dimecres, 14 de juliol del 2010

LA ENFERMERA

A Antonio, un mal día, le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Le ingresaron rápidamente en el hospital, debido a lo avanzado de su enfermedad. Antonio prohibió tajantemente a su familia más directa comentar nada a nadie al respecto, hasta que el diagnóstico fuera lo más claro y definitivo posible.

Cuando el médico le comunicó su próximo fin, Antonio permitió a su esposa que comunicara la mala noticia a quien le pudiera interesar.

José, su mejor amigo, fue el primero que acudió al hospital. Se conocían desde niños, eran lápiz y papel.

- Hola, Antonio.

- Hostia, José… ¿Qué coño haces aquí?

- Pues nada, pasaba por aquí y me dije… Tu mujer me lo ha dicho y he venido, ¿qué coño quieres que haga? Tú harías lo mismo, ¿no?

Antonio sonrió:

- No sé, no sé. Depende, si no tuviera nada mejor que hacer, igual sí…

- Ya, vale, capullo, que eres un capullo. ¿Pero es verdad o no?-, respondió José.

- Si, si, tío. La estoy palmando, te lo juro.

José se quedó mudo. Antonio no.

- Qué quieres, es la vida. Unos vienen, otros se van.

- Joder… No somos nadie.

Antonio se tiró un cuesco.

.- Para lo que me queda en el convento, me cago dentro.

- Si, del polvo venimos y en polvo nos convertiremos.

- Ya estamos,,, Fue tan corta la desdicha…

- La vida son cuatro días…

- Hay que joderse…

- Si, es lu qui hay.

Al oir esto último, Rosa, la enfermera que acababa de entrar, echó a José de la habitación con cajas destempladas.

En el hospital todos creían que Rosa cumplía las normas de manera demasiado estricta.

Además, Antonio no fumó en su vida.

dimarts, 13 de juliol del 2010

dimarts, 22 de juny del 2010

LA ROJA

- La Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja, la Roja...
- ¡Qué pesaos!
- ¡Al final , harán que me vuelva de derechas!

También podía haber dicho: ah, si, esa región donde hacen mucho vino, pero me ha salido así, mira...

dilluns, 7 de juny del 2010

EL BARBERO







No me gusta nada ir a cortarme el pelo. Años ha, cuando tenía más que ahora (mecagüen todo), éste había llegado a pasarse más de un año sin oler unas tijeras, hasta el punto que la madre de un amigo me decía, con su habitual gracia de Alcalá de Guadaíra, que un barbero se estaba muriendo de hambre. En la barbería, peluquería, salón de belleza o como se le quiera llamar, me aburro, pero sobretodo estoy incómodo. Me siento observado con tanto espejo, siempre tienen el mismo tipo de lectura (que leo, lo reconozco, algo hay que hacer), y me parece el centro de cotilleos del barrio. Eso vale tanto para peluquerías de señoras como de caballeros, incluso para las unisex. Las de perros, apuesto a que también (y en vez del Hola!, deben tener el Guau!, donde Rin-tin-tín, o Lassie, nos muestran su fastuosa caseta dorada). Luego, cuando te toca sentarse en la silla eléctrica esa, te plantas ante el espejo y tienes que estar todo el rato ante ti mismo, sin poderte mover, mirándote el careto, viendo lo feo que quedas con el pelo ahora peinado con raya, ahora echado hacia un lado, ahora echado hacia delante, como hacen algunos para disimular su calva... En fin, que uno se acaba hartando de su propia persona (aunque a veces, para eso, no hace falta cortarse el pelo). Ah, y no hablemos de estar en la obligación de darle vidilla al peluquero con sus preguntas y opiniones diversas. Pero bueno, Sue lo expresa muchísimo mejor que yo en su entrada (http://exploralmas.blogspot.com/2010/05/me-myself-and-hairdresser.html), que recomiendo, así que iré al grano sobre lo que quiero contar.




Al grano es un decir, claro...






