes que hacer un vuelo en picado para recogerlo y meterlo en la bolsa, todo eso en pleno vuelo... Hemos tenido que hacer un curso de vuelo en picado con un halcón peregrino para poder hacerlo bien y llegar a tiempo antes de estamparte contra el suelo. Y encima, claro, tienes que hacerlo a más altura para tener tiempo de hacer la recogida, con el consiguiente peligro de pillar un resfriado, ya que arriba hace más frío. Claro que eso tú no tienes por qué saberlo, no vuelas...
-Qué, tienes ganas de hablar, eh?
-Pues sí, pasa algo?
-No, no, ni mucho menos, me encanta oír hablar a una urraca, no sucede todos los días... Y por cierto, qué me decías al principio?
La urraca miró al arco iris y me respondió:
-Que ahora va a salir otro.
-Otro arco iris?
-Si.
-No me lo creo.
-Ah, no? Tú espera y verás. Por cierto, no tienes un cigarro, mientras?
Lo que me faltaba por oír, una urraca que fuma.
-Te va bien un Fortuna?
-Yo me lo fumo todo, que lo sepas.
Saqué el paquete, se lo encendí (encima), y se lo coloqué en el pico.
Aspiró una calada larguísima y exclamó:
-¡Mira, ya sale, ya sale!


Efectivamente, otro arco iris se alzó esplendoroso detrás del primero, creando una atmósfera mágica que me embriagó por completo.
Me quedé con la boca abierta y los ojos como platos, sin decir nada.
-Qué, es bonito, verdad?-, dijo la urraca.
Asentí con la cabeza, sin mirarla.
-No te gustaría subirte al arco iris y contemplar el paisaje desde ahí arriba?
Ahora sí que me giré, hacia abajo. Enarqué las cejas y le contesté, socarrón:
-Si, y qué más?
La urraca pegó unos saltitos delante de mi y se alejó, diciéndome:
-Va, cállate ya y sígueme.
Y, sin saber cómo, la seguí, elevándome por encima de los edificios, y me perdí entre los colores de los arco iris.

CAROLINA SUBE LA COLINA



Siguiendo el sentido del agua
Carolina sube la colina
Se desprende de sí misma
Despacio, con prisa
Sin pausa
Dejando a su paso
Un reguero de tristeza
Que amortigua su sonrisa
Limpia, fresca, radiante
henchida de dolor

Carolina sube la colina
Emulando a Alfonsina
Perdiéndose
Por peligrosos senderos
Simas y cavernas
De destino incierto

Carolina sube la colina…
Sin saber
Si algún día
Descenderá
(A.l.m.g.)


dilluns, 27 d’octubre del 2008

EL BAÚL Y EL HACHA



Mi bisabuela Consuelo era de armas tomar, según me han contado. Murió cuando yo tenía cinco años, pero me acuerdo de ella, aunque de su mala leche no. Con ella por en medio sólo tengo dos imágenes, pero claras: los sábados venía a visitarnos a Premià de Dalt, donde vivíamos, desde Barcelona. Tomaba el autobús y Eva, Raquel (dos hermanas nacidas) y yo la esperábamos al final de la calle. Cuando doblaba la esquina íbamos corriendo a recibirla, y siempre nos traía algún regalito. La otra imagen es de un día que fuimos a visitarla a la residencia donde vivía, y yo, jugando, me rasqué la mano en una pared estucada, rugosa y se me quedó en carne viva.
A principios del siglo XX, mi bisabuelo encontró trabajo en Málaga. Era un reputado albañil, y le deberían ofrecer un buen sueldo, pues se trasladó allí con Consuelo. (Lo que no recuerdo es dónde dejaron a mi abuela, la nueva, pues se supone que ya habría nacido. Pero eso no viene al caso, ahora). Alquilaron un piso y se instalaron. El uno trabajaba en la obra, y la otra, de comadrona.
Con el tiempo, Josep, mi bisabuelo, acabó la obra y se quedó sin trabajo.
Era un poco balilla el tío, y Consuelo lo sabía, supongo. No se ufanaba demasiado en encontrar un nuevo empleo, y solía quedarse en casa, tumbado por ahí.
En esas que había una vecina del mismo edificio a la que le hacía gracia, mi bisabuelo. Dicha mujer era viuda, con siete hijos, y le tiraba los tejos, como si no tuviera otra cosa que hacer.
No sé si hubo algo entre ellos, pero Consuelo sospechaba. Sospechaba mucho.
Así que un día, por la mañana, se fue a trabajar. Le dio un beso a Josep (o no), abrió la puerta, pero no se fue: aprovechó que mi bisabuelo estaba en el cuarto de baño y se escondió en un baúl que había en la habitación.
Allí se acomodó, con un hacha como compañera.

