dimarts, 15 de setembre del 2009

UHLISES (cap. IV). Circe, la hechicera (1)




El dios del mar fue puntualmente informado del percance de Polifemo y, como era de esperar, se puso furioso. ¡Un humano había osado herir al hijo de un dios!¿Pero dónde se había visto tamaña desfachatez?
- Uhlises y los suyos se van a enterar de lo que vale un peine! ¡Sabrán lo que es la ira de Poseidón!
Dicho y hecho. Al momento se desencadenó una furiosa tormenta alrededor del “Bribónides IV”: olas gigantescas barrían la cubierta, hacían oscilar el navío casi hasta posición horizontal, de un lado a otro, y caían rayos y centellas sin cesar por todas partes. Por fin, Poseidón acertó en su puntería y un pertinente rayo partió en dos el palo de mesana. Si Vatericles estuviera aún vivo (se lo comió el cíclope) hubiera quedado reducido a carbonilla.
Carne de cañón, Vatericles…
Uhlises gritaba y daba órdenes en vano. Tal era el estruendo de las aguas que nadie, ni con una trompetilla de tres metros de diámetro, le hubiera escuchado.
Euríloco vio a Bolígrafo y a Metástasis, dos miembros de la tripulación, cómo eran arrastrados a las profundidades marinas por una monstruosa ola. Hizo ademán de lanzarse tras ellos para salvarlos, pero se detuvo:
- Si, hombre, para que me ahogue yo también. Que les den-, pensó juiciosamente.
Parecía que el “Brobónides IV” y sus ocupantes tenían las horas contadas.
Se oyó un crujido terrible, y el barco se quedó quieto: habían embarrancado. No se apercibieron que la tormenta los había acercado a la costa.

De golpe, la tempestad amainó, desaparecieron las negras nubes y el sol volvió a brillar. A Poseidón, después de comer, le había entrado la modorra y se había quedado frito, con lo que desapareció el encantamiento tormentero.
Los tripulantes, exhaustos por el esfuerzo de no morirse, contemplaron el relieve de la costa contentos, pero también temerosos por las calamidades que sufrían cada vez que pisaban tierra.
Uhlises se dirigió a sus hombres una vez más:
- Bueno, vamos a ver, esta vez vamos a cambiar de táctica: vais vosotros a inspeccionar el terreno y yo me quedo aquí a vigilar el barco. ¿Ha quedado claro?
- Siempre dices “ha quedado claro”, oh, Uhlises – exclamó Puñétides desde un rincón mientras escurría su túnica, empapada de agua -, ¿qué te crees, que somos imbéciles? Me recuerdas a Udinea, una profesora de mi infancia que siempre, después de acabar una frase, decía: ¿eh que me entiendes?, como si fuéramos imbéciles, como tú parece que nos estés tratando a todos.
- Rambocles, en cuanto piséis tierra rebánale la cabeza a este, efectivamente, imbécil. Aquí no, que me dejaría la cubierta toda roja, y esto no es la entrega de los Sócrates- contestó distraído el rey de Hítaca.
Con Euríloco al mando y Uhlises en el barco echando una siesta, la tripulación se dirigió a tierra y desapareció en la espesura.
Al cabo de catorce días, Uhlises empezó a impacientarse.
- Les debe de haber sucedido algún percance, para variar. Lo mejor será que vaya a buscarlos.
Abandonó el barco, ya flotando debido a la marea, y puso pie en tierra firme. Unos cuantos pasos después, al pasar un recodo, le entró un pánico atroz: una manada lobos y leones se acercaban a él. Sin embargo, Uhlises observó que estaban sorprendentemente tranquilos, sin atisbos de ferocidad. Le rodearon despacio. Una leona empezó a rascarse la cabeza en él, como hacen los gatos, para gran pasmo del de Hítaca.
- Ca…caramba! Caramba carambita carambiruri…- y sin querer Uhlises inventó el flamenco, aunque esto no se descubriera para el gran público hasta el cabo de miles de años.
Toda la manada mixta de leones y lobos se arremolinó en torno a él, arrumacándole sin cesar.
- ¡Vaya, pero si son más mansos que la tortuga que cayó del cielo y mató a Esopo de un caparazonazo!¡Missi-missi-missi!- susurró a un gigantesco león. Éste se acercó y le lamió la mano con su enorme lengua-. Deben sufrir un encantamiento, porque esto no es normal.
En esas que se acercó volando Hermes, calzado con sus sandalias aladas.

- ¡Hombre, Uhlises¡¡Cómo tú por aquí? Estás un poco lejos lejos de tu hogar…
- Si tuviera tu calzado otro gallo me cantaría, Hermes. Oye, ¿no has visto por aquí a mi tripulación? Hace un montón de días que no sé nada de ellos…
- Los tienes ante tus reales narices-, respondió, sonriente, Hermes.
- ¿Cómo?
- Ese león que acaricias, precisamente, es Rambocles. Circe les ha hechizado a todos.
Uhlises se levantó de un salto.
- ¿Circe?¿La maga Circe? ¿Está buena o qué?-, dijo con los ojos abiertos como platos
- Noto que hace tiempo que no te arrimas a nadie, ¿eh? Vaya, que si lo está… Y si yo te contara de lo que es capaz de hacer en la cama…
Ojos como planetas.
- Cuenta, cuenta, oh, excelso mensajero de los dioses!-, inquirió Uhlises mientras se le caía la baba a capazos.
- No, no, no cuento intimidades. Si te lías con ella ya intercambiaremos impresiones, pero de momento te aguantas. Pero no creo que tengas suerte, Circe va a hacer lo mismo contigo que con tus compañeros, a no ser que…
- ¿A no ser qué?
Hermes sonrió maliciosamente.
- Pueeees verás, tengo una pócima mágica que contarresta los efectos de la bebida que te ofrecerá cuando te pille. No te ocurrirá nada.
- Vale, pues dámela.
El dios mensajero sonrió aún más maliciosamente.
- Si, hombre, y qué más. Aquí no se da nada a cambio de nada.
Uhlises se rascó la cabeza y se encogió de hombros.
- Pues vaya, Hermes, si estuviera en mi reino te podría obsequiar con todo lo que te apeteciera, pero aquí no tengo nada de nada, soy un pobre desgraciado, ya ves lo harapiento que voy. No sé qué podría tener de tu interés…
- Tienes algo que me atrae mucho,- dijo Hermes pillinamente, observando con lascivia los bajos de Uhlises.
- ¡Ah, no, no, ni lo sueñes¡- vociferó Uhlises -. Ya lo probé en el sitio de Troya, acuciado por las circunstancias, y juré que jamás de los jamases repetiría.
- Bueno, como quieras, pues te convertirás en un lobo, en un león, en un cerdo o en lo que le apetezca a Circe-, contestó Hermes mientras se arreglaba los cordones de las sandalias, dispuesto a irse volando.
Uhlises se lo repensó. No estaba dispuesto a convertirse en cerdo así como así.
- Bueno, está bien, acepto. Pero no seas bruto, que luego me tiro cuatro días sin poderme sentar.
- De acuerdo, de acuerdo, seré prudente, no te preocupes. Anda, acompáñame allí, detrás de esos matorrales, que te vas a enterar…(*)






