divendres, 1 d’agost del 2008

VELOSO




Ayer actuó Caetano Veloso en Palafrugell. Me lo perdí, maldita sea…
La primera vez que lo vi fue en el siglo pasado (a que suena lejano, como si hablara de la guerra de Cuba?), en el Poble Espanyol. Íbamos en realidad a ver a Djavan, cabeza de cartel, que había sacado un disco no hacía mucho: sonaba por todas partes “Flor de Lis”, canción que años más tarde versionaría Ketama, cuando se tiró al rollo comercial.
Veloso actuaba junto con Gilberto Gil, que ha sido, hasta ayer, ministro de cultura del gobierno de Lula (según parece, lo deja para dedicarse en exclusiva a la música. No me lo creo, seguro que está hasta los mismísimos).
Por esa época, yo escuchaba habitualmente otro tipo de música. Me tiraban más los grupos post-punk., como Psychedelic Furs, Talking Heads, Echo & The Bunnymen... La bossa nova me atraía, pero aparte de los dos míticos discos de Toquinho y Vinicius de Moraes en La Fusa, poca cosa más había oído.
Allí estaba pues, en la puerta de entrada pseudonosequé del Poble Espanyol, con un calor bochornoso, con el Amadéu, la Moni, el Pions, la Glòria, el Toni, el Primo, el Ribilias y no sé quién más. Entramos. La plaza central del recinto, una recreación de una plaza de estilo castellano, creo, estaba a rebosar.
Cerveza y porro en manos, empezó el concierto.
Ahorraré crónica del recital.
Sólo decir que lloré.
A partir de entonces, siempre que ha pasado por Barcelona, he ido a verle.Ya no lloro, pero siempre se me pone la piel de gallina.

dimecres, 30 de juliol del 2008

III. ASUN Y LOS DOS BOTONES



Una vez me regalaron un abrigo negro. Perdón, gris marengo. De lana, estilo clásico, lo que se conoce habitualmente por un tres cuartos. Antes llevaba prendas más largas, tipo gabardina, pero ya no hace tanto frío como hace unos años.
Cosas del cambio climático, según los expertos.
Echo de menos, las gabardinas.
Llegó la Asun a las tres, como siempre puntualísima, excepto cuando la tusa se retrasaba (autobuses de la empresa TUSA, ahora Tubsgal). Cuando llegó mi hora de tomar algo, saqué el abrigo de mi taquilla y al salir, la Asun me vio y exclamó:
- Caram, quin abric més xulo que portes!
- Gràcies, me’l van regalar ahir.
Ya teníamos tema de conversación durante dos semanas por lo menos: el dichoso abrigo.
Cuando encontraba algo qué hablar, la Asun se convertía en una ametralladora Thompson (la que llevaban los mafiosos de los años 30) de las palabras. El problema es que tenía muy pocas cosas que le interesaran, o quizás en su cabeza (y eso que la tenía grande) no cupiera mucho. Muy pocas. A saber:
1. Su padre.
2. Su madre (ya fallecida).
3. Todo lo relacionado con su padre y su madre.
3. Recuerdos de su infancia y juventud (siempre eran los mismos), con su padre y su madre siempre por enmedio.
4. La Seguridad Social, pero cuando entró, con dieciocho añitos.
Y poca cosa más.
Cuando volví, pasó al ataque, sin piedad alguna:
- Pues es muy bonito, tu abrigo. Debes ir muy contento por la calle, eh? Vas muy elegante, las mujeres se te rifarán…
- Si, seguro-, contestaba yo, sin entusiasmo.
Ya se había arrancado:
- Mi padre tiene uno parecido, es marrón, de espigas, y tiene unos botones como los tuyos, así, jaspeados, bien grandes.
- Ah…
- Y también tiene cuatro, como el tuyo!
- Ah, collons…
- Te queda casi tan bien como a mi padre, es casi tan alto como tú.
- Ah, cojones...
(Iba cambiando la interjección, para no aburrirme…).
- El abrigo de mi padre es de más calidad, se lo regaló mi pobre madre, que se murió de un mal malo (un mal dolent, en catalán), y aún lo lleva cuando sale a pasear por la calle del Mar, y le sienta como un guante, y…
Y así dale que te pego, hasta que se iba a merendar (ver capítulo II).
Cuando volvía, seguía con la misma matraca, pero yo ya no decía ni ah, ni collons, ni cojones ni nada, sólo asentía con la cabeza, sin mirarla.
Así siguió, pesada como nadie, unos cuantos días. Maldito el momento en que me regalaron el abrigo de marras.
Una tarde dejó de hablar de ello. Ya era hora, pensé.
Al acabar la jornada, cuando la Asun ya no estaba (se iba antes, no sé porqué), fui a ponerme el abrigo. Cuando fui a abrochármelo, cuál no sería mi sorpresa que me faltaban dos botones del medio, de los cuatro que tenía.
Estaban bien cosidos, y habían cortado el hilo con unas tijeras.