La compañera de Consuelo: durante su encierro voluntario se hicieron amigas, y le puso Jacinta, en recuerdo de una cabra que tuvo de niña.
Un baúl, un hacha y la Consuelo, presta a saltar al más mínimo indicio de cuernos.
Josep se tumbó en la cama, fumando, y en eso llegó la vecina de las narices.
Bueno, de la nariz, porque sólo tenía una, creo.
En esa época las puertas no se solían cerrar con llave, así que él ni se movió de la cama. Entró la mujer, y empezó a hablar: le decía que dejara a su mujer, que era una mala pécora, que ella le cuidaría como nadie, que si esto, que si lo otro… Josep, sin inmutarse, iba fumando y dando largas a la vecina, hasta que ésta se hartó de comerle la cabeza (sin doble lectura) y se marchó.
Al cabo de un rato, mi bisabuelo se hartó también de estar tumbado sin hacer nada, se vistió y salió a la calle a dar un paseo, o vete tú a saber.
Cuando la casa quedó vacía, Consuelo salió del baúl, lo dejó todo tal cual estaba, escondió el hacha en otro lugar, cerró la puerta y se fue a trabajar.
Sobre lo sucedido, no dijo ni una palabra a Josep.
Al cabo de unos días, Consuelo volvía a casa, después de una jornada de duro trabajo. Al doblar una esquina, se encontró cara a cara con la vecina. Sin mediar palabra, le soltó un sopapo directo a su única nariz, desplomándose en el suelo al momento. Y siguió arreándole, patadas, puñetazos, arañazos y todo lo que pudo, hasta que se hartó.
Y se fue, relajadísima, a casa, dejando allí tirada a la vecina.
Evidentemente, ésta fue rauda al juzgado de guardia y puso una denuncia por agresión a Consuelo.
Al cabo de un tiempo, se celebró la vista.
En el barrio el suceso tuvo mucha repercusión, y ya se sabe, de la chafardería popular: la sala estaba a rebosar de curiosos ávidos de sangre y vísceras.
Empezó el espectáculo. Consuelo fue llamada a declarar y reconoció los hechos sin ambages. Cuando le llegó el turno de subir al estrado a la vecina, ésta empezó a escupir improperios contra mi bisabuela, proclamando a viva voz que era una mala mujer, que hace tiempo que le tenía ganas, que no cuidaba a su marido, que… En fin, todo lo que se le ocurrió y más, hasta que, en un momento de la perorata, le interrumpió el juez:
- Perdone, señora, una pregunta…
- Dígame usted, su señoría.
El juez la miró fijamente:
- ¿Usted cuántos hijos tiene?
- Siete, su señoría.
- ¿Es usted viuda, no es cierto?
- Pues si, mi pobre marido murió ya hace años y…
- ¿Y no tiene bastante trabajo con sus hijos como para ir tocando las narices al vecino?
La vecina se quedó de piedra.
- Verá, es que…
- ¡Ni es que ni leches!- gritó el juez, levantándose de su silla- ¡Debería darle vergüenza! ¡Hala, caso cerrado¡ ¡Desalojen la sala! Qué manera de hacerme perder el tiempo...
Y así se dio por concluido el juicio, para desesperación de la vecina, regocijo de mi bisabuela y desencanto del público asistente.
Mi bisabuelo, creo que ni se enteró. Y de lo del baúl y el hacha, aún menos.
Al cabo de un tiempo, Consuelo y Josep volvieron a Barcelona.
Me pregunto si ella se llevaría consigo a Jacinta, por si acaso...

dijous, 23 d’octubre del 2008

Lo Tucà

GOTAS




Empieza a llover
Mi amigo el frío ha vuelto
Salgo al patio carcelero
Las gotas me salpican
Por todo el cuerpo
Las hay de todas clases
Gotas de alegría, de tristeza,
De incertidumbres, de contradicciones,
De dudas, de certezas,
Gotas de risas y lágrimas,
Gotas de azul esperanza
De tranquilidad nerviosa
De anhelos escondidos
Gotas de placer etéreo
Gotas que desaparecen
Lentamente
Gotas que empapan el pensamiento
De sinsentidos conocidos
De sabores que ya no vuelven

