dimarts, 14 d’octubre del 2008

Couché III (cap. IX)



- En realidad mi promesa no se ciñó a los dos, si no sólo a uno de ellos.
Por la cara que puse Couché vio que no lo había acabado de comprender.
- Lo diré de otra manera, me habré explicado mal: René hizo una promesa a François y otra a mí, François hizo lo propio con René y conmigo, y yo lo mismo con ellos dos. Lo has pillado ahora?
- Si. Entonces, cada uno de ustedes hicieron dos promesas.
- Muy bien, eh? Ya me parecía a mí que tenías más luces de las que a simple vista sugieres.
- Muy gracioso, Couché-, respondí haciéndome el ofendido-; pero qué complicado que se lo montaron, ¿no le parece? Ni que fuera el Acces…
- ¿Y eso qué coño es?
- Deje, deje, olvídelo- no me iba a poner a explicarle un programa que ni yo mismo entendía-; ¿a quién le prometió lo de quedar tercero?
Su semblante cambió.
- A René.
- Murió joven, verdad? ¿Qué le ocurrió?
- Se alistó conmigo en la Resistencia. Formaba parte de mi grupo guerrillero. En la primavera de 1944 nos encontrábamos, como te dije antes de comer, operando por la zona del Aveyron. Un buen día nos dio por poner unas bombas en la vía del tren, en el viaducto de Aguessac, un pueblo cerca de Millau. Cuando casi habíamos acabado de colocar las cargas, nos sorprendió un comando de la Gestapo, que inmediatamente abrió fuego contra nosotros.

Se detuvo, y miró hacia el exterior, con la mirada perdida.
- Escapamos como pudimos. Algunos de mis compañeros quedaron allí muertos, tirados en medio de la vía. René fue uno de ellos: una ráfaga de metralleta le reventó la cabeza.
Couché tragó saliva.
- No pude recoger el cadáver. Tuve que dejarle allí. Vete tú a saber dónde lo enterraron, si es que lo hicieron.
- ¿Nunca pudo recuperar el cuerpo?
- Cuando acabó la guerra, mejor dicho, cuando los alemanes ya se habían retirado de la región hice mis indagaciones en Aguessac y alrededores, pero nadie supo decirme nada concreto. Así que me volví a Pions.
Esta parte de la historia era triste, pero yo estaba fascinado. Uno de los mejores recuerdos de mi infancia era cuando, en la puerta de casa, me sentaba en el regazo de mi abuelo, me enseñaba su reloj de bolsillo, que sacaba de su chaleco negro a rayas, me decía la hora, y luego se ponía a contarme batallitas que me transportaban a un mundo mágico, a mi mundo.
- Y François? Qué fue de François?
- Quieres otro café, o prefieres una copita ? Aunque te advierto que Henri nos va a meter un sablazo…
- Por eso no se preocupe, paga el periódico. Me iría bien un Armagnac, gracias. Me acompaña?
- Te acompaño doblemente. ¡Eh, tú, Henri!¡Henri! ¡Tráenos dos Armagnacs dobles!¡ Y rapidito!-gritó Couché, a viva voz.

(Continuará)

divendres, 3 d’octubre del 2008

Couché III (cap. VIII)


Apagué la grabadora y acompañé a Couché a la cocina. Me sorprendió lo ordenado y reluciente que estaba todo.
- Qué aseado es usted, Couché. Lo tiene todo como los chorros del oro.
- Yo aseado? ¡Pero si hace una semana que no me lavo! Y, si te refieres a la cocina, Charlotte, mi vecina, viene a limpiar cada dos o tres días. Si fuera por mí, esto sería una pocilga, hasta los cerdos se irían a vivir a otra parte- contestó mientras abría la nevera y rebuscaba en ella.
Sacó una lechuga, tres tomates, dos pepinos y preparó una ensalada. Luego cortó pedacitos de queso fresco y lo mezcló todo con una vinagreta. Sacó del armario una botella de Beujolais y me la dio para que la abriera. Mientras lo preparaba todo y yo servía el vino, me contó lo de Pierrette y su marido. Me reí tanto con la historia que casi inundé la cocina de lágrimas y tenemos que salir de allí en canoa.
Vaya un cabroncete, el Couché este. Tengo que escribirla un día de estos.
Durante la comida, aparte de para llevarse los alimentos a la boca y beber, no abrió la boca.
- No me gusta hablar cuando me siento a la mesa.
- Nos nos hemos terminado el vino,- dijo Couché después de acabarnos la ensalada-. Se levantó y volvió con tres trozos de quesos distintos y unas rebanadas de pan.
Una vez finalizado, nos dirigimos a Chez Pierrette a tomar el café. El marido estaba en la barra charlando animadamente con algún vecino. En cuanto vio a Couché, que le saludó con un leve movimiento de cabeza, el semblante le cambió al momento.
Nos sentamos en un rincón del café.
- Ya verás qué dicharachero está con nosotros-, me susurró, sonriente, Couché.
Al poco se acercó Henri, que así se llamaba el marido, con cara de manzana amarga.
- Qué?
- Qué de qué?
- ¡Que qué queréis, coño!
- Dos cafés.
Y se hacia la barra, sin decir nada más. A Couché le divertía mucho la situación, se le notaba en la cara.
- Bueno, vamos a seguir con su historia, si le parece-, le dije, una vez Henri nos sirvió los cafés -. Coloqué la grabadora encima de la mesa y la encendí.
- Por dónde íbamos? Ya no me acuerdo…
- Nos habíamos quedado, perdón, usted se había quedado en que acababa de prometer a sus amigos quedar siempre tercero en las las carreras en las que participara.
- Ah, si, si… Sigo entonces…
(Continuará)