* Escena censurada, lo siento.

dijous, 3 de setembre del 2009

UHLISES (cap. III). Los Cíclopes


Pasaron varios días y los pocos víveres que tenían los tripulantes del “Bribónides IV” empezaban a brillar por su ausencia. Y no gracias a Vatericles, el cual, por si las moscas, continuaba atado al palo de mesana. Apenas quedaban unos cuantos puñados de arroz podrido y medio odre de agua potable. La tripulación empezaba a estar inquieta.
- Euríloco, como no avistemos tierra pronto vamos a tener un problema gordo con toda esta chusma-, comentó Uhlises a su contramaestre.
- Razón llevas, oh, insigne Uhlises, rey de Hítaca… Las peleas gratuitas empiezan a menudear por cubierta. Incluso Placidón, quien no se altera ni que lo maten, se ha sumado a las reyertas. Y el perro ha desaparecido: apuesto a que se lo han comido.
- ¿Al perro? Pobre… Bueno, la verdad es que era un taladro, no paraba de ladrar a todas horas. No creo que se le eche de menos. Y hablando de perros, ¿qué habrá sido de mi buen Argos?¿Vivirá aún?- reflexionó el héroe mirando al horizonte con semblante pensativo.
Euríloco, sin venir a cuento, refunfuñó violentamente:
- ¿Y a mí qué me importa si tu perro Argos vive o no?¿Crees que es el momento de ponerse sentimental, con los problemas que tenemos? Uhlises, el héroe de Troya… Vaya timo de tipo…
Uhlises, sin volverse, respondió:
- Mira, Euríloco, porque nos encontramos en situación complicada y porque me debes dos mil quinientos hemióbolos, que si no, te arrancaba todos tus miembros de cuajo, que lo sepas.
Euríloco se encaró a Ulises con ojos centelleantes:
- ¿Ah, si? Tú a mi me vas a comer la…
En ese momento resonó un grito:
- ¡Tierraaaa!¡Tierra a la vistaaaaa!
De nuevo era Dioptrío, el vigía, berreando desde lo alto del palo mayor. Sin querer había evitado una desgracia mayúscula.
La tripulación al completo corrió hacia estribor (excepto Despístides, que se fue a babor, como siempre). Efectivamente, a lo lejos se divisaba una costa abrupta.
- Pues parece mentira, pero tiene razón Dioptrío.
- Espero que haya algo más que alfalfa, esta vez.
- Yo, si hay perros ya me conformo.
- Ah, fuiste tú?
Uhlises ordenó dirigirse a tierra firme. Antes de anclar el “Bribónides IV” reunió a todos sus hombres en cubierta:
- Espero que esta vez todo el mundo se atenga exclusivamente a mis órdenes. Si alguno de vosotros, sin motivo justificado, me desobedeciera, daré orden instantánea a Rambocles de que no sintáis las piernas nunca más. Os las cortará de un solo tajo. ¿Ha quedado claro?
Uhlises siempre utilizaba a Rambocles para amedrentar a los marineros más pendencieros.Era el más fuerte, agresivo y despiadado de todo el barco. Hubiera sido un gran héroe en Troya y se le hubiera colocado al nivel de Héctor, Áyax y Aquiles, pero venía de familia de míseros pastores de caracoles, y en esa época el sueño americano aún no se había inventado.
Esta vez descendió la tripulación al completo, incluso Vatericles, al que por fin desataron del palo de mesana. Fondearon el “Bribónides IV” en una pequeña cala y se dirigieron a tierra firme en una barca preparada para estos menesteres.
Atracaron en una minúscula playa y se dispusieron a explorar.
- Ojo avizor, muchachos. No hagáis el burro, ya que no sabemos con qué nos puede sorprender el destino -aconsejó Uhlises con su innata sabiduría - ; Despístides, tú no te muevas de mi lado, que te conozco.
Se adentraron en la maleza, avanzando a duras penas por el intrincado follaje. El terreno ascendía poco a poco, haciendo cada vez más difícil la marcha. Apenas se veían los unos a los otros.
- ¡Cogeos de las manos, como cuando ibais a la escuela, que no se ve un pimiento!-, ordenó Euríloco.
Al cabo de un buen rato, llegaron al final del bosque. Todos los esforzados marineros estaban repletos de arañazos por todo el cuerpo, a causa de los malditos zarzales. Incluso Uhlises, a quien su condición de héroe y tal no le eximía de tener una piel como la de todo el mundo.
- Descansaremos aquí un poco. Hala, ya os podéis soltar de las manos.
Se encontraban al pie de una montaña árida, seca, pedregosa.
Uhlises alzó la vista. Observó que, separadas por una distancia considerable, la montaña había horadado numerosas cuevas, gigantescas, de aproximadamente 30 pies de altura cada una (9,1 m), y otro tanto de ancho.
Entonces olió. Un penetrante perfume envolvió todo el ambiente. Los más escrupulosos y refinados, como Pulcro de Macedonia, se taparon las narices con sus túnicas, horrorizados ante tal pestilencia.
- ¡Oigh, qué asco, por Eufrósine!
- ¡Pero bueno! ¿Es que nadie se lava los pies aquí, pandilla de cerdos?- protestó enfurecido Euríloco.
- Calla, contramaestre de las narices, -respondió Uhlises- que creo no va por ahí la cosa: no sé si te has fijado que no hace mucho hemos salido del agua. Este olor tan potente no proviene de nuestros pies, sino más bien de ahí arriba, de esas cuevas tan grandes.
Si es que Uhlises era de un listo…
El gran héroe ordenó a sus hombres dirigirse hacia allí cautelosamente.
Entraron en la cueva. Por el suelo había utensilios de todo tipo, cuencos, platos vasijas, mantas, cuchillos… Sólo tenían una peculiaridad: eran de tamaño gigante. En un solo cuenco casi cabía la tripulación entera.
“Esto debe ser la cueva de un ser gigantesco. Habrá que andarse con ojo”, pensó Uhlises, mas no dijo nada para no asustar más aún a los demás.
El hedor allí dentro era insoportable. Vatericles, desesperado por el hambre, siguió a su olfato, vio una especie de pared curva y sin pensárselo dos veces le hincó el diente.
- ¿Pero tú eres imbécil o qué? ¿Se puede saber qué ninfas estás haciendo?- le gritó Euríloco, el contramaestre.
Vatericles, con la boca llena, se giró hacia él, alborozado:
- ¡Quezo!¡Ez quezo!¡Un quezo gigante! ¡Ezo era eze olor!
Agarró su espada y empezó a darle al queso a diestro y siniestro. El resto de la tripulación le imitó.
En pocos minutos el queso quedó reducido a una tercera parte.
- No comáis tanto, golafres, que luego os sentará mal y no habrá quien os mueva-, aconsejó, divertido, Uhlises.
- ¿Y vino? ¿No hay vino por aquí o qué? ¡Queremos vino!- protestó Bolingo de Tales.
- ¡¡Vino, vino, vino!!-, gritó al unísono la tripulación al completo, mientras pateaban el suelo con fuerza.
Uhlises escaló un gran ánfora que se encontraba en un rincón. Se asomó al borde y con todas sus fuerzas la empujó al suelo. El líquido se desparramó por toda la cueva.
- ¡Aquí tenéis vino, impacientes!- exclamó, exultante- ¡No se os olvide mezclarlo con agua, que éste tiene mucha graduación!
El único que no obedeció dicha orden fue Bolingo de Tales, evidentemente.
Al cabo de un buen rato, todo el mundo estaba saciado de queso y vino. Únicamente la insaciabilidad de Vatericles continuaba dale que devoro.
- Reposemos un poco- dijo Uhlises-; luego cargaremos con todas las provisiones posibles y nos largaremos pitando de aquí, antes de que vuelva su morador.
Mal hecho.
Al poco, un gran temblor despertó a la tripulación de su marasmo digestivo. Grandes golpes retumbaban en el suelo, y se acercaban cada vez más.
- ¡Escondeos todos, rápido!-, susurró Uhlises a sus hombres.
Una gran sombra oscureció la cueva casi completamente.
Uhlises, agazapado tras una tinaja de vino, asomó la cabeza. Lo que vio le dejó helado.
Un ser horroroso de 17 pies de altura se alzaba ante ellos: peludo por todas partes, barbudo, iba vestido con cuatro harapos zarrapastrosos, llevaba el pelo enmarañado e imposible de domar y únicamente tenía un ojo, un ojo colosal situado encima de su enorme nariz.
- ¿Quién osa penetrar en la humilde morada de Polifemo, el cíclope? ¡Aquí huele a carne fresca!-, tronó el monstruo mientras olfateaba el ambiente con ansia furiosa.
Uhlises había oído hablar de los cíclopes, y sabía bien que no eran lo que se dice muy hospitalarios.
Más bien todo lo contrario.
Polifemo vio el queso a medias y la ánfora en el suelo vertida, y supuso, con buen crietrio, que allí pasaba algo. Escudriñó un poco más y entonces vio a Vatericles rebozándose en queso, extasiado ante tanto placer. También se apercibió de que Pulcro de Macedonia soltó un gritito, asustado por un ratón, y se dejó ver. El cíclope rió sonoramente, se agachó, agarró a ambos con una sola mano, los acercó a su sonriente boca y se los zampó en un par de bocados.