Como a veces me entra el punto bienhechor, últimamente tengo tendencia a meterme en las barberías de esas de toda la vida, las clásicas, las del cilindro giratorio con la bandera francesa, que ya casi no se ven. Me dan la sensación que están a punto de cerrar, por obsoletas, así que intento alargarles de alguna manera su existencia. ¿Cómo? Pues entrando a que me rapen, cómo iba a ser (no les iba a montar una pizzería...).
Hacía unos días observé, pasando por delante en moto, que había una barbería de esas cerca de casa.
Ya la tengo, pensé.
Así que un sábado por la mañana salí de casa y, después de desayunar los pertinentes huevos con chorizo de los sábados matutinos, me dirigí hacia allí. Como no sabía exactamente a qué altura estaba de la calle, empecé por abajo y fui subiendo. A tres travesías divisé una barbería. Hacía esquina, como la otra que había visto el otro día, pero no era la misma, aunque se le parecía mucho: porticones de madera de color gris tristón, y unas letras en el cristal que decían: Barbería Pepe.
Como me daba lo mismo una que otra, me dispuse a entrar, no sin antes observar desde fuera cuánta gente había.
Sólo una persona, calva, a la que estaban arreglando sus cuatro pelillos. La espera sería corta. Perfecto. Entré, pues.
La habitación no medía más de 10 m2. En un rincón había dos sillas de sky barato de color indefinido, más gastadas que unos zapatos de explorador del siglo XIX en Siberia. Al lado, una mesita baja con cuatro periódicos gratuitos y un Marca del año del copón bendito. Mirando a una de las paredes se encontraban dos sillones para la faena de rigor, con el maldito espejo. En las estanterías, enclastadas en el vidrio, habían varios frascos de colonia Brummel, Floyd y similares, todos ellos con las etiquetas descoloridas, como si no se hubieran movido de allí desde el año 1962.
En otro rincón había otra pequeña estantería con una planta medio mustia, metida en una lata de melocotón en almíbar pintada de verde chillón, y un pequeño transistor como el que tenía mi madre en la cocina cuando yo era pequeño (sigue teniendo uno similar), cuando escuchaba a la Montserrat Fortuny a toda pastilla. En la radio de la barbería sonaba Juanito Valderrama (supongo), también a toda leche.







Este es mi barbero, me dije.
- Hola, bon dia! ¿Que me cortaría el pelo?
El hombre, sin apenas girarse, le sacó la bata al que estaba atendiendo y le dijo:
- Bueno, Antonio, ta quedao bien, eh? Hala, bueno, hasta la prósima!
Mientras casi lo echaba, no me di cuenta de cuánto le cobró. Sería poca cosa.
- Buenos días, siéntese, por favor, por favor! ¿Qué va a ser?
Pensé en pedirle una caña.
- Pues que me corte el pelo, que ya toca.
- Mu bien, señor. Vamos pallá- exclamó mientra me colocaba el capote barberil. Apretó tanto el cierre del cuello que casi me ahoga.
No me lavó el pelo y tampoco lo humedeció. Así, a pelo, y nunca mejor dicho.
El barbero tendría sobre los sesenta años, era pequeño, bajito. Rectifico: era bajísimo. Sentado, yo le sacaba casi un palmo.
- ¿Lo quiere muy corto, señor?
Esta es la frase que jamás quiero que me pregunten, pero lo hace todo el mundo. Y yo qué sé...
- Pues... Hombre, un poco sí, que se acerca el verano, y con el casco, como voy en moto...
El barbero sacó las tijeras y empezó a cortar, sin lavar ni mojarme el pelo:
- ¡Si, si, si, el verano, la moto!¡Irá usté más fresquito! ¡Si, si, si, ya llega el veranito!
El hombre parecía nervioso, aunque en realidad era así.
- Es usté del barrio? ¿Vive por aquí cerca?
Ya empezamos con las preguntitas...
- No. Bueno, sí y no, hace poco que me he mudado aquí, pero no soy de Mataró, mi familia vive en Premià. Aunque me lo conozco bastante todo esto, estudié once años aquí, en los Salesianos. En fin, que soy de la comarca, vaya.
Ya le estaba dando demasiada información. Serían los huevos con chorizo, que me pondrían parlanchín.
- Ah, en los Salesianos, sí, sí, sí. Mu grande el colegio, si, si, si...
Tchak, tchak, tchak, y yo, mientras, mirando las prehistóricas botellas de colonia.
- ¿Usté tiene coche, señor?
- Pues no, ahora no, no lo necesito. Además, en este barrio cuesta mucho encontrar aparcamiento, y con la moto lo tengo mucho más fácil.
- Si, si, si, la moto, si, va mu bien la moto, y se va más fresquito, si, si. Mu grande los Salesianos, si, si, si...
Y dale, con repetirlo todo...
Tchak tchak tchak... Hasta las tijeras, se repetían.
Cuando ya casi había terminado, me ofreció un cigarro:
- ¿Usté fuma?
- Pues si.
Abrió un cajoncito y sacó un paquete de Nobel, en el que sólo quedaba un pitillo.
- Tenga, fume usté, fume, fume, fume.
¿Un Nobel? Venga ya.
- Deje, deje, que sólo le queda uno. Fúmese uno de los míos, que me quedan más.
El barbero cerró y guardó rápidamente su cajetilla, y me aceptó un Winston. Me dio fuego y luego encendió el suyo.
El cigarro le quedaba grande.
- Está mu bueno esta tabaco, mu bueno, mu bueno, mu bueno.
- Si, bueno, está bien, es un Winston.
Entonces miró las estanterías:
- ¿Quiere que le ponga un poco de colonia? Le dejará buen olor, y a más irá fresquito fresquito fresquito...
¿Colonia en el pelo? Bueno, ya puestos, total...
- Vale, pero Brummel no. Mejor Floyd, que me gusta más.
En realidad me daba lo mismo, pero el frasco era más bonito. Lo abrió y me echó casi media botella, el muy bruto. Luego me pasó el secador un poco.
Finalmente, acabó, me hizo mirar con un espejo de mano lo bien que me había cortado el pelo y yo le contesté que si, que vale, que correcto.
Me levanté y me metí la mano en el bolsillo para pagarle:
-¡Pues ya está! ¿Qué le debo?
- Dieciocho euros.
- ¿Cómo dice?
- Dieciocho euros, dieciocho, dieciocho.
Jodeeer. Saqué un billete de veinte y me devolvió el cambio. Le iba a dar propina su p...
- Muy bien. Pues gracias, adiós.
- Adiós adiós adiós.