Mejor dicho, la Asun había cortado el hilo con unas tijeras, llevándose los botones para el abrigo de su padre.
Quién iba a ser, si no?
Quién coño iba a robar DOS botones de un abrigo?
Me pegué un hartón de reír, de lo surrealista de la situación.
Y nunca le he dije nada sobre esto, a la Asun.
Para qué? Para que me montara un pollo de mil pares?

Deixa, deixa...

dimarts, 29 de juliol del 2008

II. ASUN Y EL COMER


Anda que no le gustaba comer, a la Asun… Arramblaba con todo lo que pasaba ante sus ojos. Que se lo pregunten, si no, a sus compañeras.
Llegaba a las tres, después de comer. Después de su semi-siesta habitual en el mismo mostrador, se espabilaba un poco, y entre perorata y perorata sobre su padre (o su madre, que ya hacía años que se había muerto, y supongo que por homenaje a su figura se ponía sus vestidos), llegaban las seis de la tarde.
Hora de merendar.
Como era del puño cerrado, Asun nunca compraba nada, así que se hacía la loca y picando por aquí y por allá se iba zampando, sin prisa pero sin pausa, todo lo que traían las demás compañeras de trabajo. Luego, cuando todas las demás se reincorporaban al trabajo, ella se quedaba un rato más en el comedor y acababa con lo que había sobrado.
Habían días en que la merienda sobrante era para la jornada siguiente, y claro, se encontraban las demás sin nada que comer.
Todo el mundo sabía que había sido la Asun, pero nadie osaba decirle nada. Hasta que un día, harta, la Mari Mar le cantó la caña.
El espectáculo fue mayúsculo, bronca, gritos histéricos que se oían por toda la sala… La Asun, como estaba previsto, se ofendió muchísimo, diciendo que ella no había sido, pero tú qué se había creído , acusarme a mí de ladrona, te vas a enterar… La pobre Mari Mar aún debe estar arrepentida de haberle dicho nada.
Al día siguiente, la Asun, ofendidísima (pues se acabó autoconvenciendo de que ella no había sido), cambió su horario de merendar. Se compró un paquete gigante de madalenas “La Bella Easo” (les que comprava la meva pobre mare, snif), y subía al comedor cuando las demás ya habían vuelto al tajo. Como mínimo se comía media bolsa, unas quince o veinte madalenas, y cuando bajaba, aún, de vez en cuando, se zampaba alguna más, para hacer tiempo antes de acabar la jornada.



Azúcar & Bella Easo: impagable.




Así fue la cosa durante una temporada, hasta que un buen día pensó que la cosa esta de las madalenas, a pesar de su querida madre, le resultaba demasiado cara. De modo que se pasó a los caramelos.
Un ambulatorio siempre está repleto de caramelos, que regalan los visitadores médicos en momentos débiles de generosidad. Así que, a por ellos.




Su estrategia no le duró mucho. Se los comía con tal avidez que en pocos días no tenía qué comer. Yo mismo, una vez, hice una prueba: agarré un puñado de caramelos, unos veinte, y los dejé en su lugar de trabajo antes de que ella llegara, para ver cuánto tardaba en tragárselos.
Dicho y hecho: llegó, vio y se los comió, sin dejar rastro, en poco más de cinco minutos. Una máquina.
Al cabo de poco tiempo, viendo que cada vez le costaba más encontrar caramelos, y supongo que ya convertida en adicta al azúcar, optó por la solución más drástica y directa: se dirigía a la máquina del café, metía la mano en el cajón de los azucarillos y se llenaba los bolsillos de su amada bata de sobrecitos.







Qué espectáculo tan delicioso, para la Asun...