- Bueno, los he comido mejores-, comentó Polifemo mientras escupía unos huesecillos.
“Lo tenemos magro, por Eufrónides”, pensó Uhlises mientras observaba tamaña trágica escena.
El gigante de un solo ojo apartó los utensilios y descubrió al resto de la tripulación del “Bribónides IV”. Rápidamente agarró una gran roca del exterior y taponó la entrada de la cueva, impidiendo la huida de los hombres.
- Esto os enseñará a robar la comida a Polifemo. Luego me divertiré con vosotros: os tengo preparados unos juegos estupendos, con unas maneras de morir tan originales que ríete tú de la futura Inquisición.
Uhlises comprendió que debía hacer algo si no quería que aquella maldita cueva se convirtiera en la tumba de todos.
Se acercó a Polifemo con cautela, y empezó a lustrarle:
- Oh, gran cíclope, hijo de Poseidón y la ninfa Toosa, eres el más grande entre los grandes, el más todo, y será un honor para todos nosotros que hagas con nuestros cuerpos lo que más te plazca, pues así lo habrán decidido los dioses y lo que decidan los dioses es estupendo pues para eso son dioses y nosotros sus humildes y asquerosos servidores. Y para demostrarte lo mucho que te respetamos y te reverenciamos te voy a descubrir un placer increíble, digno de tu señorío, prestancia, temple, saber estar y todo eso que se suele decir.
Polifemo se repantingó en el suelo.
- Mira que llegas a tener labia, enano roñoso… A ver, ¿qué es eso tan maravilloso que tienes que mostrarme?
Uhlises sonrío. Había picado.
- ¿A que no has probado nunca el vino sin aguar?
- Anda, pues no, ahora que lo dices… Nunca se me había ocurrido semejante cosa. Es que soy muy tradicional, ¿sabes?
- ¡Pues mira! ¡Nunca te acostarás sin saber una cosa más! Anda, prueba y verás qué delicia te has estado perdiendo todos estos años.
Polifemo agarró un ánfora, probó tímidamente el vino y soltó una carcajada:
- Jo, jo, jo, jo!!¡¡ Pues tienes razón, enano asqueroso, no está nada mal!¡ Pero que nada mal!
Y se acabó el ánfora de un solo trago.
Uhlises continuó con su perorata pelotera:
- Jamás en mi pobre vida se me ocurriría engañarte, oh, insigne Polifemo, gran cíclope entre los cíclopes. Te mereces eso y muchísimo más. Anda, bébete otra, comprobarás los beneficiosos y placenteros efectos que posee el vino sin aguar.
Polifemo cogió otro ánfora y se la bebió en un periquete.
Y luego otro, y otro, y otro… Así hasta catorce.
Y claro, pilló una cogorza impresionante:
- El vino... hips… que tiene Nereidaaa… no es blan…hips…co ni es tinto ni… hips… tiene colooooooooooooor…
Finalmente se desplomó estrepitosamente en el suelo, sin sentido.
Uhlises no perdió el tiempo: cogió el palo de la escoba gigante, la partió de un golpe de espada y fabricó una lanza en un santiamén, sacándole punta. Luego la clavó con todas sus fuerzas en el único ojo de Polifemo, el cual, en el estado en que se encontraba, no se enteró de nada.
- Bueno, muchachos, éste lo va a ver todo negro, a partir de ahora.
En un rincón de la cueva había un pequeño establo con unas cuantas ovejas, también gigantes.
- Cuando Polifemo despierte y seguro que estará muy furioso, os agarráis con fuerza al vientre de una oveja. Allí no se le ocurrirá buscarnos. En algún momento tendrá que sacarlas a pastar, digo yo. Así podremos escapar-, razonó Uhlises.
Toda la tripulación se preparó impaciente para el momento en que el cíclope volviera a la vida.
Al cabo de unas horas, Polifemo despertó y se palpó el ojo destrozado y sangriento:
- ¿Pero qué me han hecho estos humanos? ¡No veo!¡No veo!¡Me han dejado ciego!-, y empezó a destrozarlo todo, de tan rabioso que estaba- ¡Os mataré a todos!¡Desearéis no haber nacido!
Uhlises y sus hombres, aterrorizados, se asieron fuertemente a los vientres de las ovejas. Polifemo buscó y rebuscó por toda la cueva, palpó las ovejas, pero no encontró a nadie.