Cuando ya estuve fuera, me dio por reír.
- ¡Dieciocho euros! ¡La madre que lo parió! ¡Y parecía tonto el tío!

Son esos momentos en que crees que tienes cara de primo.

Y me fui a tomar una caña al Lorena 2, a ver si se me quitaba.


dijous, 6 de maig del 2010

KOWALSKI

Este no es Kowalski, es el hijoputa de Leopoldo.


Últimamente noto que me falta tiempo, el día debería tener treinta y dos horas. Claro que entonces habría que reordenar las semanas, los meses, los años y quién sabe si un lustro (esa medida de tiempo tan pulcra y aseada) acabaría teniendo siete años en vez de cinco. Y dudo muy mucho que esto se hiciera sólo porque a mí me fuera mejor la cosa. Aunque, realmente, la razón verdadera de mi queja no es otra que mi propia dispersión, a lo que no voy a entrar porque no me da la gana, con saberlo y aceptarlo (no siempre), de momento ya me vale.

Es lo que hay.

También leo menos que antes. Y encima, no se me ocurre nada mejor que agarrar tochanas (tochos, ladrillos) de mil páginas, con lo cual, con los pocos momentos en que me paro a leer (cinco minutos por causas perentorias y otros cinco por la noche, antes de que caiga redondo), el libro se alarga y se alarga y no lo acabo ni harto vino.

Aún así, parece que estoy llegando al final del último que llevo entre manos: “El fantasma del rey Leopoldo”, de Adam Hochschild. Es una horrenda exposición de las atrocidades cometidas en el Congo por parte del rey de Bélgica, que se empeñó en poseer una colonia a toda costa y que, después de buscarla por todos los continentes habidos y por haber, la encontró en África, y los demás jerifaltes europeos se la concedieron en la Conferencia de Berlín en 1885, cuando se repartieron el pastel mundial. Las consecuencias de esta decisión, a la vista están.

Así, Leopoldo creó, a través de asociaciones humanitarias fantasmas (era él mismo), el Estado Libre del Congo. Su finca particular, que, por cierto, no pisó jamás, a pesar de embolsarse más de 132.000 millones de euros al cambio actual, hasta que la cedió en 1908 al Estado belga, obligado por las circunstancias (el cual siguió funcionando igual que con el rey, hasta que el caucho dejó de ser negocio).

Es un libro durísimo y triste, que te hace perder la fe (?) en la raza humana y tal, pero es muy aconsejable si uno quiere tener conciencia de lo que el hombre es capaz de hacer. Aunque hay que tener estómago, para leérselo.

Lo más curioso e hipócrita (sobretodo eso) de toda esta historia, es que el genocidio cometido en el Congo fue conocido y denunciado por las demás potencias, cuando hubieron de rendirse a la evidencia. Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y Alemania, entre otros países, organizaron grandes campañas en contra de Leopoldo, mientras ellos mismos seguían haciendo exactamente lo mismo en sus propias colonias: esclavismo encubierto, exterminio de pueblos enteros, torturas inimaginables… Todo en aras del buen negocio y el mejor dinero.

Sin embargo, no todo el libro es horripilante: hay una anécdota graciosísima, y es esta la verdadera razón por lo que escribo esto. Ni dispersión, ni Congo ni pollas en vinagre.

