Manuel era un balilla, como mi abuelo… Se pasaba los días y las noches de parranda en parranda, y no tenía un trabajo fijo, estable. Para poder independizarse de sus padres, no se le ocurrió otra cosa que casarse.
Encontró una mujer de buena familia, a la que cameló con sus artes nocturnas, que de eso sabía un rato. Finalmente, la pobre cayó en sus redes y contrajeron matrimonio.
La esposa de Manuel, Pepita, era muy modosa, sin vicios y ahorradora. Éste, una vez conseguido su objetivo, continuó siendo un calavera de orejas y de narices, siendo incapaz de mantener empleo alguno.
Un buen día Manuel pidió a Pepita parte de su dinero, ahorrado con mucho esfuerzo, para comprar artículos de mercería y dedicarse a vender. La mujer, recelosa (con toda la razón) no estaba convencida en absoluto, pero al fin cedió a los ruegos de su esposo y le entregó la pasta.
Manuel desapareció.
Durante tres días no dio señales de vida, el tío. Pepita, preocupada y también cabreada, se dedicó entonces a buscar a su marido. Preguntó a los vecinos, conocidos y a todo el mundo que pudiera tener alguna relación con Manuel, hasta que alguien le dijo dónde se encontraba.
Ese mismo día Pepita entró, bien entrada la noche, en un subterráneo del Barrio Chino. Allí contempló, atónita, cómo su amado esposo estaba bailando encima de un escenario, vestido de folklórica, mientras un nutrido grupo de mariquitas (de la acera de enfrente, sarasas, plumíferos o como se quiera decir) le jaleaban ardorosamente.
Ni qué decir que Pepita le puso de patitas en la calle.
Y, harta de todo, vendió la casa y se largó a vivir a Glasgow.
A Manuel, por su parte, la cosa no le fue tan mal. Sin un duro pero lleno de recursos, consiguió un poco de dinero para comprar unos muebles empotrados en un portal de La Rambla e instaló un puesto de compra-venta de monedas. Más adelante amplió el negocio intercambiando novelas.
Con el tiempo perfeccionó el tema literario y se convirtió en librero. Sus descendientes aún continúan con el negocio.
No se sabe si Manuel, por las noches, continuó vistiéndose de folklórica subterránea.
Eso es secreto de familia.
Encontró una mujer de buena familia, a la que cameló con sus artes nocturnas, que de eso sabía un rato. Finalmente, la pobre cayó en sus redes y contrajeron matrimonio.
La esposa de Manuel, Pepita, era muy modosa, sin vicios y ahorradora. Éste, una vez conseguido su objetivo, continuó siendo un calavera de orejas y de narices, siendo incapaz de mantener empleo alguno.
Un buen día Manuel pidió a Pepita parte de su dinero, ahorrado con mucho esfuerzo, para comprar artículos de mercería y dedicarse a vender. La mujer, recelosa (con toda la razón) no estaba convencida en absoluto, pero al fin cedió a los ruegos de su esposo y le entregó la pasta.
Manuel desapareció.
Durante tres días no dio señales de vida, el tío. Pepita, preocupada y también cabreada, se dedicó entonces a buscar a su marido. Preguntó a los vecinos, conocidos y a todo el mundo que pudiera tener alguna relación con Manuel, hasta que alguien le dijo dónde se encontraba.
Ese mismo día Pepita entró, bien entrada la noche, en un subterráneo del Barrio Chino. Allí contempló, atónita, cómo su amado esposo estaba bailando encima de un escenario, vestido de folklórica, mientras un nutrido grupo de mariquitas (de la acera de enfrente, sarasas, plumíferos o como se quiera decir) le jaleaban ardorosamente.
Ni qué decir que Pepita le puso de patitas en la calle.
Y, harta de todo, vendió la casa y se largó a vivir a Glasgow.
A Manuel, por su parte, la cosa no le fue tan mal. Sin un duro pero lleno de recursos, consiguió un poco de dinero para comprar unos muebles empotrados en un portal de La Rambla e instaló un puesto de compra-venta de monedas. Más adelante amplió el negocio intercambiando novelas.
Con el tiempo perfeccionó el tema literario y se convirtió en librero. Sus descendientes aún continúan con el negocio.
No se sabe si Manuel, por las noches, continuó vistiéndose de folklórica subterránea.
Eso es secreto de familia.
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