dimecres, 20 d’octubre del 2010

COMPAÑEROS DE VIAJE



Últimamente sólo hago que escuchar a Georges Brassens a todas horas, no sé qué coño me pasa. Así que, mientras decido qué de qué, no está de más que les ofrezca a todos ustedes (si es que hay alguien, y si no qué le vamos a a hacer) unos preciosos y magníficos minutos musicales, como antaño en la tele cuando algo se cascaba.

Esta es una versión en castellano de “Les Copains d’Abord”, de Brassens, cantada y traducida por Albert Garcia, un tipo al que no conocía y que hurgando hurgando y tal, buscando la letra de la canción, he sabido de él. Y no está nada mal.

Bueno, a mí me gusta. Y aquí toca en un bar, además.

Así que...

Un… Deux…Trois…


http://www.youtube.com/watch?v=zxsi061lKZc



Dedicada a mis amigos.

divendres, 3 de setembre del 2010

NOWHERE MAN


No es mi intención meterme con los que tienen uno (perdón por adelantado), pero siempre me ha parecido una tontería tener un hámster, qué quieren que les diga. Siempre está metido en una jaula, sólo come, duerme y corre y corre dentro de una rueda sin parar. ¿Dónde irá? O mejor, ¿dónde cree que irá? Cuando les veo hacer eso siempre me recuerdan al Nowhere Man, o a la frase aquella de "Eleanor Rigby":
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL COME FROM?
ALL THE LONELY PEOPLE
WHERE DO THEY ALL BELONG?


Nowhere Man, feliz de que hablen de él.
Cuando se cansa, se dedica a comer. Te mira con cara de nowhere man y traga sin cesar su alimento, pipas, cereales o lo que le echen. Bueno, no traga, los almacena en la boca, como si tuviera miedo que alguien se lo arrebatara. O quizás son acaparadores y egoístas, sin más. Tó pa mí, tó pa mí.
Y cuando acaban, a dormir. Y ya está. Ahí se acaba la vida del hámster enjaulado. Qué bonito y qué gracioso, ¿verdad?

Preferiría tener un lemming, sin duda. Al menos, cuando le da el punto, se suicida, según dice la leyenda.



Y encima son solidarios...
Pues, a pesar de todo, una vez tuvimos uno en casa, como no, ya no venía de un bicho más. Estaba en la cocina, dentro de una jaula, y hacía precisamente lo que acabo de contar antes: correr, comer y dormir, da igual el orden. De vez en cuando me acordaba que estaba allí – ¡anda, un hámster! -, lo observaba un minuto, si no dormía, y me iba.
Total, que nadie le hacía ni caso.
Nowhere man.

El gato era el único que le acechaba. Se tiraba un rato largo al lado de la jaula, mirándolo fijamente, como pensando: uy, el día que te pille, uy, el día que te pille... Como no salía, ni tan solo a buscar tabaco, finalmente al felino acechador se le hartaban los ojos de observar tanto y se iba a hacer sus cosas. O sea, a buscar un lugar para dormir.

Allí estuvo el hámster durante un tiempo. Un día, al volver a casa, me fijé en la jaula y vi que el roedor no estaba. Alarmado (bueno, tampoco mucho), lo busqué por todas partes y, finalmente, lo encontré debajo de un armario.
Del pobre animal sólo quedaba la piel, ni huesos ni nada más. Estaba aplastada, como si fuera una alfombra de piel de oso, pero en miniatura, y sin la cabeza.


Sucedáneo de alfombra de piel de oso, para no herir susceptibilidades.


Pobre… Puse la alfombrita sobre la palma de mi mano, me fui a la habitación de mis hermanas gemelas y la coloqué con cuidado debajo de la mesa del salón de la casa de la Barbie, antes de que ella y Ken volvieran de su sesión diaria de footing.

Así cualquiera mantiene la línea.

Salón de Cal Barbie, impresionantemente decorada.


Cuando Barbie y Ken volvieron a casa, vieron la alfombra allí dispuesta. En principio les gustó y se la quedaron, pero al cabo de unos días se cansaron y la tiraron a la basura.
Es que no era rosa, oigan.


Barbie, Ken y una amiguita. Qué calladito se lo tenían.
Ya digo yo, que las aparencias engañan...





divendres, 20 d’agost del 2010

LLAMP

“Llamp” significa rayo. Así se llamaba mi perro, uno de los muchos que tuvimos en casa. Era un pastor belga precioso, más alto que la media habitual en este tipo de raza, y tenía el pelo siempre brillante y sedoso, aunque no lo llevara limpio.

