dijous, 6 de maig del 2010

KOWALSKI

Este no es Kowalski, es el hijoputa de Leopoldo.


Últimamente noto que me falta tiempo, el día debería tener treinta y dos horas. Claro que entonces habría que reordenar las semanas, los meses, los años y quién sabe si un lustro (esa medida de tiempo tan pulcra y aseada) acabaría teniendo siete años en vez de cinco. Y dudo muy mucho que esto se hiciera sólo porque a mí me fuera mejor la cosa. Aunque, realmente, la razón verdadera de mi queja no es otra que mi propia dispersión, a lo que no voy a entrar porque no me da la gana, con saberlo y aceptarlo (no siempre), de momento ya me vale.

Es lo que hay.

También leo menos que antes. Y encima, no se me ocurre nada mejor que agarrar tochanas (tochos, ladrillos) de mil páginas, con lo cual, con los pocos momentos en que me paro a leer (cinco minutos por causas perentorias y otros cinco por la noche, antes de que caiga redondo), el libro se alarga y se alarga y no lo acabo ni harto vino.

Aún así, parece que estoy llegando al final del último que llevo entre manos: “El fantasma del rey Leopoldo”, de Adam Hochschild. Es una horrenda exposición de las atrocidades cometidas en el Congo por parte del rey de Bélgica, que se empeñó en poseer una colonia a toda costa y que, después de buscarla por todos los continentes habidos y por haber, la encontró en África, y los demás jerifaltes europeos se la concedieron en la Conferencia de Berlín en 1885, cuando se repartieron el pastel mundial. Las consecuencias de esta decisión, a la vista están.

Así, Leopoldo creó, a través de asociaciones humanitarias fantasmas (era él mismo), el Estado Libre del Congo. Su finca particular, que, por cierto, no pisó jamás, a pesar de embolsarse más de 132.000 millones de euros al cambio actual, hasta que la cedió en 1908 al Estado belga, obligado por las circunstancias (el cual siguió funcionando igual que con el rey, hasta que el caucho dejó de ser negocio).

Es un libro durísimo y triste, que te hace perder la fe (?) en la raza humana y tal, pero es muy aconsejable si uno quiere tener conciencia de lo que el hombre es capaz de hacer. Aunque hay que tener estómago, para leérselo.

Lo más curioso e hipócrita (sobretodo eso) de toda esta historia, es que el genocidio cometido en el Congo fue conocido y denunciado por las demás potencias, cuando hubieron de rendirse a la evidencia. Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Alemania, entre otros países, organizaron grandes campañas en contra de Leopoldo, mientras ellos mismos seguían haciendo exactamente lo mismo en sus propias colonias: esclavismo encubierto, exterminio de pueblos enteros, torturas inimaginables… Todo en aras del buen negocio y el mejor dinero.

Sin embargo, no todo el libro es horripilante: hay una anécdota graciosísima, y es esta la verdadera razón por lo que escribo esto. Ni dispersión, ni Congo ni pollas en vinagre.

KOWALSKI.

Este tipo, Henry Kowalski, que se hacía pasar por llamar coronel sin haber hecho la carrera militar, era un picapleitos sensacionalista estadounidense que se encargaba de defender a mafiosos, y pillaba todo aquel caso que le pudiera dar notoriedad. Y era muy bueno, en lo suyo. Pesaba más de ciento cincuenta kilos, de tanto que comía el tío; eran famosos los banquetes que celebraba, sobretodo por la cantidad. Más o menos como Luis XIV (bueno, no tanto, lo de éste es para escribir otro post). También padecía de narcolepsia, esa enfermedad que te deja dormido en cualquier parte y sin previo aviso. En más de una ocasión se durmió durante un juicio, aunque eso no era problema para él: cuando se despertaba continuaba con el caso como si nada, o aún lo hacía mejor.

(No sé si fue así, pero me da la sensación que Charles Laughton basó su personaje en “Testigo de cargo”, donde hace de abogado defensor de Tyrone Power, en Kowalski. Y el físico ya lo llevaba puesto).