De esta manera, durante la tarde iba vaciando los sobres (para que yo no la viera, disimulaba girando la cabeza hacia el lado contrario a mí, pero yo no llevaba orejeras), hasta quedarse sin azúcar.
Su bata, claro, porque su cuerpo andaba sobrado, cada vez más y más.

dissabte, 26 de juliol del 2008

SANDERS



Ya hace un tiempo que me parece estar dándome cuenta de que me gusta contar historias. Lo digo así, historias, para ahorrarme pensar mucho el vocablo adecuado o tener que buscar en el María Moliner que me regaló mi madre y que, por cierto, está a cuarenta kilómetros de aquí.
Es tarde.
Cuando era pequeño era al revés. Acabada la comida familiar, y mientras mis hermanos, primos o amiguetes se iban al jardín o donde fuera a hacer de niños, como está mandao, yo me quedaba un rato a escuchar lo que decían los mayores.
No entendía nada, pero me gustaba escuchar de qué hablaban. Me sentaba al lado de mi madre y de vez en cuando le preguntaba cosas que no entendía, y cada vez le hacía más preguntas, hasta que al final me miraba mal y me mandaba callar y a ir a hacer de niño, como niño que era.
Mi pregunta predilecta era:
- ¿I aquest, de què es va morir?
Y mi madre, claro, sempre preguntes el mateix, me acababa mandando a la mierda y a ir a hacer de niño, como niño que era. Ahora me encantaría que me me volviera a mandar a hacer de niño, pero es que ya hace años que no le hago mucho caso.
Luego yo subía arriba y buscaba en los libros de qué coño se había muerto la persona en cuestión. Gracias a esto, sé que George Sanders, el gran actor inglés, se suicidó en una residencia de Castelldefels en 1977, dejando una nota:
"Querido Mundo, me voy porque estoy aburrido. Siento que he vivido bastante. Te dejo con tus preocupaciones en esta dulce cisterna. Buena suerte."
Esta despedida la he leído hoy.
Qué elegancia, no?

divendres, 25 de juliol del 2008

EL TITANIC Y SU PUTA MADRE


Esto es una lámpara Titanic: ni se cae ni se hunde.

Finalmente la vi. Me pasé años esquivándola, sin querer saber nada de ella, ni tan solo asomarme y echarle una miradita, ni siquiera un mísero vistazo. Hasta que un día, después de mucho tiempo, bajé la guardia y, sin darme cuenta, me la encontré ante mis narices.
Una mujer? Quita, quita.
Me refiero a “Titanic”, de James Cameron.
Siempre he intentado no ver las películas que ganan el Oscar, más que nada porque se les da tanto bombo que al final coges aprensión y te niegas a participar del espectáculo colectivo e ir a hacer cola al cine como todo el mundo. Además, que una película gane la estatuilla dorada no garantiza en absoluto que valga la pena, aunque de vez en cuando haya excepciones, como por ejemplo “El paciente inglés”, de Anthony Minghella, que me encantó.
“Titanic” es el ejemplo más claro de lo que digo. La Academia le obsequió con nada menos que once Oscars. Y aún recuerdo cómo Cameron, al entregarle el premio a mejor director, exclamó desde el púlpito, eufórico:
-¡Soy el rey del mundo!
No te jode, el presuntuoso…
Frase copiada de la película, la dice Di Caprio en cubierta, en la proa del barco, con la diferencia de que Cameron lo dijo en serio. Un poco más y le estalla el ego y hubiera dejado las primeras filas de la platea hechas unos zorros. Lástima…
Vaya coñazo de película (María, la novia de mi novio, me corrige: peñazo, no coñazo, pero a mí me parece más gracioso así). Hacía tiempo que no me tragaba un bodrio semejante. Y encima dura tres o más horas. Me pareció, entre otras cosas, una excusa carísima montar un atrezzo semejante sólo para contar una boba historia de amor, ñoña donde las haya (la imagen del vaho en el vidrio del coche y la mano resbalando mientras retozan Di Caprio y Winslet es un monumento a la horterez), por no hablar de incorreciones históricas y técnicas varias.



Ya tiene delito, la foto. Y la escena no digamos...

En 1958 Roy Ward Baker dirigió “La última noche del Titanic”, película mucho más consecuente con los hechos reales y, afortunadamente, sin historia de amor de por medio. La escena en que los músicos siguen tocando mientras se acaba de hundir el barco es memorable.