dijous, 2 d’octubre del 2008

dimecres, 1 d’octubre del 2008

Couché III (cap. VII)


Y así, pensando, discutiendo y diciendo estupideces varias, propias de la edad y del alcohol, pasaron las horas sin concretar nada. El sol asomaba tímidamente por el este, empezaba a refrescar debido al rocío, los pájaros iniciaban su canto matinal y…

- Excúseme, Couché, ¿podría no irse tanto por las ramas? No es que tenga mucha prisa, pero es que, a este paso, se van a consumir las pilas de la grabadora, y se me está subiendo el pastís a la cabeza, y me dará una pereza enorme tomar notas…
- Vaya, vamos cogiendo confianza, eh, chaval? De acuerdo, iré más al grano-, dijo, sirviéndose el enésimo vaso. También rellenó el mío, sin pedirme permiso, el maleducado.

- Pues eso, que ya estaba a punto de salir el sol cuando se me ocurrió. Me levanté de un brinco y grité:
- ¡Ya está! ¡Ya lo tengo! A partir de hoy, cuando compita en una carrera siempre quedaré tercero!
René y François se miraron, sorprendidos, y al cabo de un momento se rieron escandalosamente.
- ¡Ja ja ja ja! ¡Qué bueno, André! ¡Qué bueno! Pero no creo que seas capaz, con lo competitivo que tú eres!-, exclamó François.
- ¡Ja ja!, - rió René; - yo también lo dudo mucho.
Aquellas palabras hirieron mi orgullo, que, como habrás observado, es bastante elevado; me puse solemnemente serio y proclamé, mirando al sol naciente:
- Juro por Dios, por la Virgen, por el Papa, por mi padre, por mi madre, por mi perro y por la República que, a partir de este momento, siempre quedaré tercero, en cualquier carrera en la que participe.
François, levantándose también de la hierba mojada, y secándose las lágrimas de tanto reír, dijo:
- Vale vale, nos lo creemos, pero no jures ante Dios, la Virgen y el Papa, que tú no eres de misa diaria ni nada parecido.
- Pues anda que tú… Bueno, retiro a estos tres; lo vuelvo a jurar por los otros y por… Y por vosotros, mis amigos. ¿Mejor? ¿Vale ahora?
- Si, ahora si.

Yo no sabía qué pensar. Aquel hombre me estaba tomando el pelo, y sin embargo quería creerle.
- Caramba, Couché… ¿Y sólo por esta tontería fue capaz usted de no alcanzar la gloria deportiva, y no pasar a la historia más que como un corredor segundón? Perdón, en su caso, sería tercerón… - Pues sí, qué pasa… Yo siempre he sido un hombre de palabra, y más con los míos.
Me rasqué la cabeza, confundido, mientras vaciaba el vaso.
- Bueno, me lo creo, va…
Couché se puso de pie y levantó los brazos, estirando el cuerpo.
- Bueno, bueno, bueno… ¿Tienes hambre, Laurent?
No me ha llamado Poubelle, qué detalle, pensé.
- Pues la verdad es que un poco sí, después de tanto pastís no me iría mal llenar el estómago. Y a usted también, diría yo. Pero quizás debería irme ya…
Se acercó a mí, me cogió del brazo y me levantó del sillón.
- ¡Pero qué dices, hombre! Es hora de comer, y como me decía siempre mi abuela Pepette, hay que comer. Además, aún no he terminado de contártelo todo.
- Es cierto, - recordé; - tiene que decirme cómo acabó lo suyo con Zatopek.
- ¡Tienes razón, chaval! Eso y más cosas aún. Pero primero, a coger fuerzas. Acompáñame a la cocina, vamos a ver qué podemos comer. ¿O prefieres salir fuera? En Chez Pierrette se come bien, aunque su marido no me mire con buenos ojos…
- ¿Por?
- Bueno, digamos que tuve un desliz con su mujer, y siempre ha sospechado, aunque nunca lo ha podido demostrar. Mejor nos quedamos aquí, estaremos más tranquilos. Luego, si acaso, ya iremos allí a tomar café. Te parece?
- Me parece.
(Continuará)

dimarts, 30 de setembre del 2008

Couché III (cap. VI)