Y tiendo a refugiarme
A recogerme

Dentro de un baúl
Y observar por la cerradura
Cómo la vida se llena
De más y más gotas

Pero antes...
Tiendo la ropa seca

dimecres, 22 d’octubre del 2008

HERMES


Hermes, según la mitología griega, es el dios de las fronteras y los viajeros que las cruzan, de los pastores, de los oradores y el ingenio, de los literatos y poetas, del atletismo, de los pesos y medidas, de los inventos y el comercio en general, de la astucia de los ladrones y los mentirosos.
Pues sí que es dios de cosas, el tío...
También según la mitología griega, se ve que nació hijo de Zeus y de Maya, hija de Atlas, el que aguantaba el mundo a sus espaldas. Al cabo de un rato, saltó de la cuna y le robó unos cuantos bueyes a Apolo: queda claro que ya de pequeño tenía alma de chorizo. Luego se encontró una tortuga, la vació (dicen las malas lenguas que se preparó una sopa), y se le ocurrió inventarse la lira y el laúd. Es por ello que la tortuga laúd se llama así, no porque toque mientras nada por el océano. La cuerdas las fabricó con tripa de buey, de uno de los que robó anteriormente; la verdad, no creo que necesitara tantos animales para unas cuantas cuerdecillas.
Pero Hermes lo hacía todo a lo grande, según parece.
Apolo se enteró del robo cuando comprobó que le faltaba ganado (ya sabían contar, los dioses), y se fue a buscar al ladrón para cantarle las cuarenta, pero ya estaba llegando a la cueva (quizás vivía en Guadix) donde moraba Hermes cuando escuchó una música celestial y maravillosa. Apolo se quedó tan encantado con la melodía que se hizo amigo íntimo de Hermes, que era quien tocaba el instrumento de marras. Incluso le regaló unos bueyes, y de paso le enseñó el oficio de pastor, para que cuando fuera mayor tuviera una profesión decente, porque con la música, ya en esa época, no se comían garbanzos.
Cuentan las malas lenguas (católicas, seguramente) que intimaron carnalmente y todo, pero eso no era problema para los griegos, sólo hay que leer la Ilíada para observar que les daba lo mismo carne que pescado.
Pasaron los siglos, Hermes se cambió de bando y se pasó a a los romanos, poniéndose el nombre de Mercurio, nombre que se le ocurrió mientras se tomaba la temperatura, pues tenía fiebre ese preciso día, para mayúsculo disgusto de sus padres, Zeus y Maya.
Aunque, más tarde, su padre hizo lo propio y pasó a llamarse Júpiter...
Con la caída del Imperio Romano, se le perdió la pista, como a Adolf Eichmann.
Pues bien, al cabo de exactamente 1532 años, Hermes ha aparecido de nuevo, pero no en Guadix.
Y se ha instalado en mis labios.
Maldito hermes simple!!
De todas maneras, siempre es mejor que un hermes zoster, claro...

dilluns, 20 d’octubre del 2008

LÁGRIMAS


El otro día iba en coche, de vuelta a casa. Tenía la radio puesta, en el programa que escuchaba le hacían una entrevista a Miki Puig, ex-cantante de Los Sencillos y actualmente personaje de televisión; creo que hace de juez y de jurado en una mierda de programas de esos en los que la gente luce sus habilidades artísticas y luego los echan o se quedan, según cómo hagan el numerito y tal.
Una especie de Dios, por encima del bien y del mal, que reparte justicia (¿artística?) a diestro y siniestro, a su aire, depende de con qué pie se levante.
La entrevistadora, al finalizar ya el programa, le propuso una serie de cinco canciones, como un rànking musical personal, para que Puig, en su infinita sabiduría, sentara cátedra.
No recuerdo bien el resto de las canciones, pero sí de la última que seleccionaron.
“It was a very good year”, de Frank Sinatra.
Me puse a llorar como un niño, y no de pena, precisamente.
Me estaré haciendo mayor?
Me iré a comprar un bastón, por si acaso.


divendres, 17 d’octubre del 2008

... Y MI PRIMO SE SUICIDÓ


Esto es Sauvanyà, el pueblo más bonito y más alejado del municipio de la Ribera d'Urgellet, donde no vive nadie desde hace muchos años. Para entrar en la iglesia hay que pisar las tumbas del jardín, que hace las veces de cementerio.