KOWALSKI.

Este tipo, Henry Kowalski, que se hacía pasar por llamar coronel sin haber hecho la carrera militar, era un picapleitos sensacionalista estadounidense que se encargaba de defender a mafiosos, y pillaba todo aquel caso que le pudiera dar notoriedad. Y era muy bueno, en lo suyo. Pesaba más de ciento cincuenta kilos, de tanto que comía el tío; eran famosos los banquetes que celebraba, sobretodo por la cantidad. Más o menos como Luis XIV (bueno, no tanto, lo de éste es para escribir otro post). También padecía de narcolepsia, esa enfermedad que te deja dormido en cualquier parte y sin previo aviso. En más de una ocasión se durmió durante un juicio, aunque eso no era problema para él: cuando se despertaba continuaba con el caso como si nada, o aún lo hacía mejor.

(No sé si fue así, pero me da la sensación que Charles Laughton basó su personaje en “Testigo de cargo”, donde hace de abogado defensor de Tyrone Power, en Kowalski. Y el físico ya lo llevaba puesto).

En una ocasión, Kowalski tuvo un litigio en el que el acusado era Wyatt Earp, el famoso sheriff y pistolero, el del duelo de OK Corral contra los hermanos Clanton. Earp, un tipo mitificado en exceso por la leyenda del Far West, era en realidad tan hijoputa como cualquier hijoputa, y tenía mucha mala leche. Era de gatillo fácil (me encanta esta frase). Así, cuando tuvo enfrente como acusador a Kowalski, le amenazó de muerte.

Un día se toparon en un local. Empezaron a discutir violentamente, hasta que a Wyatt Earp se le cruzaron los cables del todo y arrastró, como pudo, a Kowalski hasta los lavabos. Allí le acorraló contra la pared y sacó el revólver, encañonando al pobre abogado y dispuesto a volarle la cabeza.



Wyatt Earp, con su habitual cara de mala hostia

Entonces, a Kowalski, en ese preciso momento, le dio el ataque de narcolepsia y se quedó frito (de dormido, no de muerto) de sopetón, desplomándose encima de Wyatt Earp, quien le aguantó a duras penas para no quedar aplastado por el excesivo peso del abogado.
Al cabo de poco salió Earp de los servicios, iracundo, y gritó:
- ¿Cómo voy a matar a un tipo que se queda dormido cuando le encañonan en su cara?

Y así quedó la cosa. No sé cómo acabó el juicio, pero posiblemente Earp fue absuelto de cargos.

En cuanto a Kowalski, y de ahí viene su relación con el Congo, fue contratado por Leopoldo de Bélgica, en uno de sus múltiples intentos de poner a la opinión pública a su favor, algo que consiguió durante muchos años, ya que pagaba estupendamente. La lista de sobornados que tenía en nómina era interminable. Así, Kowalski trabajó para el rey, ocultando y tergiversando pruebas en contra del monarca y sobre lo que ocurría realmente en el Congo, publicando escritos positivos hacia su persona, hacia su pretendida causa humanitaria y destrozando con calumnias a los defensores de la justicia en la colonia belga. Y así fue durante un tiempo, hasta que Leopoldo ya no creyó pertinente necesitar sus servicios y dejó de pagarle.

Kowalski, al ver que se evaporaba de sus manos una magnífica fuente de ingresos, intentó infructuosamente volver a trabajar para él con cartas halagadoras, loando y suplicando volver al redil de Leopoldo. Mas éste no hizo ni puto caso.

Finalmente, despechado, Kowalski reunió toda la información que poseía sobre la barbarie en la finca real, que era mucha, y se la vendió a Randolph Hearst, el magnate de la prensa (aquél que vivía en una inmensa mansión llamada “Rosebud”: se dice que le puso ese nombre porque así llamaba él al coño de Marion Davies, su amante), el cual no tardó nada en publicarlo en sus medios, con el consiguiente escándalo que se formó. Ese fue el principio del fin de Leopoldo.

Bueno, sólo del fin de su buena suerte, pues murió tranquilamente en su palacio de Laeken, forrado hasta las cejas gracias a las vidas de, se calcula, así a bote pronto, diez millones de personas de nada.

Una minucia.


Pd: en cuanto acabe el libro, fijo que me paso al Mortadelo por una larga temporada.

dilluns, 19 d’abril del 2010

ALBINO


"El albino sólo come peras y bebe vino blanco".