En una ocasión, Kowalski tuvo un litigio en el que el acusado era Wyatt Earp, el famoso sheriff y pistolero, el del duelo de OK Corral contra los hermanos Clanton. Earp, un tipo mitificado en exceso por la leyenda del Far West, era en realidad tan hijoputa como cualquier hijoputa, y tenía mucha mala leche. Era de gatillo fácil (me encanta esta frase). Así, cuando tuvo enfrente como acusador a Kowalski, le amenazó de muerte.

Un día se toparon en un local. Empezaron a discutir violentamente, hasta que a Wyatt Earp se le cruzaron los cables del todo y arrastró, como pudo, a Kowalski hasta los lavabos. Allí le acorraló contra la pared y sacó el revólver, encañonando al pobre abogado y dispuesto a volarle la cabeza.



Wyatt Earp, con su habitual cara de mala hostia

Entonces, a Kowalski, en ese preciso momento, le dio el ataque de narcolepsia y se quedó frito (de dormido, no de muerto) de sopetón, desplomándose encima de Wyatt Earp, quien le aguantó a duras penas para no quedar aplastado por el excesivo peso del abogado.
Al cabo de poco salió Earp de los servicios, iracundo, y gritó:
- ¿Cómo voy a matar a un tipo que se queda dormido cuando le encañonan en su cara?

Y así quedó la cosa. No sé cómo acabó el juicio, pero posiblemente Earp fue absuelto de cargos.

En cuanto a Kowalski, y de ahí viene su relación con el Congo, fue contratado por Leopoldo de Bélgica, en uno de sus múltiples intentos de poner a la opinión pública a su favor, algo que consiguió durante muchos años, ya que pagaba estupendamente. La lista de sobornados que tenía en nómina era interminable. Así, Kowalski trabajó para el rey, ocultando y tergiversando pruebas en contra del monarca y sobre lo que ocurría realmente en el Congo, publicando escritos positivos hacia su persona, hacia su pretendida causa humanitaria y destrozando con calumnias a los defensores de la justicia en la colonia belga. Y así fue durante un tiempo, hasta que Leopoldo ya no creyó pertinente necesitar sus servicios y dejó de pagarle.

Kowalski, al ver que se evaporaba de sus manos una magnífica fuente de ingresos, intentó infructuosamente volver a trabajar para él con cartas halagadoras, loando y suplicando volver al redil de Leopoldo. Mas éste no hizo ni puto caso.

Finalmente, despechado, Kowalski reunió toda la información que poseía sobre la barbarie en la finca real, que era mucha, y se la vendió a Randolph Hearst, el magnate de la prensa (aquél que vivía en una inmensa mansión llamada “Rosebud”: se dice que le puso ese nombre porque así llamaba él al coño de Marion Davies, su amante), el cual no tardó nada en publicarlo en sus medios, con el consiguiente escándalo que se formó. Ese fue el principio del fin de Leopoldo.

Bueno, sólo del fin de su buena suerte, pues murió tranquilamente en su palacio de Laeken, forrado hasta las cejas gracias a las vidas de, se calcula, así a bote pronto, diez millones de personas de nada.

Una minucia.


Pd: en cuanto acabe el libro, fijo que me paso al Mortadelo por una larga temporada.

dilluns, 19 d’abril del 2010

ALBINO


"El albino sólo come peras y bebe vino blanco".

Tazio di Belloni, científico y antropólogo italiano (1627-1694).