La Borda, la casa donde nació mi abuela Pepeta (la otra) se encuentra al otro lado del Segre, casi enfrente de Cal Maties, donde nació mi padre, entre el Pla de Sant Tirs y Organyà (Alt Urgell). Es realidad no se trata de una casa, sino de una mansión del siglo XV o XVI, según me contaron. Tiene más de cuarenta habitaciones, capilla, establos, una gran era (no sé cómo se dice en castellano), buenas tierras cerca del río y no sé cuántas cosas más. Perteneció a un señorón de Barcelona que no subía nunca, ya que antes era una verdadera odisea, viajar hasta allí: se podía tardar tranquilamente, en carro, una semanita.
Finalmente vendieron la finca a los masovers (tampoco sé cómo se dice en castellano), o sea, a la familia de mi abuela, supongo que a finales del siglo XIX.
Creo que a la familia de mi abuela les gustaba el siglo XIX. Sus costumbres eran de esa época: se levantaban al alba y se encerraban al caer el sol, como antes. Trabajaban la tierra como antes, aunque tenían un tractor. Cuatro cerdos, gallinas, algún pato, conejos, y doce vacas, a las que el marido de la sobrina de mi abuela cepillaba cada tarde antes de ordeñarlas: ¿dónde se ha visto que las vacas se cepillen?.
En todo caso, será un toro, el que se cepilla a las vacas.
Cuando íbamos, muy de tarde en tarde, con mi madre a hacerles una visita, era como meterse en la máquina del tiempo. Sólo ocupaban una cuarta parte de la casa. Las paredes estaban pintadas de marrón oscuro, sin apenas muebles, y como no abrían las luces te creaba un sentimiento de soledad e inquietud. Nunca entré en las habitaciones, pero supongo que serían igual de austeras.
Hacían vida en la cocina. Se sentaban todos alrededor de la estufa-cocina, de hierro macizo, y allí pasaban el tiempo, después de cenar, silenciosos, antes de irse a dormir: el hermano de mi abuela, Josep Llach, su mujer, Maria Solé, vestida de negro con pañuelo negro, la cual, una vez casada, nunca jamás volvió a salir de La Borda, ni tan solo para ir a visitar a su cuñada Pepeta, que vivía a cien metros (bueno, sí, salió una vez, pero ya muerta); su hija Carmeta, su marido (el del cepillo), y los hijos de éstos, Carme, Josep y Pilar.
Nuestras visitas eran todo un acontecimiento: atravesando casi a tientas el pasillo, llegábamos hasta la cocina, donde nos recibían por todo lo alto: un plato con galletas María Fontaneda y un vino blanco dentro de una botella de Anís del Mono sin la etiqueta, tan antigua que era casi opaca.
Allí hablábamos del tiempo y poca cosa más. Bueno, en realidad sólo hablaba mi madre, ellos no es que fueran muy dicharacheros…
Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo subíamos a casa de mis abuelos la primera quincena de septiembre, ante de empezar el colegio. Como mi tía era la maestra de los Hostalets, aprovechaba y nos daba clases a todos los primos, de unos y de otros, y a todo crío que estuviera por allí. En total, quince o veinte niños.
Los de La Borda también iban. Eran un poco raros, la verdad, tímidos, y no parecían muy espabilados. El Josep era el más apocado de los dos (Pilar aún no había nacido), tenía cara de pena, hablaba poco, se relacionaba menos y, encima, mi tía la profe le metía la bronca porque no se enteraba de nada.
Aunque mi tía Montse nos pegaba la bronca a todos, sin excepción, no es porque le tuviera manía. Recuerdo una niña que entraba a clase torcida, andaba hacia un lado, no sé si por el peso de los libros en la cartera o qué, pero gracias a los gritos de mi tía y al miedo que le daba estoy convencido que que hoy anda como una grulla, de tan recta que va.
Creo que, después de la infancia, no volví a ver a mi primo Josep. Si acaso, en alguna boda, comunión, o algún día de Navidad.
Al cabo de unos años, cuando yo ya me había ido de casa a buscarme la vida, me llamó mi madre, diciéndome que el Josep se había suicidado. Cogió una escopeta de caza, la cargó (claro), se dirigió a la parte de atrás del pajar.
Se metió el cañón en la boca y disparó. Según parece, no lo hizo muy bien, y sufrió bastante, antes de morir.
Encontraron una nota que el Josep había escrito, que decía, entre otras cosas, que la vida que allí llevaban no era vida, y que no había estado nunca con una mujer.
Y que se vendieran la casa.
Tenía veintidós años.
Al cabo de un tiempo, la familia vendió La Borda a un andorrano, que aún la está restaurando, y se fue a vivir a una casita en La Seu d’Urgell.