Furioso, le pegó una patada a la roca que taponaba la entrada. Las ovejas, nerviosas, salieron corriendo al exterior.
Una vez fuera, los marineros se soltaron de los animales. Ulises apremió:
- ¡Hala, todos corriendo al bote! Los gritos de Polifemo pueden alertar a los demás cíclopes y entonces sí que habremos bebido aceite.
Así lo hicieron. Al cabo de poco se encontraban de nuevo en el “Bribónides IV” dispuestos para zarpar.
- ¡Levad anclas! ¡Y humo de aquí, pitando!
Una vez en cubierta, a Uhlises se le ocurrió burlarse de Polifemo.
“No, mejor que que no le diga nada”, rectificó. “Aún tendríamos más complicaciones. Además, me da un poco de pena, pobre”.
Polifemo, mientras Uhlises y sus hombres se alejaban, gritaba tanto que el resto de los cíclopes (Politono, Políglota, Polidíaz, Politicastro, Policío, Polígono, Policarpio, Polisemio, Polydor, Polimili, Politburó y Poliéster) se acercaron corriendo a ver que le ocurría.
El cíclope herido les explicó lo sucedido entre sollozos y gritos de rabia y dolor.
-¡Me chivaré a Poseidón!¡Esto no quedará así!
Policío miró hacia el mar y vio cómo se perdía el “Bribónides IV” en el horizonte. Les lanzó unas cuantas rocas, pero incluso la fuerza de un cíclope era poca para tan larga distancia.

“Está demasiado lejos, y además no sabemos nadar. Bah... Poseidón se encargará de ellos. Que no les pase nada."

divendres, 14 d’agost del 2009

UHLISES (Cap II). Los lotófagos.








A bordo de su bajel “Bribónides IV” (ya los antiguos griegos usaban la grafía latina antes que los propios romanos) Ulises zarpó, por fin, junto con su tripulación, en busca de su amado reino. Iban bien pertrechados de víveres para mucho tiempo, pues la travesía se antojaba larga, azarosa y repleta de peligros acechantes.
- Vatericles, como te vea echar mano de los chorizos te cuelgo del tuyo en lo alto del mástil. ¿Ha quedado claro?-, gritó Uhlises a un rollizo remero del fondo a la derecha (como los lavabos, por eso le apodaban así).
- No os preocupéis, oh, gran Uhlises, rey de Hítaca; procuraré refrenar mis impulsos más primarios en aras de la comunidad y del interés general- respondió Vatericles, un poco avergonzado por su perenne gula.
Euríloco, el contramaestre, gritó desde la proa, dirigiéndose a los remeros:
- ¡Pandilla de holgazanes! ¿A esto le llamáis remar? ¡Hasta una tortuga boba avanzaría más que vosotros! ¡A este paso no llegaremos nunca a Hítaca! ¡Coldpléyade! ¡Ameniza y da ritmo con tus cánticos a estos inútiles!
Tras las proféticas palabras de Euríloco, como se comprobaría más tarde, Coldpléyade se arrancó:
- Yo solía gobernar el mundooooo, los mares crecerían cuando yo diera la palabraaaa, ahora en la mañana limpio soloooo, limpio las calles que solía dominaaaaar … -, y al poco se desató una terrible tempestad. Poseidón había sido despertado por los berridos de Coldpléyade e, irascible como era después de la siesta, removió las aguas con tal fuerza que el “Bribónides IV” fue desviado de su rumbo, perdiéndose en el horizonte a merced de los designios del dios del mar.
- ¡Cagüen Apolo, el dios de la música!-, tronó Poseidón- ¡Seguro que se encontraba de fiesta con Dionisos el día que nació ese tipo!¡Hala, esto os enseñará a despertarme de la siesta de este modo tan cruel!.


Durante la tempestad los navegantes perdieron la mayor parte de las provisiones, para gran desesperación de Vatericles, y un par de marineros cayeron por la borda, desapareciendo para siempre. Mas no Coldpléyade, para desgracia de todos. La tripulación, enfurecida, quiso arrojarlo al fondo marino atado a un arcón lleno de piedras, pero en el barco no habían piedras. Uhlises, movido por un parentesco lejano con el cantor de marras (perdón, no era de Marras, sino de Mileto), impidió el asesinato, a cambio de coserle la boca con hilo de pescar, acto que calmó al resto de tripulantes del “Bribónides IV”.
- Adefesio, te harás cargo de su cuidado. Dale de comer con una pajita-, sentenció el monarca viajero.
Euríloco se acercó a Uhlises.
- La ira de Poseidón nos ha desviado de nuestra ruta, y no tengo ni idea de dónde nos encontramos, oh, gran héroe de Troya.
- No me hagas la rosca, anda, que te tengo clichado. Vaya contramaestre que tengo, que no sabe ni dónde está…
Así estaban las cosas en el bajel, cuando…
- ¡Tierra!¡Tierra a la vista!- vociferó desde lo alto del palo mayor Dioptrío, el vigía.
Uhlises se volvió hacia donde le señalaban, escudriñando con su felina vista la costa que se alzaba ante sus ojos.
- Por su silueta no parece Hítaca, por Artemisa…-, comentó-; no obstante, pongamos rumbo hacia allí y busquemos un lugar donde desembarcar. Debemos aprovisionarnos de nuevo y encontrar agua dulce, que también se ha perdido con la tempestad de las narices.
Después de anclar el “Bribónides IV” en una pequeña ensenada, la tripulación al completo descendió del barco y se dispuso a explorar la zona a la búsqueda de alimentos.
- Tú te quedas aquí- dijo Uhlises mientras ataba al palo de mesana a Vatericles, en previsión de que pudiera zamparse lo poco que quedaba-; si nos acompañas corremos el riesgo de que volvamos con las manos vacías. Vigila el barco y si ocurre algo por aquí extraño pega un grito, igual te oímos y todo.
Una vez en tierra, en seguida se toparon con un grupo de personas vestidas únicamente con taparrabos. Uhlises, por si acaso fueran violentos (y no le apetecía nada ponerse a cortar cabezas tras lo de Troya), sacó de su zurrón unos cuantos abalorios y chatarra brillante y los ofreció con una reverencia al que parecía el cabecilla:
- Yo brindar estos presentes en nombre de Uhlises, hijo de Laertes y Anticlea y soberano del Hítaca, una isla que estar en el V olivo.
- Qué raro hablas, extranjero! ¿No te sabes los tiempos verbales o qué? – respondió Bonoloto, en efecto, el jefe-. Excúsanos por declinar tan asqu… tan admirables regalos, mas los lotófagos, nuestro pueblo, no tenemos necesidad de otra cosa que no sea esta flor, el loto, nuestro único alimento. Todo lo demás nos sobra.