divendres, 16 d’abril del 2010

SONRÍO

Joan es mi amigo. Tiene ochenta y cinco años, me lleva cuarenta. Le conocí hace quince años o más, cuando, ya jubilado, colaboraba como redactor y mente pensante en la agencia donde aún sigo trabajando.
Y sigue viniendo, pero ya sólo a desayunar y a leerse La Vanguardia, periódico burgués, de derechas, catalanista, católico, apostólico y romano. Como él, vaya.
(Esto de “romano” nunca lo he acabado de comprender: jamás le he visto vestido de centurión).
- Te caerá muy bien, ya verás-, dijo Jordi, mi amigo y jefe .
Tenía toda la razón. Joan es un gran lector, conversador, discutidor y poseedor de una vasta cultura general, pero no es nada pedante. Como a mí me gusta saber, y también discutir, congeniamos en seguida.
Durante muchos años he ido a su casa a comer, a hacer la sobremesa, a visitarle, a hacer unas partiditas de ajedrez (siempre me gana)... Otras veces, simplemente quedábamos en cualquier bar para tomarnos unas cervezas, o unos whiskies, y ya se sabe que el alcohol siempre es una buena excusa para tener una conversación interesante.
Claro que depende con quién.
Actualmente nos vemos menos, ya no voy tanto a su casa, entre que no tengo tiempo y que su ex-mujer… Bueno, eso no viene al caso, ahora, que me pongo malo.
El martes comí con él, después de bastante tiempo. Jordi también acudió.
Joan fumaba un paquete diario de Ducados, hasta que el año pasado pilló una neumonía, le ingresaron en el hospital unos días y aprovechó para dejarlo, después de toda una vida con humo. Pero lo que es beber, sigue bebiendo y sin problemas, aunque un poco menos.
Cuando llegué, tarde como siempre, ellos ya iban por el J&B (con tres cubitos, por favor, y en vaso de tubo). Pedí sólo un plato para poder incorporarme rápidamente a la tertulia.
- Con un arroz a la cubana ya hago, gracias. Y me quita el plátano.
- No, si plátano no ponemos.
- Mejor.


Tiro recto que ya me voy por los cencerros de Úbeda.
En un momento de la conversación, le dije:
- Oye, Joan, cuando te cambies de coche me lo dices, ¿eh?, que me lo quedo.
Se lo había regalado mi hermana. Primero me lo ofreció a mí, pero como no lo necesitaba, se lo comentó a él: tenía un Opel Calibra del año de la picor que le daba muchos problemas, y le costaba mucho entrar en él. Más que sentarse, se acostaba al volante.
Así que aceptó la oferta. Un Astra familiar de color verde pino.
- Vale. Eso está hecho. Te lo dejo en herencia.
- Joan, no empecemos a decir tonterías.
- Tengo cáncer- dijo con toda tranquilidad, mientras meneaba los cubitos de su vaso de tubo.
Hacía un par de meses que me comentó que no se encontraba bien, y que le tenían que hacer unas pruebas.
- Bueno, tengo un tumor en el colon, me lo tienen que extraer. La semana que viene tengo hora con el anestesista: supongo que en tres semanas, más o menos, me operarán.
- Joder… Pero ya sabes si es bueno o malo?
- No, pero ya me preparo para lo peor. Total, ya tengo unos años y todo lo que sea de más pues bienvenido sea. Y si no, nada, se acabó y adiós muy buenas.
- Por favor, Joan, venga, no te pases, que aún tienes cuerda para rato- respondí, por decir algo.
- Mira, Llorenç- exclamó con voz firme -: no te voy a negar que tengo miedo, pero supongo que tengo fe… Aunque tengo mis dudas –y ya sé qué estás pensando- pero sí, tengo fe, o como lo quieras llamar, y creo que estoy preparado para lo que pueda venir.
He tenido una vida larga, he conocido a mucha gente, tengo una buena familia… Ejem, bueno, una parte de ella, la otra mejor dejarlo correr… Pero en general no me puedo quejar. Y sobretodo, os he conocido a vosotros. Sois mis amigos, unos amigos maravillosos, y estoy muy orgulloso y contento de ello.
Jordi y yo no sabíamos qué decir.
- Es así!! –“és així” es su muletilla favorita- ¡Ya me puedo morir tranquilo!-concluyó, dándole un último trago a su whisky en vaso de tubo. Con tres cubitos, por favor.
Me entró la congoja emotiva. Antes de la cosa pasara a mayores, le dije:
- Bueno, Joan, para ya. Cállate un rato, anda. ¿Quieres otro whisky?
- ¡Pues claro que si!-exclamó divertido.