Y supongo que deben seguir allí, alrededor del fuego…

dimecres, 15 d’octubre del 2008

EL DESPISTADO


Tengo un amigo que es muy despistado.
Perdón, no es exacto.
Es mucho más que eso.
Pondré algún ejemplo.
Mi amigo el despistado tomaba clases de guitarra (y por cierto, ahora toca muy bien). Por esa época trabajaba conmigo en un estudio de dibujo, y venía por las tardes cuando acababa la clase. Un día eran ya las cinco y aún no había llegado. Tenía que estar a las cuatro. A las seis apareció, sofocado. Me dijo: “hostia, tío, no se lo cuentes a nadie”. Cuando salió de lo de la guitarra, se dirigió a la estación de ferrocarril. Andando iba tranquilamente cuando vio que el tren estaba llegando. Esprintó, guitarra en ristre, y consiguió de un salto entrar en el vagón cuando ya se estaban cerrando las puertas. Aliviado y sudoroso, se sentó. No habían pasado dos minutos cuando notó que allí fallaba algo. “¡Me cago en la puta!”, debió de pensar por lo menos, cuando se dio cuenta.
Había tomado el tren que iba en dirección contraria. Por eso llegó tan tarde.


Mi amigo el despistado trabajó también como transportista en una tienda de electrodomésticos. Un día en que lucía un sol espléndido un amigo suyo le hizo una visita, en la tienda, y cuando fue mediodía se volvió con él, con la furgoneta, al pueblo donde vivían, situado a unos veinte kilómetros. Por el camino estuvieron hablando de temas varios, y cuando casi estaban llegando, el otro, cabroncete, le pregunta:
-Oye, porqué llevas el limpiaparabrisas en marcha?
Llevaba todo el camino, más de media hora, flash-flash-flish-flash y ni se había enterado.

Mi amigo el despistado una vez consiguió un empleo como comercial, también de electrodomésticos. Los primeros días acompañaba al compañero, que le enseñaba de qué iba el tema y le iba presentando a los clientes que tenía que tratar. Entraron en la primera tienda, y el titular se puso a hablar con el propietario:
- Y mira, te voy a presentar a nuestro nuevo vendedor, él será el que a partir de ahora te visitará y…
Viendo la cara de sorpresa del otro, se giró y mi amigo el despistado no estaba. Miró por la tienda y al final se lo encontró, con traje y corbata, sentado en el suelo, apoyado en una lavadora.
Se ve que estaba cansado.

Mi amigo el despistado, en el mismo trabajo, estaba recibiendo del jefe las directrices pertinentes:
- Mira, cuando vayas a ver a un cliente, lo primero que tienes que hacer al entrar, es presentarte: bon dia, me llamo Jaume Sabaté y soy de la empresa Princkel, y luego le presentas el producto y toda la historia. ¿Vale o qué?
- De acuerdo, si.
- Pues venga, palante.
Se fue, resuelto, hacia su primer destino. Entró en la tienda, se dirigió al mostrador y le tendió la mano al hombre que había allí:
- Hola, bon dia, me llamo Jaume Sabaté y soy de la empresa… Mmm… Soy de la empresa, soy de la empresa….
No lo recordaba. Al cabo de un minuto pensando, le dijo al del mostrador:
- ¿Sabe qué? Mire, ya volveré otro día, que ahora no me acuerdo.
Y se largó.