Cuando llegó a casa, tenía un año y medio, más o menos. Lo trajo mi padre (cosa rara), regalo de un colega del trabajo, el cual, supongo, no sabría qué hacer con él, pilló al señor P. con la defensa baja y se lo endilgó.

Al pobre Llamp lo habían educado fatal. Seguramente habría estado todo el tiempo atado y solo, o dentro de un piso, que para un perro grande viene a ser lo mismo. Su antiguo amo, además, lo había malcriado. Sólo como ejemplo, una vez entró con el perro a un supermercado y el animal se puso a jugar y destrozó medio establecimiento, ante las risas del dueño, que no hizo nada por evitarlo.

Como en casa éramos Dios y su madre (siete hermanos, gatos, perros, etc), pues ya no venía de un animal más.

Mi madre tenía, y sigue teniendo, un don con los animales. Parecía Jesucristo con lo de “dejad que los niños se acerquen a mí” (frase que siempre me ha parecido sospechosa), pero con perros. Y con gatos, patos, loros, periquitos, tortugas y lo que se le pusiera por delante. Ella lo sabía y, por supuesto, disfrutaba con ello.

Pero con Llamp no podía tanto. Era violento, además de estar como una cabra, y mordía a todo el que no conociera. Antes, cuando se sacaban a pasear a los perros, se les dejaba sueltos, sin correa, y el animal más contento que unas pascuas. Eso es lo que hacía yo, ya de noche cerrada: abría la puerta de casa y Llamp, como una centella (cómo no) se largaba a galope tendido, y yo tras él, para evitar que le hincara los colmillos al primero con el que se topara. A mí, dentro de lo que había, me obedecía bastante, aunque alguna vez no pude evitar algún que otro muerdo, como se podrá comprobar más adelante.

Dentro de casa, sin embargo, se mostraba de lo más tranquilo y cariñoso, y no daba ningún problema, al contrario. Con nosotros era muy bueno, se dejaba hacer trastadas y no se revolvía apenas. Tampoco se llevaba mal con los gatos, a los de casa los respetaba (otra cosa era si veía alguno por la calle). Lo que no soportaba el Llamp era estar atado en el patio. Lo hacíamos básicamente porque saltaba al del vecino y le destrozaba las plantas. En el nuestro había cipreses separadores, aparte de la valla, se encaramaba a ellos y saltaba al jardín de la Rosalía. Pero no sabía, o no podía, volver a su redil, y ladraba y ladraba y ladraba, era insoportable incluso para nosotros. La Rosalía, que tenía una parada de pollos en la Boquería de Barcelona y sólo venía los fines de semana, le dejaba las llaves a un vecino de la calle de abajo para que le cuidara el jardín.

Y cuando el Llamp se colaba en él, había que ir a pedirle que nos dejara abrir para recuperarlo, porque él no iba a hacerlo, por supuesto. Se arriesgaba a una buena dentellada en la rabadilla.

Una noche, ya bien entrada ella, me tocó pedir las llaves del patio de la Rosalía. El Llamp llevaba ahí todo el santo día, en casa no llegó nadie hasta la noche, y estaba deseperado y relleno de mala leche, el pobre.

Abrí la puerta de la parte de atrás. Estaba todo muy oscuro, no se veía un pimiento. El animal, que se encontraba en la otra punta del patio, oyó el ruido del cerrojo y corrió hacia la puerta ladrando como un poseso, dispuestísimo a atacar. Se abalanzó sobre mí y, cuando ya iba a hincarme los colmillos en la yugular, me reconoció y saltó al suelo.

Menudo susto me pegué.

Cerré la puerta, entré al perro en el patio de casa y le arreé unas cuantas patadas y una buena bronca, de lo nervioso que me puse. El Llamp no se revolvió, ni mucho menos. Creo que entendió perfectamente (no era gay, no, malpensados), se dejó atar a la cadena y se metió en la caseta él solito sin decir ni guau.

Así que la mayor parte del día se lo tiraba atado a una cadena. Continuaba ladrando al menor ruido, pero al menos no se iba de picos pardos a casa de la Rosalía.


Un día mi madre, no sé de dónde lo sacó, trajo un pato a casa, y lo dejó en el patio, claro. Dentro de casa lo hubiera puesto todo perdido.