Le operan el próximo martes.


divendres, 26 de març del 2010

diumenge, 14 de març del 2010

UN GATO EN EL BOLSO





- Tengo malas noticias-, dijo Claire al ponerse al teléfono.
Kurt ya estaba acostumbrado a que sus conversaciones con su novia empezaran de esta manera. Siempre malas o buenas noticias, aunque habitualmente eran pequeños detalles sin demasiada importancia, que daban vidilla a la rutina cotidiana.
Pero aquella mañana Kurt sabía que había algo más.
- La Chinchette, ¿verdad?
- Si. Está en las últimas.
- Vaya, lo siento muchísimo. ¿Y tú cómo estás?
- Bien, bien. Bueno, es ley de vida, qué le vamos a hacer. Luego, cuando cierre a mediodía, iré a ver cómo está. Ya he quedado de acuerdo con el veterinario: a las nueve de la noche irá a administrarle la definitiva, según cómo la vea. Ya te contaré.
- Vale. Dime cosas. Te quiero mucho.
- Si, ya, y yo. Hasta luego.

Por la tarde, Claire llamó a Kurt:
- Ya está. La Chinchette ha muerto.
- No sé qué decir... Ha ido todo muy rápido...
- Pues si. El otro día le detectaron el maldito cáncer y ya ves, cuatro días que ha durado la pobre. En fin...
Kurt pensó que a continuación pronunciaría la consabida frase: “no somos nadie”, pero no, afortunadamente. Claire dijo esto otro:
- Hay que reconocer que la vida tiene su vis cómica.
- ¿A qué te refieres?
- He colocado el cuerpo en una bolsa de plástico, pero como me daba cosa llevarla así por la calle, la he metido dentro del bolso. Y no veas cómo pesaba...
- ¿En el bolso? ¡Jajaja!
- Si, si. Y cuando he llegado al trabajo, mi jefe, sin dejar que me quitara el abrigo ni nada, me ha pedido que atienda a un cliente indeciso.

- Vale, pues toma, guárdame el bolso ahí detrás.
- Joder, si que pesa esto... ¿Pero qué llevas aquí dentro?
- Luego te lo cuento, Peter, luego... Hola, qué tal! Qué es lo que está usted buscando exactamente?- digo, girándome hacia el cliente.
- Hola, pues... Busco algún libro de novela negra, donde hayan muchas muertes, si pudiera ser.
(Si quieres te enseño el bolso y te inspiras, pienso).
- ¿Ah, ya... ¿Algún autor en concreto? ¿Qué acostumbra usted a leer?¿Dashiell Hammet?¿James Ellroy?¿Simenon?
- No sé, no leo mucho, más bien veo películas, veo muchas películas. Me encanta Tarantino, es el mejor. Mi preferida es “Pulp Fiction”. Y bueno, querría leerme alguna novela de este estilo.
- Muy bien. Creo que tengo lo que busca- saco un libro de una estantería de la derecha-: “El poder de las tinieblas”, de John Connolly. Es el segundo de la serie del detective Charlie Parker; es bestial, se acojonará vivo. Aquí el malo es el más malo que uno se pueda encontrar: es el diablo en persona.

(http://www.youtube.com/watch?v=9bLzez2DLxY)

El cliente agarra el libro , le da la vuelta, lo acaricia...
- Le va a encantar, se lo aseguro.
- Vale, me lo quedo.

- Esto ha sido como besar el muerto, digo, el santo- dijo Kurt, jocoso.
Claire rió con ganas.
- Si, y que lo digas, Bueno, a las penas puñaladas, que se suele decir. Voy a dónde ha metido Peter a la pobre Chinchette. Cuando vaya para casa te llamo.
- Vale. Te quiero.
- Ya, y yo, qué te pensabas. Hasta luego.