Uhlises, poseedor de vasta cultura, había oído nombrar a dicho pueblo. Sabía que, si se comían dichas flores, que se encontraban por todo el territorio en gran abundancia, se olvidarían de todo de todo de todo y querrían quedarse a vivir allí para siempre, sumidos en un feliz e interminable sopor.
- No hace falta deciros que nuestra mítica hospitalidad os ofrece todo el loto que os apetezca-, convino Bonoloto.
- Te lo agradezco mucho, oh, amable Bonoloto, pero aún nos quedan vív…- y no acabó la frase: tres de sus hombres ya estaban paciendo a cuatro patas, como de vez en cuando algunos héroes griegos.
Al ver esto, Uhlises se abalanzó sobre ellos (no, no para eso, mal pensados) y les arreó una patada en la boca a cada uno, desparramando por el suelo dientes y loto a medio masticar.
Demasiado tarde: los tres estúpidos marineros estaban ya poseídos por los efectos loteros: se les hubiera extirpado el bazo y ni se hubieran enterado, henchidos de felicidad como estaban. Y encima no se querían ir, así que agarró el enorme escudo que le regalaron el día de su santo y lo estampó en las respectivas cabezas, dejándolos inconscientes.
Los lotofagueros estaban atónitos ante tal comportamiento. No conocían la violencia.
- Pero qué pimientos haces, oh, barbudo extranjero cargado de roña?
- ¿Y qué quieres, si en el barco no hay ducha… ¿Me lavo a salivazos? ¿A que te arranco la cabeza?- replicó, furioso, Uhlises. Tenía mucha hambre, y eso le causaba gran irritabilidad - Mira, me voy a llevar ahora mismo a estos capullos al barco (a éstos y a todos los demás) y pobre de ti que hagas el menor ademán de impedirlo. ¿Ha quedado claro, Primitivo, Bonoloto o como te llames?
- Bonoloto, me llamo Bonoloto. No te preocupes, Uhlises, viendo cómo las gastas no tenemos ninguna intención de impedir tu marcha. Que los dioses te acompañen, o no. Me importa una deposición de minotauro.
Uhlises, con semblante iracundo, clavó sus ojos en Bonoloto.
- Mira, comedor de alfalfa, no te machaco los huesos porque tengo prisa, me espera mi Penélope.
- La del Serrat?
- La misma que viste y va descalza.
- Pues pobre Penélope, que no le pase nada…- murmuró bajito Bonoloto.
- ¿Qué has dicho?
- Nada, nada, habrá sido la brisa que esparce Eolo, que a veces susurra cosas.
- Ah, pensaba…- Ulises se volvió a sus hombres: - ¡Venga, agarradme a estos tres desgraciados y embarquemos de una vez!

Al cabo de poco, el “Bribónides IV” ya se encontraba en el horizonte, viento en popa a toda vela y eso. Uhlises tenía la esperanza de ver pronto la costa de su querida Hítaca.

Qué ihluso, Uhlises…

dijous, 13 d’agost del 2009

UHLISES. La partida (cap. I)


Troya, tras lo del caballo, ardía por los cuatro costados.
Uhlises estaba hasta el gorro frigio de la maldita guerra, después de tantos años pegando espadazos a diestro y siniestro.
- Mira, Agamenón- le dijo al comandante en jefe de todos los griegos, limpiando de su cuerpo serrano la sangre de sus enemigos después de la última batalla-, me da lo mismo que tu cabeza y ojos sean como los de Zeus, tu faja como la de Ares y tu pecho, aunque con pelo, como el de Poseidón. Me la barniza, en serio, y me largo, si no te importa. Mi mujer Penélope, a la que Serrat, al cabo de infinitas lunas, le hará una canción, igual me espera aún, aunque mucho lo dude, ya que la carne débil es.
- ¿Y qué pasa con Telémaco?- respondió Agamenón.
- Tienes razón, oh, gran jefe… También hubiera podido componérsela a él, total… “Telémaco, con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón y su vestido de Domingo, Telémaco, se sienta en un banco en el andén y espera que llegue el primer tren meneando el abanico”…- cantó Uhlises, alardeando de voz-; ejem… La verdad es que si lo viera ahora no lo reconocería, partí de Hítaca cuando él acababa de venir al mundo. Supongo que debe de ser todo un mocetón. Ardo en deseos de reencontrarme con ellos y ver de nuevo el monte Nérito, Agamenón. Esto… Pues eso, que vuelvo a mi hogar. Que los dioses os sean propicios y con lo que de ello se desprende.
- Que Manitú te acompañe y proteja en tu azaroso y largo viaje, oh, gran Uhlises de Hítaca-, contestó Agamenón solemnemente.
- ¿Manitú? ¿Es un dios nuevo, éste? ¿Qué pasa, no hay suficientes en el Olimpo?
- Bueno, éste vaga por las praderas, según parece. Es un dios extranjero. Como puedes observar, querido Uhlises, Grecia ya no es lo que era-, replicó el aún jefe de los helenos.
- Cuánta sabiduría recogen tus palabras, oh, Agamenón de Micenas. A mí tanto dios me confunde un poco, como la noche a Dinio de Éfeso. Dale recuerdos a Clitemnestra cuando regreses a Creta. Hala, adiós.
- “¿Clitemnestra? ¿Ésa? Cualquier día me mata, en cuanto le dé la espalda. A eso se le llama tener el enemigo en casa; aunque tampoco me extraña, sacrifiqué a los dioses a nuestra hija…”- pensó Agamenón mientras observaba zarpar al rey de Hítaca y a su tripulación – “Si por mi fuera, me quedaría por aquí, con mi ejército. Además, no echo mucho de menos su lecho: después de haber probado el pescado, no sé qué es mejor, la verdad”.
Uhlises también tenía el enemigo en su hogar, pero eso él aún no lo sabía.
Y tardaría mucho tiempo en averiguarlo.

dilluns, 10 d’agost del 2009

OTTO


Apenas abiertos los ojos, Otto se despereza y alza el vuelo. Poder hacerlo le hace sentirse afortunado ante los demás animales. No necesita lavarse la cara ni peinarse ni ducharse, la brisa matutina le despierta al momento. Se lanza al vacío, cae en picado hacia el suelo a gran velocidad y en el último momento, casi rozando la hierba, cambia el sentido y se dirige ufano en dirección al sol.

Otto es feliz. Ninguna otra cosa le ofrece tanto por tan poco. Baja, sube, sortea los árboles, los matorrales, las paredes, cualquier objeto que se le ponga por delante. Juega con sus amigos, se persiguen los unos a los otros entre flores, sillas, mesas, libros, jamones colgantes, perros adormilados y nubes de polvo.

Surcando los cielos conoció a Hertha: hermosa, valiente, osada, imprudente. Fue ella la que le enseñó a volar con los ojos cerrados, tal como lo está haciendo en este momento.

¡Chof!