- Una noche de verano, antes de empezar la guerra, fuimos los tres a la fiesta mayor de Mazerolles, un pueblo que se encuentra cerca de aquí. No sé si lo sabrás, con los de París ya se sabe, pero en los pueblos se hacen fiestas en honor al patrón de cada municipio. Baile, orquesta, vino y esas cosas…
- Perdone, pero yo soy de Dax, del sur…
- Pues tienes una pinta de ciudad que tira para atrás, hijo…
Couché observó el vaso de cerca, y, viéndolo vacío, lo volvió a llenar. Vaya saque tenía el tío, yo ya había perdido la cuenta de cuántos llevaba. Él también, probablemente.
- Cuando acabó de tocar la orquesta, todo el mundo se fue retirando hacia sus casas. René, François y yo nos fuimos andando hacia Pions. Al salir de Mazerolles, François, que había bebido lo suyo, se sentó a los pies de un nogal.
- Vamos a tumbarnos aquí un rato. Hoy hace una noche increíble.
René también estaba achispado, miró al cielo y se tumbó en la hierba. Yo, que no bebía nada por entonces, les imité.
Después de un buen rato hablando poco y mirando mucho las estrellas, François dijo:
- Nosotros somos muy amigos, verdad?
- Pues claro - dijo René -, los más amigos del mundo.
A mí me sorprendió la pregunta de François. Nunca me había planteado si éramos poco o muy amigos. Lo éramos, y ya está. Pero en aquel momento, y ellos también lo sintieron, me di cuenta de que nuestra amistad nos unía hasta lo más recóndito de nuestro interior, y que así iba a ser toda nuestra vida. No sé si era por el cielo o porque acababa de ver una estrella fugaz, pero eso fue lo que sentí.
- Los más amigos del mundo -, repetí.
- Tenemos que demostrárnoslo a nosotros mismos – respondió François -; podríamos ponernos una prueba, un juramento o algo así.
Después de un buen rato diciendo tonterías y discutiendo sobre qué podríamos hacer, René me miró y me dijo:
- Yo juro por nuestra amistad que si algún día te mueres daré la vuelta al mundo en patinete.
- Eso no tiene ningún valor – dije yo -, tiene que ser algo que odies con todas tus fuerzas, y a ti te encanta ir en patinete.
- Ya, pero tiene su mérito también, no?
- Si, pero no vale- respondí.
- No vale- reafirmó François-; tiene que ser alguna promesa más dura, que cueste muchísimo más cumplir, que vaya en contra de tus principios, morales, físicos, mentales o de otro tipo, pero que nos joda de verdad.


(Continuará)

dilluns, 29 de setembre del 2008

Couché III (cap. V)




- Pues claro que no le creo!! Y más sin pruebas!! Cómo es que el tiempo que dice que hizo no aparece en los anales, en las clasificaciones oficiales?
Me miró divertido:
- Muy fácil: se estropeó el cronómetro. Antes pasaban estas cosas. Los organizadores del campeonato, en Rennes, sintieron tanta vergüenza por lo sucedido que, aprovechando que había muy poca gente en el estadio (llovía a cántaros) lo taparon como pudieron a los pocos periodistas que se encontraban allí, sobornándolos con unas botellas de vino y alguna cosa más carnal – me hizo un guiño-, de modo que no se mencionó en ningún periódico. El asunto quedó como un rumor, una especie de leyenda, que con el tiempo se fue olvidando.
Perplejo, observé con detenimiento a Couché. Mostraba todo el aspecto de estar completamente convencido de lo que decía. Pero lo que me estaba relatando era de lo más difícil de creer que había oído jamás, y más aún por la sencillez de sus razonamientos. Todo aquello podía haber sucedido, pero era simplemente imposible.
- Caramba, no sé qué decir ahora mismo… Permítame usted que tenga mis reservas sobre su récord; convendrá conmigo que es lógico que adopte esta postura, digamos un tanto escéptica. Y por cierto – le pregunté con cierta sorna -, ¿se enteró Zatopek de esto? ¿Se lo contó usted?
- Si, se enteró. Mejor dicho, se lo demostré.
Aquello ya era demasiado.
- Perdone, Couché, pero empiezo a tener la sensación de que me está tomado el pelo, o quizás se le está subiendo el pastís a la cabeza.
- Aún falta, aún falta, para eso… Tal vez si me dejas seguir con mi historia y no me interrumpes tanto, puedas creerte todo esto. Lo de Zatopek te lo contaré al final: tiene relación con lo que te estoy contando.
Aún era pronto; y bueno, la verdad es que no perdía nada escuchando un rato más a aquel chiflado fantasioso. Tampoco me esperaba nadie.
- En fin…- repliqué, dejándome caer sobre el sillón -; continúe, continúe. Le queda aún pastís?