Título original de la versión de 1958.

Pero ya empiezo a estar harto, de tanto Titanic… Parece el Aznar, que nunca acaba de irse. La última noticia, no obstante, no tiene desperdicio: han aparecido documentos de un antiguo tripulante que sobrevivió al hundimiento que demuestran que lo primero que hizo la compañía naviera propietaria del transatlántico, al enterarse de la tragedia, fue dar de baja a toda la tripulación, incluido el mismísimo capitán, para ahorrarse indemnizaciones. La explicación que dieron fue: “desembarcados en alta mar”.
O sea, que los despidieron por no estar en sus puestos de trabajo.

Sin comentarios.

dissabte, 12 de juliol del 2008

CAMINAR


Echo a andar
y un mirlo se cruza en mi camino
Los robles me abrazan con sus fuertes ramas
los eucaliptos se alejan de mi
dejando su rastro de hojas de feo marrón.
Una anciana con pañuelo y sombrero saluda
alzando su ojos al cielo
pronunciando palabras impronunciables
Todo huele a sidra
a mierda de vaca
y a riachuelo
Intento tararear una canción
pero sólo silbo el silencio
Mis pies se mueven al son
de una canción imaginaria
la melodía perfecta
Y miro las piernas que pasan ante mi
pensando a dónde irán
Mejor, dicho, a dónde iremos…

dimecres, 2 de juliol del 2008

IBN JALDUN



Ibn Jaldun era un tipo curioso. Le encantaba contar historias frente al fuego, en una noche estrellada con las siluetas de camellos y palmeras y esas cosas habituales del desierto. Tenía mucha imaginación el tío, y ese derroche de imágenes que brotaban continuamente de su mente necesitaba sacarlos a la luz, compartirlos con el mundo y la peña…
El problema que tenia Ibn Jaldun para satisfacer sus necesidades, no perentorias en este caso, sino más profundas, era que no tenia a nadie a quien contarle nada: vivía en el desierto, más solo que la una el pobre, cuidando cuatro cabras raquíticas que comían arena y algún hierbajo que otro y poco más, y que le daban el mínimo sustento y tal, leche, huevos y carne.
Bueno, huevos, ahora que pienso, pues no.
Eso sí, de vez en cuando una gallina voladora transeúnte (especie poco conocida, desgraciadamente ya extinguida) se apiadaba del pobre Ibn Jaldun y le lanzaba desde el aire un huevo, para que lo disfrutara a su antojo. La gran mayoría de veces el huevo se rompía y se freía al momento, e Ibn Jadun se lo tenía que comer todo lleno de arena, pero no le importaba, puesto que el crunch crunch que sonaba le recordaba a una vez, la única, en que comió paella.
Otras veces, pocas, tenia suerte y el huevo no se rompía: entonces Ibn Jaldun hacía un agujerito en la cáscara, metía una pajita y se bebía el huevo cual piña colada del desierto.
Sin hielo…
Cabe decir que la gallina voladora transeúnte que se enrollaba ( figuradamente) con Ibn Jaldun era siempre la misma, pues por norma esta desconocida especie de ave tenía mucha mala leche. Seguramente fue por eso por lo que se acabo extinguiendo, por borde.
Un buen día, paseando al atardecer, cuando el desierto se vuelve rojizo, rojizo, como cuando escancias una botella de vino rosado en una copa de cristal evanescente, Ibn Jaldun se sentía estupendamente: contemplando aquellas maravillosas puestas de sol, para él eran los mejores momentos del día, bueno, éstos y cuando se fumaba el trusqui de antes de dormirse.
Que no lo liaba él, por cierto. En sus largas noches en el desierto, con tanto tiempo disponible, se dedicó a enseñar a una de sus cabras, la mas espabilada de las que poseía, a como liar un cañardo. con el tiempo, Jacinta, que así se llamaba la cabra en cuestión, bueno, así la llamaba Ibn Jaldun, se convirtió en una experta en el arte de liar.

Llegó a atreverse con un tres papeles y todo.
Para una cabra no está del todo mal…
El problema vino después, cuando a Jacinta le dio por fumar también, y le gustó tanto que se propasó con el tema, y ya se sabe lo que pasa cuando uno se propasa.
Ahí si que Ibn Jaldun tuvo un problema serio.