Y la última (pero tiene muchas más):
Mi amigo el despistado un día se fue a visitar a mi hermano a La Seu. Había estado, hacía un tiempo, trabajando en Andorra, y se habían hecho amigos y tal. También había quedado, ese mismo día, por la noche, con una chica andorrana, con la que había tenido un rollete. Llegó por la tarde a casa de mi hermano, cenó con él y a la hora señalada se fue a la cita que tenía. Por el camino se fumó un porro (fumaba poco, no como otros), le entró sueño, aparcó la furgoneta en la cuneta y se quedó frito.
Cuando se despertó, al cabo de un par de horitas, se agobió y se volvió para Barcelona directamente, sin pasar por casa de mi hermano a despedirse.

Bueno, va la última:
El hermano de mi amigo el despistado fue padre por primera vez. Fuimos unos cuantos amigos, él también, a ver a la recién nacida, no sin antes celebrarlo en el bar, evidentemente. Subíamos charlando animadamente y tal, cuando, ya dentro del hospital, en la puerta del ascensor, se giró hacia mí y me preguntó:
- Oye, Llorenç…
- Dime, majo…
- Qué coño hacemos aquí?

dimarts, 14 d’octubre del 2008

HISTORIAS DE LA CAMILA: La abuela Pepita

Mi madre, Camila, tuvo una infancia difícil, como tanta gente en la posguerra. Su padre, mi abuelo (sabia deducción) murió cuando ella tenía tres años. A los diez, su madre, mi abuela (pero qué listo, madre) la abandonó y la dejó al cuidado de su madrastra, la iaia Consuelo, a la que llegué a conocer y recuerdo bien, ya que murió cuando yo tenía cinco años, se ve que ya me acordaba de cosas. La mujer se enamoró de otro hombre y se fue a vivir a La Rioja, o Vitoria, o yo qué sé.
En cualquier caso, se largó al norte.
De vez en cuando a Camila le llegaba alguna carta de su madre, hablándole de asuntos varios, como que no podía ir a verla porque no tenía un duro. Aún las conserva, me las enseñó el otro día. Mi madre, una vez que se casó y tuvo sus siete hijos, no quiso saber nada de ella, o al menos no hizo nada por volverla a ver.
Así crecimos los hermanos, sin abuelos maternos, cosa que tampoco creó ningún trauma a ninguno de nosotros, al menos que yo sepa. A mí, ninguno.
Mi abuela Pepita tuvo un hijo con su nuevo marido, que murió relativamente joven, dejando un hermanito para mi madre, que también murió (el hermanito, no mi madre), éste en circunstancias digamos extrañas. A su vez, mi tío, al que no conocí, tuvo tiempo, antes de morirse, de tener también un hijo, al que tampoco conozco.
Así las cosas, un buen día a mi madre le dio por saber si su madre aún vivía. A través de una de mis hermanas, por círculos extraoficiales, se enteró de que estaba en una residencia, en un pueblecito de la Rioja del que no recuerdo el nombre.
Una de mis hermanas y yo nos ofrecimos a acompañarla, por si quería verla, pero mi madre, aprovechando unos días de vacaciones a Euskadi, se pasó por allí.
Esta es la foto que mi madre le sacó a su madre y que me dio como recuerdo.

Mi abuela llamaba a su hija María Rosa, no Camila.
Pepita no reconoció a María Rosa, y a Camila menos.

Aún vive, pero ya no está, pobre.


Couché III (cap. IX)



- En realidad mi promesa no se ciñó a los dos, si no sólo a uno de ellos.
Por la cara que puse Couché vio que no lo había acabado de comprender.
- Lo diré de otra manera, me habré explicado mal: René hizo una promesa a François y otra a mí, François hizo lo propio con René y conmigo, y yo lo mismo con ellos dos. Lo has pillado ahora?
- Si. Entonces, cada uno de ustedes hicieron dos promesas.
- Muy bien, eh? Ya me parecía a mí que tenías más luces de las que a simple vista sugieres.
- Muy gracioso, Couché-, respondí haciéndome el ofendido-; pero qué complicado que se lo montaron, ¿no le parece? Ni que fuera el Acces…
- ¿Y eso qué coño es?
- Deje, deje, olvídelo- no me iba a poner a explicarle un programa que ni yo mismo entendía-; ¿a quién le prometió lo de quedar tercero?
Su semblante cambió.
- A René.
- Murió joven, verdad? ¿Qué le ocurrió?
- Se alistó conmigo en la Resistencia. Formaba parte de mi grupo guerrillero. En la primavera de 1944 nos encontrábamos, como te dije antes de comer, operando por la zona del Aveyron. Un buen día nos dio por poner unas bombas en la vía del tren, en el viaducto de Aguessac, un pueblo cerca de Millau. Cuando casi habíamos acabado de colocar las cargas, nos sorprendió un comando de la Gestapo, que inmediatamente abrió fuego contra nosotros.