Hacía poco que Claire y Kurt vivían juntos, y los tres gatos de ella aún vivían en su antigua casa. Bueno, realmente, sólo quedaban dos: Théo, un precioso gato de color zanahoria, había muerto hacía pocos meses, y lo habían enterrado en plena montaña, en los Alpes, en una finca perdida propiedad de la família de Kurt(*).
Sólo quedaban Otto y Chinchette. Bueno, Chinchette ya no.
Kurt abrió el congelador, sacó todo lo que había dentro y lo dejó como los chorros del oro. Colocó los alimentos en la estantería de arriba y la otra la dejó vacía, con espacio suficiente.


Por la noche, Claire llegó a casa sudorosa.
- Anda que no pesa esto! Menos mal que he pillado a tiempo el autobús...- masculló sonriente, mientras dejaba el bolso encima de la mesa del comedor.
- Mira...- dijo Kurt, abriendo la puerta del congelador.
- ¡Haaaala, qué bien! Eres un monstruo.
Claire sacó del bolso una caja de zapatos.
- No veas, Kurt, la historia para meter a la Chinchette aquí dentro. Se lo he contado a Peter, no he tenido más remedio, y después de la sorpresa me ha ayudado a cambiarla de de lugar, que con el rigor mortis no había manera.


- Creeck!

- Vaya, Claire, lo siento. Creo que le he partido una pata, intentando meterla dentro de la caja...
- No te preocupes, ya no viene de aquí. ¿Así cabe, no? Pues ya está bien.


- No, si lo que a ti no te pase...- rió Kurt.
Colocó la caja en el congelador. Claire dijo:
- Perfecto. De a quí a dos semanas la enterraremos al lado de Théo. Estarán bien.
- Pues claro.

Al la mañana siguiente, Kurt dormía profundamente, tenía fiesta. Claire, antes de salir de casa, le susurró al oído:
- Para comer tienes salchichas en el congelador. Te quiero mucho- dijo, dándole unos cuantos besos en las mejillas.
- Mmmm... Vale, gracias. Ya, y yo, qué te pensabas...- y Kurt, sonriente y feliz, se giró hacia el lado contrario.

Aquel día, Kurt comió, de menú, en el Deux Mille, una estupenda brasserie cercana a su casa.