Sólo le faltaba el pato, al pobre perro. Aquél se pasaba el día pateándose (y nunca mejor dicho) el patio, soltando sus cuás cuás cada dos por tres. Era gracioso y simpático, el tío. Tan gracioso que se acercaba hasta el límite del diámetro que daba la cadena y se quedaba quieto. De esta manera, tenía al Llamp a tres pulgadas de él.

El pastor belga se volvía loco. Tiraba y tiraba de la cadena, pero no llegaba hasta el pato de las narices, y se desesperaba, y ladraba hasta quedarse ronco.

El pato, le llamaremos Cabroncete a partir de ya, ni se inmutaba. Se quedaba allí de pie, incluso llegaba a sentarse. Luego, cuando se hartaba, se alejaba tranquilamente con sus cuacuás a otra parte, dejando al pobre Llamp con un palmo de hocicos.

Cabroncete era, realmente, un cabroncete.

Hasta que… un día volví del colegio y salí al patio. El Llamp estaba tumbado en el suelo, tranquilamente. Parecía relajado y satisfecho. A su lado había unas cuantas plumas de pato esparcidas, un pico de pato, unas patas de pato y unas vísceras de pato.

El Llamp se había vengado de Cabroncete.

¿Qué pasó? Pues pasó que el perro era más listo que el pato: se colocó al límite del diámetro de la cadena. ¿Al límite? Casi. Se tiró unos centímetros hacia atrás, y se sentó a esperar a que se acercara Cabroncete a darle la vara. Cuándo éste se colocó hasta donde creía que podía estar sin que el perro le alcanzara, el Llamp lo agarró por el cuello y lo destrozó cruelmente.

Por eso se le veía feliz., al Llamp.

De nada le sirvió a Cabroncete haberse hecho cuáquero unos días antes.

Un domingo por la tarde, días después, vinieron unos amigos míos a casa. Uno de ellos era muy bruto, y siempre se las daba de muy macho. Se puso a jugar con el Llamp en el patio, a lo bestia, y lo atolondró tanto que al final, el perro se giró y soltó un mordisco que fue a parar a la cabeza de una de mis hermanas, que pasaba por allí. Casi le clava los colmillos en la sien. Mi padre, furioso y entre lágrimas, cargó con C. en brazos y se la llevó corriendo al hospital.

Si le da en la sien, mi hermana no lo cuenta. Cuando volvió, más tarde, mi padre dijo que, si en ese momento hubiera tenido su escopeta a mano (había sido cazador), le hubiera pegado allí mismo dos tiros al perro, aunque éste no tuviera toda la culpa.

La gota que colmó el vaso con el pobre Llamp fue un jueves por la noche. Como casi cada día, abrí la puerta de casa y salí con él a la calle para que paseara. De sopetón, a lo lejos, divisó una sombra que se movía y corrió raudo hacia ella. Yo fui tras él, gritándole que parara, pero no me hizo ni caso: llegó y le pegó un mordisco en el culo a dicha sombra, que resultó ser una pensionista. Le hizo poca cosa, pero se cagó en mis muertos veinte veces y en el perro aún más, y dijo que nos iba a denunciar.

No tuvo tiempo, pobre señora, murió el fin de semana siguiente en un accidente de autocar del Imserso, en Huesca.

A la semana siguiente, cuando volví del colegio, Llamp ya no estaba.

Mi madre lo había llevado a sacrificar al veterinario.

Me dio muchísima pena.


Pero bueno, al cabo de unos días, al vecino de enfrente le pedimos su perro porque siempre lo veíamos solo y, finalmente, nos lo regaló.

El Tort, un setter inglés.



dimarts, 10 d’agost del 2010

UN CUADRO



Mi amiga Araceli ha tenido la amabilidad de escribir algo sobre este cuadro que pinté (y que, por cierto, no está acabado, para variar). El resultado es esta pequeña joya:
Verdad que si?

dimecres, 28 de juliol del 2010

SEGURETAS

Guardia jurado de principios de siglo XX. Cuidao...