- ¡Caramba, cuantos mosquitos hay por aquí!-, protesta Dieter mientras conduce su Royal Enfield por la carretera que lleva a Wolfburg y cierra, precavido, la visera del casco.




Otto, al ser retirado del casco de un apesadumbrado Dieter.

divendres, 31 de juliol del 2009

EL GRAN DUELO (una de vaqueros)

Nabo City, el día de la fiesta de las carretas, en 1889.








En Nabo City(1) se avecinaban nubarrones de desmedida violencia sangrienta. Era mediodía, habitualmente la parte del día con más ajetreo en las polvorientas y destartaladas calles de la ciudad, pero aquel día no se avistaba un alma: todas las ventanas permanecían cerradas a cal y canto, selladas, los habituales perros sarnosos a la sombra habían desaparecido como por arte de magia, los caballos atados a los postes delante del saloon habían mordido sus correas y habían huido despavoridos hacia el desierto desierto, los buitres encaramados al cartel de madera en la entrada de la ciudad habían emigrado al cartel de Khalahorra Creek(2), el pueblo vecino, con el charlatán vendedor de crecepelo tras ellos intentando colocarles su mercancía, ya de paso; el sherif, Pat Garrido(3), casualmente, mira tú por dónde, había ido a pescar barbos al río Lunares(4), y eso que estaba seco (el río, claro, Pat Garrido llevó siempre encima su legendaria petaca de whisky). Incluso los matojos rodantes de rigor dejaron de hacer acto de presencia por la avenida principal, a pesar del fuerte viento.




Hasta el whisky se había evaporado (menos el de Pat Garrido).


Y es que aquel mediodía todos sabían que Perkins “The Capullo”(5) y Flannagan “The Vacilón”(6) iban a ajustar cuentas.


El duelo tuvo su origen en una solemne estupidez, como siempre. Dos días antes Perkins entró en Nabo City a lomos de su caballo “Flecha” (que tenía la mili hecha), cuando pasó por delante de “The Vacilón”, el cual se encontraba en el porche de la barbería vacilando (cómo no) con la mirada a todo el mundo, incluso a las gallinas que correteaban por las calles.


Se fijó en la cara de “The Capullo”: era acorde con su alias. Avanzó hacia él, cortándole al paso.


- ¿Tú eres Perkins “The Capullo”, no es cierto?

- Pues sí. ¿Pasa algo?


Flannagan “The Vacilón” separó las piernas vacilonamente, cómo no, y colocó las manos en el cinturón. Miró fijamente a Perkins.


- Tu caballo me ha relinchado.


Perkins “The Capullo” le devolvió la mirada y escupió al suelo, pero el viento reinante cambió el sentido del escupitajo y fue a parar a su propio ojo derecho.


- Desde luego, hijo, haces honor a tu nombre-, sonrió socarronamente Flannagan “The Vacilón”.


Perkins se limpió la cara con cara de pocos amigos.


- Bueno, y qué, si te ha relinchado. Suele hacerlo habitualmente. No le he oído jamás hablar, ni rebuznar, ni ladrar, ni se ha marcado nunca un maullido de puma.


- No me gusta que me relinchen-, respondió Flannagan, arqueando aun más sus patas. La culata blanca anacarada de su Colt calibre 38, repleta de muescas, ya asomaba, y resplandecía al sol abrasador del sur de Texas.
Revólver de Flannagan "The Vacilón". Museo del Forajido, Carson City.



- ¿Y qué quieres que haga, que lo mate? ¿Que le meta una colleja? ¿Que le deje sin postre?,- masculló irónicamente “The Capullo”.


“The Vacilón” le miró más fijamente aún, si cabe.


- Esta ciudad es demasiado pequeña para los dos.


- Y tú nunca debiste cruzar el río Lunares.


- No era el Mississipi?


- Es que le dado a la frase un punto más personal.


- Ah… Bueno, pues que sepas que ya sé que eres el hombre más duro al sur del Lunares… Después de mí.


- No era el Picketwhite?


- Si, pero hoy tengo el día original.


- Te voy a freír a balazos.


- Lo siento, pero no me gusta la carne frita.


- Siempre llevas el revólver encima?


- No, sólo cuando lo llevo.



Así se tiraron horas, diciendo las frases de rigor, hasta que empezó a ponerse el sol.


Se acercó Ben T. Packah(7), el dueño del saloon:


- ¿Qué? Os hago un plano? Para cuándo el duelo de marras? ¿Y porqué no lo acabáis de dirimir en mi garito, en vez de acabaros de achicharrar al sol?


Perkins “The Capullo”, alzando los ojos hacia el rojizo sol en su retirada diaria, dijo:


- ¿Quieres un trago?


Flannagan “The Vacilón”, mientras liaba un cigarrito mirando al suelo, respondió:


- Ya que he empezado de buena mañana con whisky, no veo por qué cambiar… Pero mejor que te bajes del caballo antes de entrar en el saloon, “Capullo”.


- Pues también tienes razón.


Dentro del garito, después de unos cuantos copazos, unas partidas al poker, unas magreadas a las desvergonzadas bailarinas y un par de peleas múltiples con sus correspondientes destrozos de mobiliario, Perkins “The Capullo” y Flannagan “The Vacilón”, a pesar de que ya se habían hecho colegas de barra, entre risas etílicas decidieron la hora del duelo: al cabo de dos días (para pasar la resaca), delante del saloon, a mediodía, cuando el Lawrence más pega.


Las doce, dos días después. Por la entrada sur de Nabo City se acercaba lentamente una silueta. Por la norte, otra. Los brazos entreabiertos, las piernas arqueadas, el clinc clinc de las espuelas, el sudor en la frente.


Por un lado, Perkins “The Capullo”. Por el otro, Flannagan “The Vacilón”.


Después de irse acercando durante tres horas, finalmente se detuvieron a la distancia pertinente.


- Ya era hora, cojones. Qué rollo de parafernalia… -, pensó Perkins “The Capullo”.


- Coño, me pesan las piernas, de andar tan despacio…-, reflexionó Flannagan “The Vacilón”.


Media hora más, mirándose el uno al otro fijamente a los ojos.


- Seguro que se está pensando en la frase más pomposa...-, pensó el uno.


- “Dale recuerdos a Dios, Capullo”… No, demasiado zafia… “Voy a darle trabajo al sepulturero, Capullo”… Jo, tampoco… Algo que rimara estaría mucho mejor…-, pensaba el otro.


Por fin, Flannagan “The Vacilón”, un poco más impaciente que su adversario, gritó, orgulloso de su frase:


- ¡Lo siento, majo, que te la pique un escarabajo! ¡Saluda de mis partes al Señor, con él vivirás mejor!


Perkins “The Capullo” respondió divertido:


- Que patético eres, hijo!¡Vaya mierda de rima!¡ Lástima que no tengas más tiempo para practicar la métrica… ¡Sólo por lo malo que eres te voy a dejar hecho un colador! ¡“Vacilón”!


Momentos de suspense, las manos que rozan las respectivas culatas.