dimecres, 24 de febrer del 2010

TIENES LA SOPA FRÍA


- Tienes la sopa fría.
Tomás escuchaba esta frase todos los días de labios de su mujer, mientras ésta recogía su propio plato. Ella lo decía con sorna, ya se había acostumbrado a que su marido llegara siempre una hora tarde a la mesa. Aunque a veces lo deseara, tampoco se atrevía a regañarle, se arriesgaba a una catarata de improperios.
Tomás se sentaba y sólo abría la boca para tomarse la maldita sopa helada.
Y todo por culpa del aparcamiento.
Todos los días, desde que se mudaron a aquel barrio, hacía ya varios años, le ocurría la misma historia. Una vez terminada su jornada laboral volvía a su casa, y se pasaba una hora larga dando vueltas hasta encontrar un lugar donde aparcar. Era un barrio densamente poblado y, evidentemente, había exceso de automóviles. Hasta que instalaron la zona azul y la grúa empezó a arruinar con esmero a los habitantes del barrio, aún se podía estacionar sin demasiados problemas; incluso, si no había aparcamiento, se podía dejar el coche encima de la acera y no pasaba nada.
Todo esto cambió poco antes de que Tomás Expósito y Gertrudis Gómez compraran el piso. Qué mala suerte.
Por eso la sopa siempre estaba fría.
- Tienes la sopa fría.
Con el tiempo, la madre de Gertru se trasladó a vivir a casa de su hija. A Tomás sólo le faltaba esto. Su suegra, Merche, en el mismo techo.
Ésta, una vez se instaló y se sintió cómoda en su nuevo hogar, empezó a martirizarle con sus comentarios sarcásticos. Como si no tuviera bastante con el suplicio de no poder aparcar, encima debía aguantar también a la señora Merche.
La ironía le gustaba, pero el sarcasmo era algo que Tomás apenas soportaba, y de su suegra aún menos.
La batería de puyas y reproches solapados fue en aumento con el tiempo, y entre una cosa y otra, Tomás ya no podía más.
La gota exasperada que colmó el vaso fue una frase que, como se vio más tarde, resultó de lo más desafortunada, sobretodo para la señora Merche. Un día, mientras Tomás comía en silencio la maldita sopa fría, su suegra le soltó:
- Qué, Tomasín (¡encima le llamaba así!)… ¿Cuándo vas a decidirte a tener un hijo? Porque no os oigo por las noches, la verdad. Ahora que, igual eres estéril…
- ¡Mamá! ¡Por favor!- protestó Gertru desde la cocina.
Tomás no abrió la boca. Dejó la cuchara en la mesa, se levantó, cogió el abrigo y salió de casa dando un portazo.
- Hija, qué susceptible llega a ser tu marido…- refunfuñó la señora Merche.
Gertrudis Gómez miró a su madre casi malamente:
- Joder, mamá, ¿tanto te cuesta aguantarte de soltar por la boca la primera tontería que se te pasa por la cabeza? Si es que siempre estás igual...
Tomás tenía que hacer algo, aquello no podía continuar así. Necesitaba un plan, así que se fue a pensar al bar de la esquina.
Pasadas las once, volvió a casa, contento por más de un motivo. Si decir nada a nadie, ni tan siquiera al gato, se acostó y se durmió con una sonrisa.
Ya tenía su plan.
Al día siguiente el humor y la actitud de Tomás cambió completamente. Se volvió hablador, amable, sonriente y muy solícito, sobretodo con su suegra Merche. Ésta estaba descolocada, no sabía qué pensar. “Mmmmm, qué rica está esta sopa!”, exclamaba él con alborozo, aunque la sopa de marras seguía congelada; “deje, deje, señora Merche, ya le lavo yo los platos”, decía, cuando no había tocado una pica en su vida; “hoy le acompaño al mercado; ya le llevo yo el carrito, que usted ya no está para esos trotes: ande, déme, déme”, y la señora Merche se quedaba sin palabras, mientras Tomás le agarraba el carrito de la compra, le abría la puerta del piso y llamaba al ascensor mientras ofrecía a su suegra su sonrisa más radiante.
Gertrudis, su esposa, también andaba algo escamada, pero como era de observar mucho y hablar poco, no decía apenas nada.
- Este Tomás...- musitaba para sus adentros de vez en cuando.
Pasaron los días, y Tomás continuaba con su nueva personalidad. La señora Merche bajó la guardia, con el tiempo, incluso le empezó a coger cierto aprecio a su yerno, y se mostraba más alegre y simpática.
- Por el camino verde que lleva a la ermitaaaaaaaaa...-.
- Esto sí que es raro, mi madre cantando mientras barre. Lo nunca visto-, pensaba Gertru, atónita.
Un sábado, de buena mañana, la señora Merche se dispuso, con su carrito de la compra a cuadros escoceses del clan de los McPherson, a ir al mercado. Tomás se había levantado incluso antes que ella, y había preparado un buen desayuno para ambos.
- Ande, señora Merche, que esta tostada con mermelada de arándanos está para morirse... Coma, coma...
- Jiji, tú lo que quieres es que me cebe más y que me suba el colesterol, canallín-, respondía la suegra mientras hincaba el diente a la tostada.
Cundo acabaron de desayunar, Tomás cogió el carrito escocés:
- Venga, señora Merche, que le acompaño al mercado.
Abrió la puerta del piso, mientras su suegra se ponía el abrigo, y llamó al ascensor. Cuando llegó éste al rellano lo atrancó, y simuló que no funcionaba.
- Vaya, lo siento mucho, señora Merche, pero el ascensor no va bien; está encallado, maldita sea. Habrá que llamar a los de las averías. Pero bueno, no se preocupe, que sólo son dos pisos. Vaya bajando con cuidado, que ya voy. Y agárrese bien de la barandilla, no se me vaya a caer.
La suegra obedeció, y se dispuso a bajar por las escaleras cautelosamente.
Llegó el momento.
Tomás, que se encontraba a espaldas de ella, simuló tropezar y la empujó violentamente hacia abajo.
-¡Uuuaaaahh!
La señora Merche rodó durante veinticinco escalones, hasta que se detuvo, inerte, en el rellano.
- ¡Señora Merche! ¡Señora Merche! ¡Dios mío! ¡Gertru!¡Gertru!¡Corre, de prisa, llama a una ambulancia, tu madre se ha caído por les escaleras!
Mientras bajaba corriendo a atender a su suegra y su mujer telefoneaba al 061, Tomás rezaba para que no muriera.
- Esperemos que no la palme, si no me jode el invento-, pensó.
La jugada le salió redonda: la señora Merche se rompió unas cuantas vértebras producto de la caída; en consecuencia, quedó parapléjica, postrada en silla de ruedas para el resto de su vida, y sin poder apenas articular palabra. Por consiguiente, Tomás fue al ayuntamiento y solicitó un aparcamiento para minusválidos delante del portal de su bloque de pisos.
Después del pertinente papeleo, al cabo de poco vinieron los operarios municipales, pintaron unas líneas amarillas delante de su casa y colocaron el distintivo de minusválido, además de la señal. En ésta se podía ver con letras bien grandes: 7669-DNS, la matrícula del coche de Tomás.