Se detuvo, y miró hacia el exterior, con la mirada perdida.
- Escapamos como pudimos. Algunos de mis compañeros quedaron allí muertos, tirados en medio de la vía. René fue uno de ellos: una ráfaga de metralleta le reventó la cabeza.
Couché tragó saliva.
- No pude recoger el cadáver. Tuve que dejarle allí. Vete tú a saber dónde lo enterraron, si es que lo hicieron.
- ¿Nunca pudo recuperar el cuerpo?
- Cuando acabó la guerra, mejor dicho, cuando los alemanes ya se habían retirado de la región hice mis indagaciones en Aguessac y alrededores, pero nadie supo decirme nada concreto. Así que me volví a Pions.
Esta parte de la historia era triste, pero yo estaba fascinado. Uno de los mejores recuerdos de mi infancia era cuando, en la puerta de casa, me sentaba en el regazo de mi abuelo, me enseñaba su reloj de bolsillo, que sacaba de su chaleco negro a rayas, me decía la hora, y luego se ponía a contarme batallitas que me transportaban a un mundo mágico, a mi mundo.
- Y François? Qué fue de François?
- Quieres otro café, o prefieres una copita ? Aunque te advierto que Henri nos va a meter un sablazo…
- Por eso no se preocupe, paga el periódico. Me iría bien un Armagnac, gracias. Me acompaña?
- Te acompaño doblemente. ¡Eh, tú, Henri!¡Henri! ¡Tráenos dos Armagnacs dobles!¡ Y rapidito!-gritó Couché, a viva voz.

(Continuará)

divendres, 3 d’octubre del 2008

Couché III (cap. VIII)


Apagué la grabadora y acompañé a Couché a la cocina. Me sorprendió lo ordenado y reluciente que estaba todo.
- Qué aseado es usted, Couché. Lo tiene todo como los chorros del oro.
- Yo aseado? ¡Pero si hace una semana que no me lavo! Y, si te refieres a la cocina, Charlotte, mi vecina, viene a limpiar cada dos o tres días. Si fuera por mí, esto sería una pocilga, hasta los cerdos se irían a vivir a otra parte- contestó mientras abría la nevera y rebuscaba en ella.
Sacó una lechuga, tres tomates, dos pepinos y preparó una ensalada. Luego cortó pedacitos de queso fresco y lo mezcló todo con una vinagreta. Sacó del armario una botella de Beujolais y me la dio para que la abriera. Mientras lo preparaba todo y yo servía el vino, me contó lo de Pierrette y su marido. Me reí tanto con la historia que casi inundé la cocina de lágrimas y tenemos que salir de allí en canoa.
Vaya un cabroncete, el Couché este. Tengo que escribirla un día de estos.
Durante la comida, aparte de para llevarse los alimentos a la boca y beber, no abrió la boca.
- No me gusta hablar cuando me siento a la mesa.
- Nos nos hemos terminado el vino,- dijo Couché después de acabarnos la ensalada-. Se levantó y volvió con tres trozos de quesos distintos y unas rebanadas de pan.
Una vez finalizado, nos dirigimos a Chez Pierrette a tomar el café. El marido estaba en la barra charlando animadamente con algún vecino. En cuanto vio a Couché, que le saludó con un leve movimiento de cabeza, el semblante le cambió al momento.
Nos sentamos en un rincón del café.
- Ya verás qué dicharachero está con nosotros-, me susurró, sonriente, Couché.
Al poco se acercó Henri, que así se llamaba el marido, con cara de manzana amarga.
- Qué?
- Qué de qué?
- ¡Que qué queréis, coño!
- Dos cafés.
Y se hacia la barra, sin decir nada más. A Couché le divertía mucho la situación, se le notaba en la cara.
- Bueno, vamos a seguir con su historia, si le parece-, le dije, una vez Henri nos sirvió los cafés -. Coloqué la grabadora encima de la mesa y la encendí.
- Por dónde íbamos? Ya no me acuerdo…
- Nos habíamos quedado, perdón, usted se había quedado en que acababa de prometer a sus amigos quedar siempre tercero en las las carreras en las que participara.
- Ah, si, si… Sigo entonces…
(Continuará)

dijous, 2 d’octubre del 2008

dimecres, 1 d’octubre del 2008

Couché III (cap. VII)