...........


Desenfundaron ambos al mismo tiempo.


Clic!


Clic!


Clic clic clic!


Clic clic clic!


- Mecagüen San Manitú! ¡Olvidé las balas en casa de Molly!-, exclamó Perkins “The Capullo”.


- ¡Cagüen el diez de picas!¡ ¡Me he dejado las balas en casa de Virgil!- , maldijo Flannagan “The Vacilón”.


Los dos pardillos se estuvieron un buen rato con los brazos en jarras, sin saber qué hacer ni qué cara poner. Al cabo de un cuarto de hora, se entreabrió una ventana del piso de arriba de la tienda de ultramarinos desde donde resonó una voz:


- ¿Qué? ¿Os hago un plano? ¡Que es para hoy!


Era Ben. T. Packah, con su frase favorita, ávido de sangre, como toda la ciudad.


Perkins “The Capullo” se secó el sudor de la frente y quitándose su Stetson negro de 20$ se rascó la cabeza:
El Stetson de Perkins "The Capullo". Museo del Far West, San Diego.


- Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¿Has traído un puñal, al menos? Yo me lo he olvidado, ya se sabe, con las prisas…


- Pues a ver que mire…- respondió Flannagan “The Vacilón”. Se palpó los bolsillos, las botas… Nada.- Pues no, ni tan solo llevo el cortaúñas, ya ves tú.


- Jo… ¿Nos pegamos pues? Aunque darse de puñetazos, con este Lawrence…


- No, pegarnos no, que llevo la camisa de domingo y la calle está muy guarra.



Continuaron los dos en la misma posición, brazos en jarra y piernas arqueadas, como buenos pistoleros que sentían ser.


Finalmente…


- Oye, Perkins…


- Dime, majo…


- ¿No crees que estamos haciendo el ridículo?


- Si te soy sincero, hoy siento más que nunca que mi apodo es apropiado.


Flannagan “The Vacilón” sonrió:


- Nos lo pasamos bien el otro día en el saloon, eh?


- Anda que no, hacía un porrón de tiempo que no me divertía tanto-, respondió, jocoso, Perkins “The Capullo”.


Flannagan se relajó y se acercó a su aún adversario.


- Te propongo una cosa… ¿Y si nos vamos al saloon a continuar la fiesta del otro día y nos dejamos de duelos y tanta tontería?


Perkins carraspeó mientras se sacudió el polvo de su Stetson:


- Me parece perfecto, Flannagan. Pero mejor sería que nos fuéramos a otra ciudad, no me apetece nada ver las caras de chufla que pondrán todos los habitantes de aquí.


- Sí, es preferible, estos cabrones lo único que querían era ver sangre fresca. Cómo se nota que sólo leen el “Pink Herald”.


- Deberíamos matarlos a todos.


- Bah, no vale la pena, Perkins. Además, no tenemos balas. Anda, larguémonos de aquí. Cabalguemos hacia un lugar donde sirvan buen whisky y hayan mujeres espléndidas y hombres macizorros.


- Y peleas, que también hayan peleas-, respondió Perkins “The Capullo”, mientras se dirigía hacia su caballo “Flecha” (que tenía la mili hecha).


- Y si no hay, ya las provocaremos nosotros, juajuajua-, rió sonoramente Flannagan “The Vacilón”.


Y se alejaron de Nabo City a lomos de sus respectivos, dejando a todo el mundo sin espectáculo y con un palmo de narices.


Cuando la vista de las dos cabalgaduras desapareció en el horizonte Nabo City, poco a poco, volvió a la normalidad.


A su aburrida y monótona vida.


(1) Nabo City: ciudad fronteriza con México, en el estado de Texas, entre los ríos Pecos y Lunares. Fundada en 1864 por desertores confederados que huyeron de la batalla de Gettysburg, pronto se convirtió en una próspera ciudad comercial aprovechando su lugar estratégico, pues por allí pasaba la ruta ganadera que transportaba los grandes rebaños vacunos desde Texas hacia Denver. Tras el frustrado duelo de Perkins y Flannagan, Nabo City se llenó de maleantes y advenedizos, lo peor de cada casa, hasta que la ira de Dios se cernió sobre ellos: una noche cayó encima de la ciudad un meteorito de 197 m. de diámetro, borrándolo completamente del mapa y de la historia(menos mal que yo me lo sabía, si no de qué).



(2 ) Khalahorra Kreek: Ciudad vecina de Nabo City, aunque a ésta la fundaron colonos de Riojaville (Massachussets) que huyeron de la ley seca que se implantó en ese estado en 1856. Fue abandonada al cabo de pocos años de secarse el río Lunares, hacia 1892. Con el tiempo, el desierto la engulló completamente.


Khalahorra Kreek, en sus buenos tiempos.


(3) Pat Garrido(1848 – 1901): célebre sheriff, famoso por poner pies en polvorosa ante el duelo de Perkins y Flannagan, mala fama que arregló matando accidentalmente de una pedrada a Jimmy “The Ninio”,el famoso pistolero, mientras tiraba guijarros al río Lunares para hacerlos rebotar varias veces en el agua (y eso que estaba seco), asunto que aprovechó para hacerse el chulo y adquirir fama y tal. Cuando vio que ya no podía vivir más del cuento, por la edad, le entró la depre y se pegó un tiro entre ceja y pómulo, o sea, en pleno ojo.


Pat Garrido posando. Grabado. Museo de Frederick Remington, NY.

(4) Lunares: Río que era con el Pecos lo que el Tigris con el Éufrates pero en Texas, hasta que se secó. Eso no impidió que Pat Garrido fuera allí a pescar barbos.


El río Lunares, en la actualidad.

(5) Perkins “The Capullo” (1852 – 1896). Tras semanas y semanas continuas de fiesta junto con Flannagan “The Vacilón”, finalmente se hartó de llevar una vida tan disoluta y tan vacía y se largó a vivir a las montañas con Betty, la jefa del burdel de Levinston, que iba a hacerse monja, para gran pasmo de Flannagan. Falleció de la manera más capulla, claro: se equivocó y agarró un cuchillo en vez de un cepillo de lavarse los dientes. Murió desangrado frente a una Betty desolada e impotente.

Perkins "The Capullo". Gunmen's Museum, Tucson.

(6) Flannagan “The Vacilón” (1849 – 1907). Cuando fue abandonado así sin más por Perkins deambuló más solo que la una y sin ton ni son por Texas y estados limítrofes, hasta que se estableció definitivamente en San Francisco. Allí se asoció con Frank Gabannon, escocés macizorro con el que creó Flannagan & Gabannon, afamada marca de ropa que llegó a vestir al mismísimo presidente McKinley antes de que lo asesinaran. Murió de un paro cardíaco, como todos, durante una noche loca.

Flannagan "The Vacilón". Gunmen's Museum, Tucson.