A pesar de que tuvo que hacer modificaciones para que a su suegra se la pudiera acomodar en el auto, y que periódicamente debía llevarla al hospital, Tomás estaba radiante. Se acabaron los problemas de aparcamiento y de tomar siempre la sopa fría.
Y de señora Merche, ya puestos.
La que no lo tenía tan claro era Gertrudis. No entendía aquel lejano cambio repentino de humor de su marido, ni tampoco que, después del accidente de su suegra, a quien él parecía que apreciaba mucho, continuara feliz y risueño. Además, misteriosamente, se olvidó de lavar los platos, de retirar la mesa y de ir al mercado.
Todo volvía a ser como antes, sólo que con la señora Merche parapléjica, de la que se cuidaba únicamente Gertrudis.
- Tomás, podrías ayudarme con mi madre de vez en cuando, ¿no te parece?
- Es tu madre, Gertru… Además, me parece que violentaría su intimidad, aunque no hable y no sepamos si nos escucha o no. ¿Comprendes?
- Bueno, visto así… Pero yo…
- Perdona, luego hablamos, ¿de acuerdo? Tengo que ir a lavar al coche –se excusó, mirando su automóvil desde el balcón.
En pocos días, la señora Merche perdió toda su fortaleza física y mental. Se iba apagando poco a poco. No obstante, cuando Tomás pasaba cerca de ella, su mirada se transformaba en rabia y odio, y parecía que quería musitar algo, pero no lograba decir nada, se quedaba en el intento.
A veces, a Tomás le parecía que ella sabía que él era el culpable de su situación. Gertru también recelaba, pero no tenía pruebas y optaba por el silencio.
Una tarde en que Gertrudis se encontraba de compras, Tomás estaba en casa, en compañía de su suegra. Observaba distraído una corrida de toros que ponían en la tele; ya estaba a punto de dormirse cuando…
- Vous avez la soupe froide.
Tomás se despertó de golpe.
- ¡Anda, si la suegra habla! ¡Y en francés!
La señora Merche ladeó la cabeza hacia él, como buenamente pudo:
- Je sais que tu as été, porc maudit… Celle-ci tu me la paies…
Tomás se rascó la cabeza, mientras se levantaba del sofá:
- No tengo ni idea de lo que está diciendo. Se ha vuelto loca, la pobre…
Al cabo de un rato, Gertrudis volvió de la compra. Tomás no le dijo que su madre había hablado.
- Gertru, ahora que ya has llegado, salgo. Voy a lavar el coche.
- Le vas a quitar la pintura, de tanto lavarlo-, contestó.
Cuando Tomás se fue, Gertrudis se dirigió al lavadero y sacó la ropa de la lavadora para tenderla.
- Mamá, vuelvo enseguida, voy arriba a la terraza a tender la ropa.
En cuanto desapareció por la puerta, la señora Merche, sacando movilidad de no se sabe dónde, movió las ruedas de la silla y se acercó al balcón. Era verano, y el ventanal estaba abierto. Haciendo un supremo esfuerzo, se agarró a la baranda, se encaramó como pudo y se lanzó al vacío, cayendo encima del coche de Tomás, que lo estaba lavando.
Murió en el acto. Y casi también su yerno, del susto que se pegó.
El coche quedó destrozado: siniestro total.
Al cabo de dos días, saliendo del tanatorio, Tomás le preguntó a su mujer:
- Oye, Gertru… ¿tu madre sabía hablar francés?
- No -, respondió ella con sequedad.
Al morir la señora Merche, y como ya no había coche, el ayuntamiento retiró el aparcamiento exclusivo a Tomás. Ahora tenía que coger el transporte público, llegaba cada noche a las quinientas, y la sopa continuaba fría.
Un buen día, al volver a casa, se encontró con que no había sopa. Ni sopa ni nada de nada. Tan sólo una nota. Era de Gertrudis.
La abrió y la leyó:
“Vous avez la soupe froide, hijo de la gran puta. Estéril, más que estéril.
Hasta nunca”.