- No te lo acabarás -, dijo, sonriendo y levantándose de un salto. Volvió al cabo de un momento con un vaso, una jarra de agua y otra botella, y sirvió.
- Esa fue la última carrera que gané. A partir de entonces, siempre acabé tercero.
Guardamos silencio los dos unos instantes.
- Supongo que querrás saber la razón, verdad?
- La hay?
Couché se levantó y se dirigió a la ventana, mirando al exterior.

- Éramos tres amigos: François, René y yo. Nos conocíamos desde la infancia: pasábamos el día juntos, en la escuela y fuera de ella, y esa amistad se fue afianzando con fuerza, a medida que íbamos creciendo. François era el hijo del carpintero de Pions: bajito, rechoncho, era un mal estudiante, se reía de todo y hacía reír a todo el mundo. René, en cambio, era alto, delgado, parecido a mí físicamente. Más bien serio, estudioso y aplicado. A pesar de nuestras diferencias de carácter, éramos, como se suele decir en estos casos, culo y mierda. Bueno, en este caso, culo, mierda y papel higiénico, ya que éramos tres – y rió de su propia gracia.
Espero que no se me ponga sentimental, pensé.


(Continuará)

divendres, 26 de setembre del 2008

Couché III (cap. IV)


Juegos Olímpicos de Helsinki (1952), final de los 10.000 m. lisos. En cabeza, Zatopek. Tras él, Alain Mimoun. Tercero, claro, André Couché.
- Ha llovido mucho… Y dígame, ¿porqué no volvió a competir en su pueblo?
- Bueno, fue por varios motivos, principalmente porque estalló la guerra y, cuando terminó, ya no hubo nadie dispuesto a organizar nada, hasta hoy.
- Y en la guerra qué hizo? Siguió practicando el atletismo?-, le pregunté mientras volvía a tomar asiento.
- Sí y no. En los tiempos que corrían todo estaba muy politizado, ya sabe; recuerdo escuchar al general De Gaulle en su famoso discurso por la radio, desde Londres. Eso me marcó mucho, como a otros tantos. Al cabo de poco tiempo ya estaba metido de lleno en la Resistencia, organizando y perpetrando sabotajes contra los alemanes. Me enviaron a la zona del Tarn, bastante lejos de aquí, en esa época. Allí vivíamos y dormíamos en el bosque, y nos pasábamos el día caminando, corriendo de un lado para otro: por eso digo que en cierta manera continuaba haciendo atletismo. - Le hirieron alguna vez?
Couché III rió:
- No, era muy rápido y esquivaba todas las balas. Cuando alguna vez intentaron dispararme, antes de apuntar yo ya me había ido.
No tiene abuela éste, me dije.
- Yo tuve suerte, pero otros no… -su semblante cambió de pronto- Pero mejor olvidemos la guerra ahora, que si no me pierdo.
- Por supuesto, como quiera… ¿Fue entonces, cuando acabó la guerra, que empezó a, digamos, no ganar carreras? Mejor dicho: ¿Es entonces cuándo André Couché empezó a quedar tercero?
Se quedó mirando la ventana, absorto. Vació su pastís en su garganta y casi sin mirar volvió a llenar el vaso. Me miró de reojo, mientras empinaba el codo otra vez.
- No exactamente. Fue un poco más tarde, al cabo de siete meses de acabar la guerra.
En ese tiempo aún tuve tiempo de ganar el campeonato de Francia de 5.000 y 10.000 metros; lo que voy a decirle no se lo creerá porque no está escrito y no lo puedo demostrar, pero en el campeonato francés batí el récord del mundo de 10.000 metros con un tiempo de 27 minutos y pico.
Repasé mis notas. El primer atleta que bajó de los 30 minutos en esta prueba fue el gran Émil Zatopek, “La Locomotora Humana”, en los Juegos Olímpicos celebrados en Londres en 1948. El Gran Zatopek. Eso era imposible. Sonreí:
- Tiene usted razón, Couché. No puedo creer que usted batiera el récord de Zatopek con una diferencia de más de dos minutos! Con ese tiempo hoy pondría en aprietos al mismísimo Haile Gebresselassie!! Es imposible!!
- Sabía que no me creería.
(Continuará)