(7) Ben T. Packah (1839 – 1917). Tras lo de Perkins y Flannagan se hartó de Nabo City y se trasladó a Tucson (Arizona), y desde allí a Tennessee, donde siguió con sus negocios en el mundo cabaretero. Se arruinó completamente en una mala noche jugando al poker y, desesperado, acabó volviéndose loco. Murió de otro paro cardíaco mientras pescaba barbos en el río Lunares.



Y eso que estaba seco.



Ben T. Packah, en su época de prosperidad. Museo del far West, San Diego.

divendres, 24 de juliol del 2009

LA SIJA

La ouija, SIJA en castellano.




El otro día, leyendo un cuento de Miguel Baquero, “El Éter” (trata de una disparatada sesión espiritista) recordé que, en mis años mozos, también hice mis pinitos en estas tonterías. Ya se sabe, es época de experimentaciones y de estar receptivo a todo.
En mi calle sólo vivíamos todo el año nosotros. Era una calle sin salida, con casitas una junto a la otra (nada de adosadas, eso es otra cosa), muy tranquila. El resto de las casas eran segunda residencia, venían de Barcelona a pasar el fin de semana y las vacaciones.
O sea, que yo sólo tenía pandilla los findes (pobrecito). Y en verano, claro.
Félix era uno de los veraneantes, vivía a dos casas de la mía. Tres años mayor que yo, tenía más experiencia en todo y sabía más de todo (o no, pero yo lo creía), así que siempre me interesaba todo lo que dijese o hiciese.
Un día nos propuso hacer una sesión de espiritismo en su casa, ya que sus padres no estaban. Nos apuntamos el Raúl (el hijo de Carlos Giménez, el gran dibujante de cómics), que vivía cerca, el Joan el gordo (le llamábamos así porque lo estaba, y para diferenciarlo de otro Joan) y el Marcel, uno al que le olía el sudor de mala manera, algo horroroso, sin adjetivo posible. En su casa no se podía entrar, lo juro. Todos olían igual.
Y creo que no había nadie más.
Llegó la noche señalada. Nos sentamos todos alrededor de la mesa redonda que había en el salón. En un trozo de cartulina dibujamos las letras del abecedario, el sí, el no, los números y toda la parafernalia, rodeando al vaso Duralex que usamos aquel día.

Apagamos las luces.
Después de los prolegómenos y las explicaciones pertinentes de Félix sobre el funcionamiento del tema, y tras reírnos nerviosamente un buen rato al intentar concentrarnos, nos lo tomamos más en serio.
Los cinco con el dedo encima del culo del vaso Duralex, mirándolo fíjamente.
Allí no se movía nadie, de pura concentración. Y el vaso, menos.
Pasó un buen rato y no ocurría nada de nada. Durante todo este tiempo, Félix no paraba de decir, en susurros:
- Si estás aquí, ves al sí. Si estás aquí, ves al sí. Si estás aquí, ves al sí.
Nada de “Oh, espíritu bienaventurado, muéstrate y deléitanos con tu presencia deslizándote hacia el sí” ni frases pomposas y peliculeras.
Si estás aquí ves al sí, y punto.
Pero allí todo seguía quieto. Incluso el tiempo se detuvo un poco.
Ya nos estábamos empezando a impacientar, a relajarnos y a no creernos nada de todo ese rollo, cuando…
- Si estás aquí ves al sí.
Y el Duralex, lentamente, fue al sí.
Nos quedamos sorprendidos y también temerosos, aunque más de uno pensó que era uno de nosotros el que movía el vaso con su dedo.
- Lo mueves tú?
- Yo no.
- Yo menos.
- Yo tampoco, lo juro por mi madre.
- Callaros, coño -dijo Félix, dirigiéndose al vaso,- ¿cuál es tu nombre?
- Pues Duralex, cómo se va a llamar…- comenté yo.
Félix me miró con cara de pocos amigos.
- Tú, gracioso, poca broma con esto. Y si es un espíritu malo?
Una de las historias que corría por ahí sobre las sesiones espiritistas era que de vez en cuando se presentaba un espíritu malvado, de esos que se habían quedado entre Pinto y Valdemoro, que te podía liar la del pulpo: quedarse en la casa, mover objetos, hacer ruidos… Como en las películas, vamos.
- Vale, vale, ya me callo-, respondí. La verdad es que tenía un poco de miedo, como todos los demás.
El espíritu en cuestión empezó poco a poco a responder nuestras preguntas. Al cabo de poco Félix le preguntó:
- ¿Eres un espíritu malo?
No contestó.
- ¿Te molesta alguno de nosotros?
Duralex entonces se movió hacia donde estaba Marcel.
- ¿No te gusta Marcel?
Duralex se le acercó aún más.
Félix observó a Marcel, que estaba aterrorizado, y vio que de su cuello colgaba una medalla de la Virgen del Loreto (a dónde me meto), o de alguna otra, de oro.
- ¿Es la medalla, lo que te molesta? Quítatela, Marcel. Déjala encima de la mesa.
Marcel, tembloroso, obedeció sin perder tiempo.
Fue depositar la medalla en la mesa cuando Duralex, sin ayuda de nadie, se abalanzó sobre ella y la empujó fuera de la mesa, cayendo al suelo. El vaso se detuvo en el borde.
Vaya susto que nos pegamos, madre mía.
Pero ahí no acabó todo.

Marcel, de súbito, puso los ojos en blanco, agachó la cabeza y empezó a soltar ruidos extraños, como si hiciera gárgaras y pequeños ronquidos:
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr….
- ¡Marcel! ¡Marcel! ¿Qué te pasa?
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr…. -, respondió.
Entonces levantó la cabeza, se tiró hacia atrás, abrió los brazos en plan Jesucristo y con la boca abierta los ruidos que salían de ella aumentaron considerablemente.
Joan el Gordo, Raúl, Félix y yo nos quedamos paralizados, sudorosos, sin saber qué hacer.
Mientras tanto, Marcel, a lo suyo:
- Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr… Glglgglglgll… Frrrrrrrfrrr….-, pero ya a lo bestia.
Parecía que estuviera sintonizando Radio Pirineos. Sólo le faltó echar espuma por la boca.
Finalmente, Félix reaccionó, abrió las luces y la puerta de par en par y le soltó un par de guantazos al pobre Marcel, el cual al momento dejó de hacer el burro y se quedó como dormido, aunque respiraba aceleradamente.
Poco a poco el ritmo cardíaco de Marcel recuperó a la normalidad, volvió en sí.
No se acordaba de nada.
Lo recogimos todo, rompimos el puto Duralex y cada uno se fue a su casa, cagados de miedo.
Cuando llegué a la mía, le pedí a mi hermana mayor que me dejara dormir con ella. A regañadientes, aceptó.
- Nunca más - me dijo enfadada (siempre estaba enfadada, y lo sigue estando) al día siguiente -, te mueves más que la cola del Prosit.
Prosit era nuestro perro, un pointer muy simpático, siempre estaba contento.
No como mi hermana.