dilluns, 15 de febrer del 2010

CARTA ABIERTA A SAN PEDRO

Pssst, pssst, despierte, hombre, que le estoy hablando!!

Me dirijo humildemente a usted para preguntarle qué cojones le pasa. Me tiene preocupado, pero aún más cabreado.Mire, es que hace casi dos meses que no deja de llover, y ya empiezo a estar harto. Siempre me ha gustado que llueva, mojarme, sentir las gotas de agua en la cara, y nunca llego a casa enfadado porque vaya empapado. Más bien todo lo contrario, aún me pego una ducha y todo. Será que me atraen los líquidos, mire usted por dónde…

Pero es que ya nos estamos excediendo, ¿no cree? Yo, como voy en moto, por aquello de la crisis y la sostenibilidad (o yo qué sé, pero el caso es que no tengo coche), cada mañana debo levantarme un rato antes de lo habitual para ver cómo está el patio (el cielo, en este caso), si podré coger la moto o si tendré que pillar el tren.Tal vez esto a usted le importe poco, ya que no trabaja ni tiene horarios, pero me hace perder unos minutos preciosos de sueño.
Además, tanta lluvia meada por usted tiene efectos colaterales notables, por si no se había dado cuenta. Por ejemplo, la ropa. ¿Cuándo podré tenderla en la terraza sin tener que preocuparme por si lloverà o no?¿Cuándo llegará el momento de ponerme una camiseta y que no huela a humedad, algo que no soporto?¿Cuando podré no tener que estar pendiente del paraguas para no olvidármelo allá donde vaya?¿Cuando dejará de provocar a la gente artrosis, reuma, resfriados y bronquitis, entre otras cosas?

No sé si usted se dedica a mirar o leer las noticias, pero si va por la vida (perdón, en este caso la muerte) de buen hombre y mira por el bien de la humanidad, debería saber que los pantanos y embalses están a rebosar ya hace días. Ahora mismo, más bien sobra agua.Esto aquí, claro… Me pregunto porqué no hace llover en otros lugares más necesitados.

Y mi ficus se está pudriendo.

O sea, que ya está bien, cojones. Pare ya, hombre: deje de mear de una santa vez. Si tiene problemas personales y quiere joder a la gente sólo para desahogarse de sus propias miserias y aliviar sus bajos instintos, a nosotros qué nos cuenta, oiga, pida hora al psiquiatra o a su Dios, pero a nosotros déjenos tranquilos, que ya está bien, por favor.

Que el sol también nos gusta, hostia.

Que esto no es Escocia.

Que usted lo pase bien.


Atentamente, Strongboli Sanderson.


Pd: Por cierto, si usted tuviera a bien decirme quién de ustedes de allá arriba se encarga del frío, me gustaría decirle también una palabritas.