Y así, pensando, discutiendo y diciendo estupideces varias, propias de la edad y del alcohol, pasaron las horas sin concretar nada. El sol asomaba tímidamente por el este, empezaba a refrescar debido al rocío, los pájaros iniciaban su canto matinal y…

- Excúseme, Couché, ¿podría no irse tanto por las ramas? No es que tenga mucha prisa, pero es que, a este paso, se van a consumir las pilas de la grabadora, y se me está subiendo el pastís a la cabeza, y me dará una pereza enorme tomar notas…
- Vaya, vamos cogiendo confianza, eh, chaval? De acuerdo, iré más al grano-, dijo, sirviéndose el enésimo vaso. También rellenó el mío, sin pedirme permiso, el maleducado.

- Pues eso, que ya estaba a punto de salir el sol cuando se me ocurrió. Me levanté de un brinco y grité:
- ¡Ya está! ¡Ya lo tengo! A partir de hoy, cuando compita en una carrera siempre quedaré tercero!
René y François se miraron, sorprendidos, y al cabo de un momento se rieron escandalosamente.
- ¡Ja ja ja ja! ¡Qué bueno, André! ¡Qué bueno! Pero no creo que seas capaz, con lo competitivo que tú eres!-, exclamó François.
- ¡Ja ja!, - rió René; - yo también lo dudo mucho.
Aquellas palabras hirieron mi orgullo, que, como habrás observado, es bastante elevado; me puse solemnemente serio y proclamé, mirando al sol naciente:
- Juro por Dios, por la Virgen, por el Papa, por mi padre, por mi madre, por mi perro y por la República que, a partir de este momento, siempre quedaré tercero, en cualquier carrera en la que participe.
François, levantándose también de la hierba mojada, y secándose las lágrimas de tanto reír, dijo:
- Vale vale, nos lo creemos, pero no jures ante Dios, la Virgen y el Papa, que tú no eres de misa diaria ni nada parecido.
- Pues anda que tú… Bueno, retiro a estos tres; lo vuelvo a jurar por los otros y por… Y por vosotros, mis amigos. ¿Mejor? ¿Vale ahora?
- Si, ahora si.

Yo no sabía qué pensar. Aquel hombre me estaba tomando el pelo, y sin embargo quería creerle.
- Caramba, Couché… ¿Y sólo por esta tontería fue capaz usted de no alcanzar la gloria deportiva, y no pasar a la historia más que como un corredor segundón? Perdón, en su caso, sería tercerón… - Pues sí, qué pasa… Yo siempre he sido un hombre de palabra, y más con los míos.
Me rasqué la cabeza, confundido, mientras vaciaba el vaso.
- Bueno, me lo creo, va…
Couché se puso de pie y levantó los brazos, estirando el cuerpo.
- Bueno, bueno, bueno… ¿Tienes hambre, Laurent?
No me ha llamado Poubelle, qué detalle, pensé.
- Pues la verdad es que un poco sí, después de tanto pastís no me iría mal llenar el estómago. Y a usted también, diría yo. Pero quizás debería irme ya…
Se acercó a mí, me cogió del brazo y me levantó del sillón.
- ¡Pero qué dices, hombre! Es hora de comer, y como me decía siempre mi abuela Pepette, hay que comer. Además, aún no he terminado de contártelo todo.
- Es cierto, - recordé; - tiene que decirme cómo acabó lo suyo con Zatopek.
- ¡Tienes razón, chaval! Eso y más cosas aún. Pero primero, a coger fuerzas. Acompáñame a la cocina, vamos a ver qué podemos comer. ¿O prefieres salir fuera? En Chez Pierrette se come bien, aunque su marido no me mire con buenos ojos…
- ¿Por?
- Bueno, digamos que tuve un desliz con su mujer, y siempre ha sospechado, aunque nunca lo ha podido demostrar. Mejor nos quedamos aquí, estaremos más tranquilos. Luego, si acaso, ya iremos allí a tomar café. Te parece?
- Me parece.
(Continuará)