Me dan mucha rabia los uniformes. Me refiero a los de los cuerpos represores, no a los de las colegialas, por ejemplo, o a los de los bomberos. Me da igual que sean de la guardia civil, del ejército, de la guardia urbana, de los mossos, de la gendarmerie, de la Ertzaintza o de los bobbies de Londres. Todos son cuerpos represores, básicamente. Por el sólo hecho de que les den una pistola, una porra, esposas y toda la parafernalia ya se sienten superiores a los demás, se creen por encima del bien y del mal. La razón principal de todo esto es, supongo, que tienen la potestad legal de usar la fuerza, si se tercia. El resto de las personas, a callar, que te meto.
El ejemplo más claro son los antidisturbios: les ordenan que peguen y ellos, hala, a porrazo limpio a diestro y siniestro. Si casualmente pasa la madre, la cascan también.
- Pero, hijo mío, ¿cómo puedes haber pegado a tu madre? Me han cosido cuarenta puntos en la cabeza por tus porrazos!
- No haber estado allí, mamá, a mí qué me cuentas. El curro é el curro, y yo soy mu pofesioná. Sluurp, sluurp…- responde el hijo mientras se come la sopa, preparada amorosamente por su madre.

Pues bien, de un tiempo a esta parte (aunque de hecho los primeros son de mediados del siglo XIX, creo. Se crearon para vigilar los latifundios) ha aparecido otro cuerpo represor. No tiene rango de policía, pero el objetivo viene a ser el mismo: controlar al personal.
Me refiero a los seguretas.

Miércoles:
A media mañana se ha puesto a llover, y he aprovechado para dejar la moto en el mecánico para que me mire un ruido raro que suena desde hace días. Por tanto, he ido andando hasta la estación, a coger el tren. Me siento en la plataforma, como siempre. Hay un perro suelto que va deambulando por el vagón, levantando la cabeza, olisqueando, mirando hacia el exterior a cada momento. Supongo que necesitará aire, estará harto de olores enlatados. Parece un perro de presa, de esos catalogados como peligrosos, pero se le ve muy tranquilo. Es muy bonito, me gusta. Su amo está detrás de mí, al final del vagón. Nadie se queja, cosa rara.
Al cabo de dos o tres paradas, entra la pareja de seguretas. Se colocan de pie, en la misma plataforma donde yo estoy. Vaya, hombre, ¿no había más sitio en el tren?
Van con todo el equipo reglamentario: pistola reglamentaria, cartuchera reglamentaria con muchas balas, bien a la vista de todo el mundo, como los vaqueros, porra reglamentaria de medio metro de largo, esposas reglamentarias en la parte de atrás, walkie-talkie reglamentarios, guantes reglamentarios, chaleco reglamentario amarillo pistacho, pantalones reglamentarios negros con bolsillos laterales y botas reglamentarias de media caña, colocadas al estilo antidisturbios, con los pantalones por dentro. Todo muy profesional y reglamentario.


El más alto de los dos es puro nervio. No para de observar a todo el mundo ni de moverse: mueve las manos continuamente, como si fuera a desenfundar, cosa que afortunadamente no hace, aunque seguro que se muere de ganas. El otro es más bajito y pausado. Los dos van con el pelo muy corto. Se han encontrado, en la misma plataforma, a un compañero que se va a casa, a descansar. Viene de doblar turno.
- Jo, colegas, estoy hecho polvo, no he dormido casi en dos días.
- ¿Y cómo ha ido la cosa?¿Has tenido problemas?
- No, poca cosa, sólo en San Andrés de Llavaneras, uno que… Pero nada de especial, lo que pasa es que son muchas horas seguidas.
Traducen hasta los topónimos. Normal, después de todo, pienso, ya que todos los seguretas hablan en castellano, ninguno en catalán. Me gustaría saber la razón.
En ese momento el perro, que se ha vuelto a levantar, pasa delante de ellos y hace lo mismo que antes. El segureta alto lo mira fijamente, como para arrearle un guantazo, e indaga con la vista a quién pertenece. Descubre quién es el dueño, y le grita desde lejos:
- ¡Eh tú, el perro tiene que ir con correa y con bozal!
El amo, que está detrás de mi, unos metros más allá, no se inmuta y le responde:
- Este no hace nada, es muy manso.
- Ya, pero las normas son las normas, y tiene que llevar bozal y correa.
Ha cambiado el orden para no repetirse y parecer más listo.
La voz trasera no se inmuta y le contesta:
- Pavo, que te estoy diciendo que es muy manso…
- Y qué si es manso, que te estoy diciendo que las normas son las normas. Además, éste es de raza peligrosa, y las normas son las normas.
- Jo, qué pesao- murmura el dueño- No todos los perros son iguales, joder… Que éste no hace nada!
Parece que la cosa va a ir a mayores, el segureta cada vez hace más ademanes de desenfundar, pero no. El perro le pasa por delante, lo observa y le dice a su compañero:
- Es guapo, eh? Siempre me ha gustado tener uno de estos.
- Si que mola, si. Mira qué mandíbulas, y qué cuello. Te mete un bocao y te arranca la cabeza.
El compañero que no está de servicio asiente con la cabeza y sonríe:
- Vaya que si te la arranca…
Me bajo en la siguiente estación. También se baja el perro, su amo y el colega de los seguretas.
- Venga, tío, que descanses!
- Vaya que no, ahora mismo en cuanto llegue me tiro a la cama en plancha. Nos vemos.
Bajamos las escaleras. El del perro y el segureta, delante de mí, charlan animadamente sobre lo chulo que es el animal, aunque no lleve correa ni bozal.