Tazio di Belloni, científico y antropólogo italiano (1627-1694).

divendres, 16 d’abril del 2010

SONRÍO

Joan es mi amigo. Tiene ochenta y cinco años, me lleva cuarenta. Le conocí hace quince años o más, cuando, ya jubilado, colaboraba como redactor y mente pensante en la agencia donde aún sigo trabajando.
Y sigue viniendo, pero ya sólo a desayunar y a leerse La Vanguardia, periódico burgués, de derechas, catalanista, católico, apostólico y romano. Como él, vaya.
(Esto de “romano” nunca lo he acabado de comprender: jamás le he visto vestido de centurión).
- Te caerá muy bien, ya verás-, dijo Jordi, mi amigo y jefe .
Tenía toda la razón. Joan es un gran lector, conversador, discutidor y poseedor de una vasta cultura general, pero no es nada pedante. Como a mí me gusta saber, y también discutir, congeniamos en seguida.
Durante muchos años he ido a su casa a comer, a hacer la sobremesa, a visitarle, a hacer unas partiditas de ajedrez (siempre me gana)... Otras veces, simplemente quedábamos en cualquier bar para tomarnos unas cervezas, o unos whiskies, y ya se sabe que el alcohol siempre es una buena excusa para tener una conversación interesante.
Claro que depende con quién.
Actualmente nos vemos menos, ya no voy tanto a su casa, entre que no tengo tiempo y que su ex-mujer… Bueno, eso no viene al caso, ahora, que me pongo malo.
El martes comí con él, después de bastante tiempo. Jordi también acudió.
Joan fumaba un paquete diario de Ducados, hasta que el año pasado pilló una neumonía, le ingresaron en el hospital unos días y aprovechó para dejarlo, después de toda una vida con humo. Pero lo que es beber, sigue bebiendo y sin problemas, aunque un poco menos.
Cuando llegué, tarde como siempre, ellos ya iban por el J&B (con tres cubitos, por favor, y en vaso de tubo). Pedí sólo un plato para poder incorporarme rápidamente a la tertulia.
- Con un arroz a la cubana ya hago, gracias. Y me quita el plátano.
- No, si plátano no ponemos.
- Mejor.


Tiro recto que ya me voy por los cencerros de Úbeda.
En un momento de la conversación, le dije:
- Oye, Joan, cuando te cambies de coche me lo dices, ¿eh?, que me lo quedo.
Se lo había regalado mi hermana. Primero me lo ofreció a mí, pero como no lo necesitaba, se lo comentó a él: tenía un Opel Calibra del año de la picor que le daba muchos problemas, y le costaba mucho entrar en él. Más que sentarse, se acostaba al volante.
Así que aceptó la oferta. Un Astra familiar de color verde pino.
- Vale. Eso está hecho. Te lo dejo en herencia.
- Joan, no empecemos a decir tonterías.
- Tengo cáncer- dijo con toda tranquilidad, mientras meneaba los cubitos de su vaso de tubo.
Hacía un par de meses que me comentó que no se encontraba bien, y que le tenían que hacer unas pruebas.
- Bueno, tengo un tumor en el colon, me lo tienen que extraer. La semana que viene tengo hora con el anestesista: supongo que en tres semanas, más o menos, me operarán.
- Joder… Pero ya sabes si es bueno o malo?
- No, pero ya me preparo para lo peor. Total, ya tengo unos años y todo lo que sea de más pues bienvenido sea. Y si no, nada, se acabó y adiós muy buenas.
- Por favor, Joan, venga, no te pases, que aún tienes cuerda para rato- respondí, por decir algo.
- Mira, Llorenç- exclamó con voz firme -: no te voy a negar que tengo miedo, pero supongo que tengo fe… Aunque tengo mis dudas –y ya sé qué estás pensando- pero sí, tengo fe, o como lo quieras llamar, y creo que estoy preparado para lo que pueda venir.
He tenido una vida larga, he conocido a mucha gente, tengo una buena familia… Ejem, bueno, una parte de ella, la otra mejor dejarlo correr… Pero en general no me puedo quejar. Y sobretodo, os he conocido a vosotros. Sois mis amigos, unos amigos maravillosos, y estoy muy orgulloso y contento de ello.
Jordi y yo no sabíamos qué decir.
- Es así!! –“és així” es su muletilla favorita- ¡Ya me puedo morir tranquilo!-concluyó, dándole un último trago a su whisky en vaso de tubo. Con tres cubitos, por favor.
Me entró la congoja emotiva. Antes de la cosa pasara a mayores, le dije:
- Bueno, Joan, para ya. Cállate un rato, anda. ¿Quieres otro whisky?
- ¡Pues claro que si!-exclamó divertido.

Le operan el próximo martes.