Jueves:
La moto sigue en el mecánico, y subo el tren de nuevo. Me siento en la plataforma. En la siguiente parada, sube la misma pareja de seguretas. Vaya… El más bajito está charlando con un amigo cachetas que marca bíceps. Todo el vagón los escucha, evidentemente:
- Pos sí, tío, ya hablaré con el encargao y seguro que te encuentra alguna cosa.
- Gracias, estaría de puta madre.
- A más, ya te conozco y le puedo hablar bien de ti y tal, sé que si hay problemas no te achantas y si hay que repartir no tienes manías…
- Pues no, pa qué te voy a engañar, si hay que dar se da y punto, pa eso estamos.
- Espera, que lo llamo ahora mismo, qué coño…
Saca el móvil y marca un número: pi-pi-pi-pi-pi…
- Ya verás, colega, como hay suerte… ¿J.? Hola, soy P. G., de aquí de la línea de la costa, sabes quién soy, ¿no? Mira, te llamo para comentarte que, como el otro día te oí decir que necesitabas personal, yo tengo un amigo que lo haría de puta madre, es un tío de confianza, está preparao, quiero decir que si hay que ponerse duro se pone, no se corta ni ná… A más, ya ha trabajao en esto, sabe de qué va la historia. (…) Si, si, claro que es de confianza, le conozco de hace tiempo y es de fiar (…) Vale, vale, pues le digo que se pase mañana por la oficina y que pregunte por ti. Ya verás como te sirve. Venga, muchas gracias, J., hasta luego.
Como he dicho antes, se ha enterado todo el vagón. La cara del futuro segureta rebosa de felicidad. Afortunadamente, llego a mi destino y me bajo. Menos mal.

Viernes:
La moto de las narices aún no está lista. Sigo viajando en tren. Me siento en la plataforma. En la siguiente parada, vuelve a subir la misma pareja. Joder…
Me cambio de vagón.
Empiezo a creer en la mala suerte.

Esto no es mío, pero ya me vale.

dimecres, 14 de juliol del 2010

LA ENFERMERA

A Antonio, un mal día, le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Le ingresaron rápidamente en el hospital, debido a lo avanzado de su enfermedad. Antonio prohibió tajantemente a su familia más directa comentar nada a nadie al respecto, hasta que el diagnóstico fuera lo más claro y definitivo posible.

Cuando el médico le comunicó su próximo fin, Antonio permitió a su esposa que comunicara la mala noticia a quien le pudiera interesar.

José, su mejor amigo, fue el primero que acudió al hospital. Se conocían desde niños, eran lápiz y papel.

- Hola, Antonio.

- Hostia, José… ¿Qué coño haces aquí?

- Pues nada, pasaba por aquí y me dije… Tu mujer me lo ha dicho y he venido, ¿qué coño quieres que haga? Tú harías lo mismo, ¿no?

Antonio sonrió:

- No sé, no sé. Depende, si no tuviera nada mejor que hacer, igual sí…

- Ya, vale, capullo, que eres un capullo. ¿Pero es verdad o no?-, respondió José.

- Si, si, tío. La estoy palmando, te lo juro.

José se quedó mudo. Antonio no.

- Qué quieres, es la vida. Unos vienen, otros se van.

- Joder… No somos nadie.

Antonio se tiró un cuesco.

.- Para lo que me queda en el convento, me cago dentro.

- Si, del polvo venimos y en polvo nos convertiremos.

- Ya estamos,,, Fue tan corta la desdicha…

- La vida son cuatro días…

- Hay que joderse…

- Si, es lu qui hay.

Al oir esto último, Rosa, la enfermera que acababa de entrar, echó a José de la habitación con cajas destempladas.

En el hospital todos creían que Rosa cumplía las normas de manera demasiado estricta.

Además, Antonio no fumó en su vida.

dimarts, 13 de juliol del 2010